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EL BOTANICO, RECUPERADO

El próximo miércoles, día 2 de diciembre, y con asistencia de los Reyes de España, tendrá lugar la reapertura oficial del Jardín Botánico de Madrid. No, no es el caso de la consabida inauguración al amparo de la solemnidad y el triunfalismo. Se trata, más bien, de un hermoso acto de reparación y restitución de un jardín histórico-científico que, luego de unos años de arbitrariedad y abandono, a punto estuvo de perder su fisonomía, su función y la entidad misma para la que fue creado, hace ahora dos siglos, merced a feliz iniciativa del Rey Carlos III y al trabajo magistral de los suecos Linneo y Loefling... y de nuestro Juan de Villanueva.

Se ha aprovechado acertadamente la ocasión de su segundo centenario (se inauguró oficialmente en 1781) para la reapertura del histórico jardín madrileño en su primera fase de restauración y a la espera de su paulatina reorganización y empleo definitivo. Con ello se desvanece la pesadilla que, hace apenas siete años, rondó por sus setos y plantaciones y terminó por suscitar la indignación de cuantos nos resistíamos a creerlo: la insensata conversión del Botánico en una especie de híbrido, en parte museo destinado a la obra de Goya, y alegre pradera, en parte, al alcance de la inevitable caravana turística, dadas inicuamente de lado su condición histórica y su función científica.

«¡Al traste los trabajos minuciosos de Linneo en la esmerada selección de las especies y buen destino de un jardín que él cuidó como propio y para disfrute ajeno! ¡Al traste también las razones de arquitectura, ecología y urbanismo de Juan de Villanueva y la suma de sus muchos desvelos en pro de un conjunto ejemplar sobre la ejemplaridad misma del paseo del Prado! » A tales términos ceñía yo en un matutino madrileño (13 de junio de 1976) mi aversión a los propósitos y obras de la Administración concernientes al alzado de un nuevo museo de Goya en terrenos del Jardín Botánico, con el inevitable desarraigo de muchas de sus especies y la segura mutación de su destino originario.

Y, por disipar duda, agregaba: «A nadie se le oculta que la cantidad y calidad de las pinturas de Goya merecen un ámbito más adecuado que las diversas y asfixiantes salas del Prado a él dedicadas. Pero ¿por qué ha de asentar el nuevo museo sus cimientos bajo tierra abonada, ¡nada menos que por Linneo!, ofrecida por Juan de Villanueva como singular imagen cívica y reclamada por el ciudadano consciente como una exigencia razonable frente al irracional e inexorable deterioro de la ciudad en que mora?» Cinco largos años han transcurrido desde entonces, y los fundados temores de antaño han dado franquía. a las ilusiones de hogaño por gracia de los nuevos criterios oficiales y por obra de los arquitectos Antonio Fernández Alba, Guillermo Sánchez Gil y Leandro Silva.

El primero de ellos, catedrático en la Escuela Superior de Arquitectura, ha llevado a cabo la restauración del pabellón central, obra de Juan de Villanueva y cátedra que fue de Antonio José Cavanilles; el segundo, arquitecto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, ha prestado todo su aliento y eficacia a la buena marcha del proyecto restaurador, teniendo el último que abordar la difícil labor de ordenar y restituir a su genuina entidad científica el trazado de la jardinería, sendas, accesos, fuentes y escalinatas..., que en el demencias proyecto de 1974, y a lo largo de su infausta ejecución, habían venido a conformar, en su conjunto, una suerte de pradera inglesa surcada por autopistas.

Sepa el lector que, para disipar toda conjetura de provisionalidad, los proyectistas del desmán oficialmente decretado en 1974 y perpetrado en los dos años siguientes asentaron dichas vías sobre sólidos cimientos de hormigón recubiertos de tenisquit con su pulcra y rosada superficie olímpica, indigno sucedáneo de la arena y gravilla que siempre acompasaron el tránsito por este y cualquier otro jardín (¡recuérdense los de Mariembad!) y a su paso regalaban el oído del transeúnte. Ni siquiera acertaron en su orientación. En la disposición originaria los paseos coincidían, lógicamente, con su respectiva escalinata. En la versión renovada (¡ya es falta de tino!) ninguna de las avenidas o autopistas lograba encontrar su esperada salida, exigiéndose al hipotético paseante un complejo regate a diestra y siniestra para acertar con los peldaños.

¡A tal grado de deterioro llegó en un par de años un jardín que se había mantenido fiel a sí mismo por casi dos siglos, como fiel quiere seguir siéndolo, tras la costosa reparación de tanto y tanto disparate, a la idea original que de él tuvo Carlos de Linneo y llevó a cabo Juan de Villanueva! ¿En qué medida, sin embargo, contribuyó el uno a su planteamiento científico y se deben al otro sus trazas arquitectónicas? Sabido es que Linneo no estuvo en Madrid, pero sí mantuvo amplia correspondencia con Carlos III en torno a la concepción del jardín madrileño. Murió Linneo tres años antes de que abriese el Botánico sus puertas, debiendo achacarse, justamente, a su fallecimiento su ausencia en la fase decisiva e incluso en el acto inaugural de un jardín que él, según dije, cuidó como propio.

No creo que haya exceso de metáfora en la expresión si se tiene en cuenta que fue personalmente Linneo quien, a ruegos de la Corte española, tuvo a bien enviarnos a Loefling, compatriota suyo y predilecto entre sus discípulos, para la esmerada selección' de las especies y buen cuidado del jardín madrileño. Tampoco hay desmesura en afirmar que Linneo abonó la tierra de nuestro Botánico, a la vista de las diecisiete cartas, unas en latín y otras en sueco, que el maestro envió en Madrid al más aventajado de sus discípulos, de entre cuyo contenido nos es dado escuchar encendidos elogios de España («jardín del orbe») y de los botánicos españoles por él admirados: «Siendo tantos en España los botánicos insignes y eruditos, cuidaré de que se vean divulgados por todo el mundo. «Llegué a comprender que España fuese una tierra afortunada en Europa y, como tal, la India de Europa. Tú me la describes no como terrestre, si como un paraíso que sobrepuja a todas las tierras.

¿En qué medida corresponden a Villanueva las trazas originales de Jardín Botánico? Llevando astutamente las aguas a su molino, los promotores de la poco afortunada y felizmente fallida reconversión de 1974 solían argüir que las trazas del jardín diferían mucho de las ideadas por Villanueva, tal cual figuran en el plano que se conserva de 1786. Hacían notar igualmente cambios sustanciales en el plano de 1846 y juzgaban totalmente desvirtuado el diseño del jardín en el plano de 1870. No contamos, en fin, con datos suficientes para atribuir, sin más, a Juan de Villanueva el primer proyecto, si no son la inconfundible pulcritud del trazado, así como la disposición de los paseos, fuentes, bancos, senderos... y la lucidez, sobre todo, del perspectivismo general.

El diseño corresponde, en cualquier caso, a un arquitecto que, a tenor de informaciones fidedignas y en atención a lo ya dicho, hubo de ser Juan de Villanueva, a diferen- i cia de los otros (de 1825, 1846 y 1875, según mis noticias) oscilantes entre la oportuna modificación (un jardín está constantemente haciéndose) y el apaño decorativo llevado a cabo por simples y no muy perspicaces jardineros. Con todas las menguas de que fue objeto sucesivo, la estructura del jardín se mantuvo a lo largo de casi dos siglos en sus líneas generales, siendo sus verdaderos destructores quienes, invocando supuestos desmanes precedentes, trataron de convertirlo en ese híbrido injustificable y gravemente atentatorio contra su más específico cometido.

El acceso al jardín se produce por dos puertas principales, sita la una frente al paseo del Prado y abierta la otra a la plaza de Murillo. Tampoco resulta fácil decidir cumplidamente acerca de su paternidad respectiva. La primera, fundada en el orden dórico denticular,, parece poco afín al quehacer habitual de Villanueva. El empleo que en ella se hace del frontón clásico y de las columnas adosadas contradice incluso su estilo o delata -como apunta sagazmente Carmen Añón Feliú- el influjo de Sabatini. Suya, por el contrario, y excelente (pese a haberse cegado los arcos laterales y hallarse a falta del conjunto escultórico previsto para el remate) puede afirmarse que es la que se abre a la plaza de Murillo.

¿Planeó Villanueva como un conjunto urbanístico el amplio marco formado por el Museo del Prado, el Casón de los Monjes, el Jardín Botánico y el Observatorio Astronómico en el parque del Retiro? La respuesta tiende a hacerse resueltamente afirmativa con sólo advertir que en su tiempo no medió solución alguna de continuidad entre tales edificios y recintos o reparar en la unidad estilística que hoy sigue emparentándolos. El saber, por otro lado, que Villanueva construyó el pabellón central, que luego sería cátedra de Cavanilles, induce a concluir que el jardín es también obra suya, y en perfecta armonía con el restante entorno urbanístico debido a su ingenio.

Fue el posterior trazado viario de Madrid el que vino a desvincular el Jardín Botánico del parque del Retiro, mediante la inserción de la avenida de Alfonso XII, y a segregarlo, más tarde, de la explanada que hoy ocupa el Ministerio de Agricultura, para consumarse finalmente el infortunio con el alzado, en su ala derecha (tomando como centro de orientación la puerta del paseo del Prado), de los edificios de la calle de Espalter. Cercado por una verja de hierro, cuya interdistancia comparten a medias columnas de piedra y de ladrillo, el Jardín Botánico queda actualmente emplazado en el área que definen el citado paseo del Prado, la plaza de Murillo, la calle de Espalter, la avenida de Alfonso XII y la popular y siempre concurrida Cuesta de Moyano.

Ocioso se diría preguntar por su función y destino, de no haberse visto amenazados una y otro de alteración o convertidos en espectacular antesala del pretendido y ya citado museo. Desde su mismo origen el jardín quedó destinado, naturalmente, al estudio de la botánica y a la enseñanza de la Agricultura y Horticultura; enseñanza impartida desde 1815 y llevada, un siglo después, a su esplendor y reconocimiento por la cátedra de Arias. No en vano, y con tal motivo, el Cuerpo de Ingenieros Agrónomos dedicó al Jardín Botánico una lápida conmemorativa en la que ha quedado impresa esta leyenda: «1915. Los ingenieros Agrónomos, en el 1 Centenario de la enseñanza de la agricultura. »

Basándome en un documentado estudio de Carmen Añón Feliú puedo asegurar que la enseñanza de la Botánica (más el complemento ya aludido de la Horticultura y la Agricultura) corrió feliz pareja en el histórico jardín madrileño con el de la Medicina y su estudio comparado, con prácticas de aplicación de aquélla a ésta. «A las muchas obligaciones que pesaban sobre el Jardín Botánico -escribe literalmente nuestra investigadorase agregaron profesores de Medicina para que hicieran trabajos, observaciones y ensayos clínicos sobre las virtudes de las plantas, y, así, el médico Soliva y el cirujano Rodríguez fueron encargados, desde 1787 a 1790, de enseñar botánica aplicada, continuando hasta 1822.»

No es, pues, de extrañar que fuera un médico (Murcio Zona, primer médico de la Corte e intendente del jardín) quien promoviera, en 1773, el traslado de todas plantas del de Migas Calientes (sito en una parte de los hoy denominados Viveros de la Villa) al nuevo Jardín Botánico que, con el empeño de los científicos y el apoyo de las autoridades, había de inaugurarse ocho años después. «Unidas estas dos fuerzas imprescindibles -agregaba Carmen Añón con aires plañideros y a la vista de la amenaza decretada en 1974- se lograron magníficos resultados y se colocó España en la primera línea de la botánica y de la investigación; ejemplo de una u otra parte que, al parecer, no solamente no somos capaces de imitar, sino que además queremos destruir el vestigio de su pasado y de su presencia en nuestra historia. »

Abundando en las primitivas y específicas funciones del Botánico diré, no lejos de la fuente apuntada, que en él se fomentó primordialmente la instrucción de profesores destinados a fundar otros centros análogos en las distintas provincias españolas y posesiones de ultramar. Se hizo en tal sentido confluir nuestra tradición botánica del tiempo de los árabes con la aportación de nuevas y muy variadas especies llegadas de Hispanoamérica, al tiempo que la enseñanza metodológica recibida en nuestro Botánico terminó por constituir norma de trabajo y pauta de investigación en otros jardines de España (Valencia, Cartagena, Córdoba, Sevilla...) y de las colonias ultramarinas (México, Manila, La Habana...).

Nunca, sin embargo, medió contradicción entre el carácter científico de las enseñanzas y el destino público que desde fecha fundacional se confirió al Jardín Botánico, tanto en el orden de la docencia como en el de su mismo disfrute material. Fue costumbre efectuar «ejercicios públicos», programados y divulgados con oportuna antelación, a los que asistían los Monarcas, acompañados de la familia real, y un numeroso público indiscriminado, sin que ello entrañase merma al rigor con que actuaba la cátedra, ni significara desdoro alguno para la solemnidad, propia de aquel tiempo, con que se impartían las lecciones.

El jardín era, a su vez, paseo público, sumiso, eso sí, a una normativa exigida por su misma entidad académica y a un cierto protocolo muy acorde con los gustos y modales de la época. Se prohibía, por ejemplo, a las damas el uso de mantillas y se ordenaba a los caballeros llevar del brazo sus capas, impidiéndose el acceso a los niños no acompañados, a gentes mal vestidas y, de forma terminante, a los perros. La entrada al Jardín Botánico fue siempre gratuita, incluso en los tiempos en que compartió sus específicas funciones con las de parque zoológico.

¿Más datos en cuanto a su destino público? Si antes hablé de disfrute material por parte del pueblo puede el lector corroborar su alcance en la inscripción de la puerta principal, cuyo texto le advierte cómo el Rey Carlos III lo fundó «para salud y deleite de todos los ciudadanos». No ya la placidez del paseo y el regalo de los ojos; también contó en la previsión de quien lo fundara la salud pública, según norma y costumbre injustamente abolidas en los últimos años. No son pocos los madrileños que aún recuerdan cómo un jardinero herbolario cumplía el deber de repartir, dos horas por la mañana y otras dos por la tarde, aquellas plantas medicinales, frescas y garantizadas por prescripción, que el público tuviera a bien solicitar.

Cotejados los planos sucesivos del Botánico, y sin olvidar que la realidad de un jardín radica en su perpetuo hacerse, cabe concluir que la fidelidad ha prevalecido sobre cuantas transformaciones invocaron, en 1974, sus verdaderos depredadores. El plano de 1876 describe perfectamente (junto a las desaparecidas zonas del olivar y los frutales) los tres niveles del jardín con sus respectivos dibujos rectangulares (obedientes a la división de Lineo y al sistema sexual de Cavanilles). Otro tanto cabe afirmar del plano reducido de 1925: idéntica estructura y análogas interdistancias. Tampoco resultan tan notables los cambios asignados por sus detractores al plano de 1846, que lejos de afectar a las

tr»7as del jardín, a sus niveles y a la primitiva ordenación de los paseos, se limitan a acoger una disposición de las especies distinta de la de Cavanilles.

Inexacta igualmente se me antoja, de labios de quienes defendían el proyecot demoledor decretado en 1974, la afirmación de que en el plano de 1870 se halla enteramente cambiado el diseño. Diría yo que la transformación se ceñía más a la remodelación del contenido que a la estructura del continente. Los dibujos de la jardinería no concuerdan, en efecto, con los originarios, pero sí las tra.7.as de los cuadros que los albergan, cuyo cambio fundamental, por no decir único, consistía en la fusión de los cuatro de primer término, que pasaron a ser dos y por duplicado. Los niveles del jardín seguían en pie, al tiempo que perduraba la trama ortogonal de los paseos.

Cierto que a caballo del pasado y el presente siglo fue adquiriendo el Botánico una cierta proclividad a convertirse en jardín romántico, para mengua de su específica finalidad científicaa y auge de su más general uso público. No es ménos cierto, sin embargo, que bajo el aura decadente del jardín, y bajo la misma hojarasca perpetuamente otoñal, se mantenía prácticamente intacto su esqueleto o estructura.

Y fue entonces, por mala obra y desgracia del decreto de 1974, cuando empezaron a surgir las autopistas y los pasillos de tenisquit, cuando se alzó la ignominiosa pérgola con aires de garaje o supermercado (de ella, por fortuna, sólo queda hoy el mal sabor de su recuerdo), cuando sL inventó la famosa rocalla en uno de sus flancos, precedida por la ridiculez de la llamada zona didáctica, cuando comenzaron a asomar las verdes praderas y a caer no pocos árboles.... cuando se dieron cita tantos y tantos desatinos como los que ha tenido que erradicar el arquitecto-paisajista Leandro Silva para reconvertir el paraje en lo que fue siempre: un auténtico Jardín Botánico.

Buena es la restauración que está realizando Antonio Fernández Alba en la cátedra de Cavanilles, según proyecto original de Juan de Villanueva. Lejos de toda tentación historicista o pastichista, el proyecto de Fernández Alba responde al rigor de una recuperación propiamente histórica con el favor de las técnicas más actlualizads. Tiende su propuesta a considerar la cátedra de Cavanilles y el edificio alzado a su espalda como una entidad única. Relacionada con el ámbito general del Jardín Botánico aborda una actuación enteramente acorde con el concepto de restitución: restaurar un entorno histórico, lo más fiel a sus orígenes, con los métodos y materiales más adecuados a nuestro tiempo y en pro de la conservación del conjunto sin necesidad de destinar presupuestos progresivos para su mantenimiento.

El Jardín Botánico está, en fin, a punto de abrir sus puertas a esta primera fase de recuperación. «Ojalá -me comentaba Leandro Silvasirviera para demostrar cómo a partir de las frágiles coordenadas que puede proponer un jardín semiderruido se puede restituir su imagen y su función.» Un jardín supone un proceso incesante de restauración. No es piedra inmóvil, es algo vivo. Su existencia y su conservación exigen un criterio dinámico de elaboración, reelaboración, creación y recreación..., no el recurso a la reparación circunstancial (a la chapuza), obediente a caprichos más o menos emocionales, representativos o meramente ocasionales. Y eso es justamente lo que se ha hecho al cumplirse el bicentenario de la fundación del Jardín Botánico: reanudar con buen pie, y frente a mil desatinos no lejanos, la historia, como digo, de su propia historia.

LOS DOMINGOS DE ABC - 29/11/1981

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