En las páginas de «Cuadernos para el Diálogo» apareció, hace ahora cuatro años, un extenso reportaje bajo este encabezamiento genérico: La banca cambia de peinado. Constaba de dos capítulos. El primero, debido a la fina pluma de Vicente Verdú, se titulaba, irónica u otoñalmente, La caída del cabello. Del otro fui yo su bien intencionado autor y ésta su fe bautismal: La arquitectura del envoltorio. Ha llovido, pues, desde la fecha, y muchos de los proyectos que, Castellana arriba y Castellana abajo, andaban por entonces a la espera de ocupar los solares liberados merced a la insensata demolición de los palacetes decimonónicos son hoy suma y sigue de edificios nada ajenos a la definición sobredicha: arquitectura del envoltorio, así, a secas, o con el agravante de que la pura evocación de lo escrito en su día venga en los nuestros a constituir una realidad tangible e irreparable.
«No diré -dejé escrito entonces y repito ahora con mayor causa- que la creciente ola de atracos a entidades bancarias y afines haya necesariamente de achacarse al desmadre publicitario.» Nadie, sin embargo, dejaría tampoco de reconocer que desde los añorados tiempos de la oferta indiscriminada de créditos, a los actuales de poco fiable insistencia en domésticas virtudes ahorrativas, las empresas bancarias han hecho tal alarde de generosidad en el empleo del posesivo su y del anónimo usted (ésta es su casa, éste su dinero, su interés, el huerto de sus ahorros..., usted es importante para nosotros, no dude usted en visitarnos, estamos a entera disposición de ustedes...) que no han faltado quienes, interpretando literalmente la alusión, han acudido a llevarse, sin remilgos, lo que se les ofrecía como propio.
Más incitante es aún por dentro la cosa. Dijérase que la acogida social (ramo de flores para la dama impositora y variado surtido de souvenirs -cenicero, llavero, carpeta, anuario o agenda de canto dorado- para el caballero cuentacorrentista) halla su justo correlato en la recepción o antesala del inmueble bancario: presuntuoso híbrido de hall-cinco-estrellas y recibidor de modisto o psicoanalista de moda, y fruto de una decoración interior que puertas a fuera se traduce, como ya se dijo y luego ha de verse, en la arquitectura del envoltorio, .a favor de un aberrante trazado urbanístico previamente calculado.
Comencemos por lo último. ¿No ha sido la propia y premeditada desintegración de¡ entorno decimonónico (hasta ayer mismo en pie) la que ha venido a auspiciar y promover (causa, mejor que consecuencia) el modo de ser y mostrarse el edificio financiero? Toda una estrategia de concentración, astutamente realzada (Castellana arriba y Castellana abajo) por el trazado oportuno de puentes viarios, ha terminado por desorientar el curso de la más caudalosa arteria madrileña, con sustancial alteración del lenguaje urbano y de su tradicional representación cartográfica, disipada la exacta correlación semántica, entre el mapa y la ciudad.
Para concebir un lenguaje urbano, propiamente dicho, ha de ser la ciudad la que hable; no el hombre quien imponga el código convencional de una simbología. Ha de ser la ciudad la que desde sí ofrezca los términos según Kevin Linch. a la conciencia que la percibe. De lo contrario, surge un lenguaje. puramente alegórico cuy¿ génesis bien pudiera avenirse a este esquema: se circunscribe una porción de le naturaleza, sin atención alguna a su verdadera significación, y sobre ella se traza la materialidad del símbolo elegido, dando pie y ocasión a una jerga tautológica en que significante y significado son una misma cosa.
Valga de ejemplo el nacimiento de Madrid como capital de España. ¿En virtud de qué sino de un símbolo preestablecido nació como tal la que se dice cabeza de las otras? Elijamos -determinó el monarca- el centro geográfico de la península cual símbolo de un propósito centralizador. Para nada se pensó (las trazas de la ciudad por sí mismas lo atestiguan) en el significado natural de la parcela elegida, quedando todo, absolutamente todo, subordinado al arbitrio preconcebido de una alegoría (¿la célula?, ¿el nudo?, la atalaya equidistante de los cuatro puntos, supervisora de los cuatro vientos?). Y así vino a nacer la ciudad prototípicamente artificial, enemistada, de raíz, con toda consecuencia lingüística.
Se dirige el viajero a Madrid a lo largo y lo ancho del páramo. Secano y barbecho, soledad y despoblado, ausencia y ausencia por toda aproximación... ¿pueden acaso sugerirle la inminencia de ¡a gran urbe, de la capital con mayúsculas? Y de pronto surge la macrociudad, como espectro gigante, cual aparición del todo imprevisible o por vía de sobresalto (especialmente si el acceso se produce por el Sur o por el Este), delatando a la redonda su propia incongruencia. La trama entera de la ciudad discurre y se exterioriza en su alrededor como el símbolo de un símbolo enteramente refractario a la elemental conformación del lenguaje.
Transportemos ahora, a! margen del entorno, el contexto urbano a su gráfica representación; traslademos la ciudad al mapa: un rió caudaloso parece cruzar diametralmente el suceso de Madrid, asomada a diestra y siniestra de la corriente. Raro resulta que, de acuerdo con la tradicional imagen cartográfica, no aparezca impreso en tinta azul, como el Sena, por ejemplo, de los bellísimos mapas parisienses. ¿Acaso no es un río? No. Es el paseo de la Castellana más su continuidad. arriba y abajo, desde la plaza de Castilla al Scalextric de Atocha.
Cuando una ciudad ha sido fruto exclusivo del artificio, de la invención y de la alegoría, ¿por qué no ha de serio el río que la orienta o debiera orientarla?- Nada cuenta aquí la historia del Manzanares (lo de aprendiz de río responde más a la generosidad que a la ironía de Góngora). El auténtico río de Madrid es la Castellana y prolongaciones, sin cuya invención hubiera sido del todo imposible la lectura medular de la ciudad y el reflejo diario de la vida ciudadana. Y sobre el invento inicial del río se procedió ala ulterior conquista de sus márgenes, por resultar tan insuficientes como inaccesible el apretado nudo financiero que antes enlabaza la Gran Vía con la calle de Alcalá.
Atrás, en la ya inviable confluencia de ambas calles, quedaba el recuerdo decadente del viejo capitalismo, de aquel que, según Max Weber, había fundado sus valores en la austeridad, en la práctica escénica de la privación y el ahorro, de donde el dinero vino a ser signo externo de internas virtudes y síntoma inequívoco de predestinación. Y fue la edificante exigencia de exhibir los valores (religiosos, culturales, políticos... y económicos) la que impuso formas de solidez y elementos suntuarios de decorum tanto al templo como al museo, al Ateneo y a la Bolsa, al palacio de las Cortes y al Banco de España..., hasta que un día, Castellana adelante, comenzaron a erigirse los estuches vacíos del capitalismo nuevo.
«Han volado los valores y el estuche ha quedado vacío.» No creo que haya imagen capaz de expresar más a la letra el conocido texto de Max Weber que los nuevos edificios bancarios a diestra y siniestra de la Castellana. Sin valores morales que exhibir, ni signos externos con que ornamentar las supuestas virtudes de dentro, las nuevas sedes de la Banca han parado en estuches, en frágiles estuches verticales, con aquel toque de barata distinción que la colofana y la cinta de plástico imprimen al objeto de regalo.
A derecha e izquierda del verdadero río de Madrid, acorralando las cuatro esquinas de cada puente y sus estratégicos recodos, han surgido auténticas colonias de estuches bancarios, homogéneos, cartesianos, traslúcidos, sin mayor decorum que las siglas del respectivo slogan publicitario, ni otra sugerencia pública que la pregonada facilidad de acceso y acomodo («¡En el centro de Madrid!» «¡Con aparcamiento propio!») sobre una parcela de la urbe que dio en transformarse (hasta la pérdida de su propia identidad) bajo fingida promesa de aliviar el tránsito rodado.
Arquitectura del envoltorio, obediente a las mismísimas normas con que se empaqueta el objeto del regalo' convencional. Apenas afincado el esqueleto estructural, láminas de cristal y franjas de aluminio vienen sin pérdida de tiempo a recubrir el hierro y el hormigón del estuche bancario que inmediatamente se verá sellado y coronado con las siglas emblemáticas..., igual, exactamente igual que la celofana, la cinta de plástico y el adhesivo de la firma de la casa envuelven y dan toque de presunta distinción al geométrico paquete recién salido de la boutique.
Envoltura, pura y simple envoltura, destinada a toda prisa a desvanecer la más remota sospecha en torno a la vigencia de los valores de antaño. El cristal ofrece el transeúnte la abierta panorámica interior (¡y quién sabe si - no termina por hacer oficiante la tentación encendida por la sugerencia publicitaria de que todo aquello es suyo), en tanto externamente se tiñe de azul, verde, naranja, rosa ese prototipico color r o s a que, uniforme o franjeado, adorna las compras en los grandes almacenes o aquel otro más denso -que a su fulgor, entre eléctricos y metálico, incorpora detalles heráldicos y credenciales de la firma de postín.
Tampoco faltan heráldicos emblemas en el remate del estuche bancario, o la cifra abreviada de unas siglas capaces de originar verdaderos conflictos semánticos, con ambiguas alusiones a cetáceos prehistóricos (Bancaya), a objetos artesanales (Banesto), a ciudades del antiguo Egipto (Bankisur), a piensos compuestos (Bansander ), a tónico-refrescantes (Bancobao) y a secretas asociaciones internacionales (Bankinter, Bankunión...) de Dios sabe qué fines. Siglas que a tenor de la preposición empleada valen, eso s¡, para diferenciar particularidades laborales y diferencias clasistas (no es lo mismo trabajar con Banesto que en Banesto).
Desmantelado el lenguaje urbanístico de la más caudalosa arteria madrileña y alzados a favor de otra semántica los estuches cristalinos, no tardó en cundir el ejemplo a lo largo y lo ancho de la ciudad. Cualquier esquinazo, chaflán o curvatura ofrecerán blanco ideal a la arquitectura del envoltorio. Demolida la fachada de lo que ayer fue taberna, charcutería o mercería, tampoco tardaría en verse revestida de una lámina de aluminio (¡otra vez la celofana!) con letras luminosas (rojas, si del Popular se trata, amarillas, si de Bancobao, azules, si del Vizcaya, verdes, si de Bansander...), agravado ahora de nocturnidad el slogan.
También la noche ha de entrar en el juego de la arquitectura rutilante y funcionar. En la medida en que nuevas y asépticas funciones dieron el traste con viejos y recordables oficios, y el señor Manuel hubo de ceder su plaza al portero automático..., en esa misma medida el funcionario diurno se verá de noche suplido por el cajero automático. Minibank lo llaman, en plena aberración lingüística, algunas entidades bancarias prestas a atender a aquea cliente que de madrugada sienta el capricho de extraer o imponer algunas sumas, propias, sin duda, del toma y daca nocturno.
Si hay farmacias de guardia, ¿por qué no ha de haber bancos de guardia? Y si abundan autoservicios de toda condición, ¿por qué habían de faltar los autobancos? De acuerdo, siempre y cuando se respete el idioma y la insigne legitimidad del prefijo helénico (autos = uno mismo). De perras me parece que el cliente moto-izado campee a sus anchas, entre estanques y surtidores, por el feudo de sus intereses, al igual que juzgo peregrina aberración lingüística el que las solícitas empresas bancarias confundan el autoadministrarse, o hacer gestión por uno mismo, con el acto de pasearse por el banco en automóvil. Llamen, coche-banco, ,en todo caso, y no auto-banco a su invento.
Arquitectura del envoltorio es ésta que digo, y juego, también, de las cuatro esquinas, al socaire de los puentes estratégicamente interpuestos en la corriente de la Castellana. Se nos dijo que con su alzado se pretendía salvar o aligerar el tránsito rodado por la espina dorsal de la ciudad, cuando ras verdaderas intenciones se encaminaban a facilitar el acceso Y congregar bajo ella todo un parque automovilista. Alzados los puentes, se procedió a la demolición de los palacetes y villas que antes se asomaban (aun sin verse reflejados) al río de Madrid, Y en las cuatro esquinas empezaron a surgir los nuevos atributos de la banca y bolsa.
Ignoro, en fin, si la profusión de estuches bancarios entraña la arquetípica imagen del desequilibrio económico que dicen ser propio de nuestra poco halagüeña circunstancia. Mi comentario quiere atender, más cabal y sucintamente, a otro tipo de desequilibrio o vaivén histórico, que en lo morar confirma (por el solo contraste con los sólidos y elocuentes edificios bancarios de un ayer no distante) las agudas tesis de Max Weber en torno a los valores cimentadores del viejo capitalismo, y en lo material se traduce en ras nuevas trazas del envoltorio, y sin paliativos.
No deja de ser, en última instancia, lastimoso que una ciudad originariamente artificial, tras haberse acomodado (con el paso del tiempo y el curso de su propio hacerse) a unas formas más o menos naturales de lenguaje, pase de nuevo a incorporar el colmo del artificio expresivo, por no decir de la confusión babélica. No, no habla ya la ciudad a sus habitantes. Entre sistemática demolición y reorganización arbitraria, la ciudad ha perdido sus recuerdos (y sin recuerdos colectivos no hay patria común), definitivamente incapaz de sustraer la conciencia de sus hipotéticos destinatarios.
Aun asentada sobre una porción de naturaleza previamente circunscrita y obediente a un símbolo centralizador, la ciudad fue haciéndose a sí misma, proyectando su despliegue, condensando su historia, trasunto de su génesis y fiel relato de sí misma. Y cuando el artificio había llegado a ceder su propósito a la naturalidad y la espina dorsal de su desarrollo se había acomodado al fluir de un río imaginario..., vino la arquitectura del envoltorio a arrasar lo esforzadamente erigido. Y fue sobre esa espina dorsal, sobre ese río pujantemente nonnasto, donde se esfumó la virtualidad del lenguaje y el regalo mismo de la vista.
La sola comparación entre el solemne nudo financiero que hacía confluir la Gran Vía con la calle de Alcalá y quedaba elocuentemente ejemplificado, junto a otros y otros más, en el edificio del Banco de España..., y la suma y sucesión de prismas y más prismas, vacuos, anodinos, asépticos, a lo largo de la Castellana... se re ocurre a uno algo así como ilustración a las agudas observaciones de Weber. Han volado los valores morales; no hay signos externos que exhibir, ni formas suntuarias a que ajustar la más remota idea de deccrum. Se esfumaron las virtudes, y el estuche ha quedado vacío, convertido simplemente en eso, en un estuche de plástico.
LOS DOMINGOS DE ABC - 02/08/1981
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