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OVIDIO, EN EL DOS MIL ANIVERSARIO DE SU NACIMIENTO

En el año 43, antes de Cristo, y 711 desde que la Ciudad fuera fundada, vio la primera luz, en Sulmona, Publio Ovidio Nasón.

Este, que vivimos, es el bimilésimo año de su nacimiento, y en él vamos a dedicar justo recuerdo al poeta de nuestro ámbito mediterráneo.

La vida de Ovidio aparece ante nuestros ojos velada, en buena parte, por el misterio. Es curioso advertir que ni siquiera aquel suceso que motivara su destierro y, en consecuencia, sus Elegías, aparece claramente revelado.

Suetonio nada dice del poeta de Sulmona, Virgilio y Horacio, aun salvada la edad, ni le nombran con elogio ni le fustigan con la critica (crítica y elogio a que ambos por. tas sintieron grande afición, en especial el de Venusa).

Citamos de propósito, al comienzo mismo de nuestro comentario, los nombres de Horacio y de Virgilio, porque a la zaga y la luz de los dos más insignes poetas, que Roma conoció en sus mejores días, vamos a intentar el recuerdo de Ovidio Nasón.

Fué un clásico en el sentido propio de la palabra. Nolstenio le incluye, con justa razón, en aquel estricto marco que él ideó para grabar el nombre de quienes fueron buena “fuente” de pureza latina. Si sus versos no lograron la suprema virtud que adornó el decir de Virgilio y de Horacio, débese a que tan alta virtud sólo por ellos fué adquirida.

No vamos a “penetrar” la Historia con el solo objeto de ofrecer la semblanza fiel de Ovidio. Ello no ha cometido saestro. Además, el tiempo, pesa al mejor ánimo de los eruditos (especialmente los franceses de los siglos XVI y XVII), no ha podido descifrar o dar hallado lo que el misterio confundiera postergara el olvido.

Pero los versos de Ovidio se encuentran ante nuestros ojos, y puede su lectura, una vez más, ser renovada, y analizadas, una vez más, las calidades de su vez, siquiera levemente y ciñendonos el ejemplos que nos presta la Elegía IV del Libro Primero de los Tristes.

Sólo queda añadir que nos hallamos en los tiempos de Augusto. La feliz estrella del César ha reservado a sus días el florecimiento de aquellos sucesos, trascendentes para el hombre, que van desde la escritura de la más noble poesía hasta el nacimiento de Cristo. Es una época de plenitud en que el espíritu desarrolla toda su fuerza. El espíritu, como advirtió el Eclesiastés, es circular, y su diámetro jamas debe ser medido en un particular momento de su desarrollo. No es justo fijar la órbita del espíritu de una época, en referencia exclusiva a la figura que se pretende glosar. Lo procedente es describir la total dimensión de la época en su manifestación más característica, y en. cuadrar a cada uno de los protagonistas en su momento adecuado. La en de Augusto, como edad de plenitud, desarrolla su impelo en las varias manifestaciones del espíritu y de la cultura. Mas a la hora de fijar su mis singular característica leemos de decir que es la era de la poesía.

La edad augustea, en su estricta referencia a la poesía, debe concebirse iniciada con Virgilio; llevada por Horario a su perfeccion más insigne, y concluida en Publio Ovidio Nasón.

Intentamos ahora captar la semblanza de Ovidio a la luz y al ejemplo de los dos más eximios poetas de los tiempos de Augusto y de todas los días de Roma.

Virgilio y Horacio aparecen vinculados por entrafiable amistad y casi por 1s misma comunión del espíritu. El nombre del uno aparece, de continuo, en los labios del otro.

El común sentir de los dias florecientes que viven nos habla de una admirable identidad espiritual. De labios del poeta de Venosa, y dedicadas al de Marina. nacieron aquellas gratas palabras que, aprendidas por San Agustín, habían de acompañar con dulce costumbre el acento emotivo de su voz: Animae dimidium meae. Es importante advertir que lo total de la expresión trasciende el límite de la amistad para abarcar la región más amplia de espíritu. Se alude al espíritu (animae) en su integridad. Y precisamente en aquellos días el espíritu daba vida y forma a la mejor poesia que nunca oyeron los romanos.

La vida de Ovidio se desarrolla cercana en el tiempo, pero hondamente distante del espíritu que alimentó el decir de Horario y de Virgilio. En contraste con la emotiva expresión horaciana, escuchamos, de labios de Ovidio, el acento lejano en que él nos transmite toda su noticia acerca de Virgilio: Tantum Virgilium vidi. Los tiempos son cercanos, pero la mente ha variado con exceso en tan exiguo suceder. La frase, de por sí, nos ofrece mejor testimonio que la Historia misma acerca del clima tan distinto que animó el arte y la vida de Horacio y Virgilio, y la vida y el arte de Ovidio Nasón. Conocer de vista tan sólo al poeta de Mantua supone estar bastante desvinculado del espíritu fértil en que nacieron y florecieron los mejores días del tiempo de Augusto.

Agudizando en poco nuestra imaginación, y atentos a lo que ellos nos dejaron escrito, pensamos en Virgilio, en Horacio y en Ovidio frente a la obra y al mundo ambiente.

Está Publio Virgilio desnudo de cara a la Naturaleza, y la Naturaleza, desnuda también a sus ojos. Por gracia de su pluma, la Naturaleza se nos muestra inmediata, pura, y abundante. No hay mácula que turbe la luz natural, ni rasgo que complique el ser elemental y auténtico que la Naturaleza primeramente tuvo. Lorenzo Riber, en su “Virgilio y Horacio” -verdadera joya y ejemplo del buen decir y del buen tradacir-, dice con todo acierto de la obra del poeta de Mantua : es un mármol casto y sereno sobre el que pasa la más pura luz, rica de cambiantes y matices.

Horacio se halla frente al mar de Grecia, Mare nostrum le llamo Tito Livio. Pero es cierto que el Mediterráneo fué muy antes mar de Grecia. Aun surcan su plácida superficie las trirremes helenas y, a su paso sereno, van llegando, serenas también, las ideas. A través del agua clara -como nunca el agua lo fuera- del Mediterráneo y de su cielo rubio, el concepto, claro también y aúreo, se hace pura poesía en los labios de Horario.

Ovidio vive en la corte, y a la corte dedica sus donaires, sus adulaciones, e incluso sus procacidades. No es un bufón, pero sí un siervo que paga con sus versos el debido tributo. Virgilio y Horacio gozaron de la amistad del César. Ovidio se conforma con sus favores o purga, asaz caros, sus enojos.

La edad augustea la llegado, por la clara virtud de Horacio, a su plenitud, y atraviesa ahora la fase deslizante del refinamiento y el escrúpulo, tan cercanos a la decadencia. Con justa razón dice a este propósito Gaston Boissier -citado también por Riber-: Por desgracia, este progreso se paga casi siempre con una decadencia; el espíritu, en puliéndose, corre el peligro de debilitarse y volverse soso... Siempre es demasiado pronto para la aparición de los Ovidios.

¿Cómo ha de ser la expresión en ambiente tan pulido como débil? El lenguaje se torna afectado, retorcido y vanamente figurado. El oido ya sólo se deleita con refinamientos, agudezas y sutiles paradojas.

He aquí dibujada, aunque con tosco trazo, la semblanza de quienes marcaron el nacimiento y la cumbre de la edad augus tea, y de quien asistió al principio de su fin.

VIRGILIO: En su verso, la Naturaleza está presente y desnuda, y las cosas son invocadas por su nombre más original y auténtico.

HORACIO: La noción poética se construye en el puro ámbito de la lírica -no de la Naturaleza-. El concepto logrado en serena plenitud se hace pura poesía.

OVIDIO: El refinamiento priva de autenticidad a la palabra, y el lenguaje se torna, en consecuencia, retorcido, conscientemente figurado, y no pocas veces reviste afán de paradoja.

Suelen los eruditos deducir de la vida de Ovidio la razón de su poesía refinada, vacilante, y tan distinta en sus primeros y en sus postreros años.

Parece más objetiva la senda contraria. Vamos nosotros a analizar, harto someramente, el estilo de Ovidio. De su análisis, y más de su comparación con el decir de Horacio y de Virgilio, deduciremos el clima espiritual que alimentó el ánimo del poeta.

La brevedad del comentario nos permite tan sólo buscar el ejemplo de algunas voces latinas de alcance muy universal y, por ende, susceptibles de la mayor variedad de matices. Van a ser los labios de Virgilio, de Horacio y de Ovidio quienes modularán con el peculiar acento, que antes les hemos atribuido, la varia significación poética de las palabras. Y, puesto que la Elegía de Ovidio, que insertamos, toma del mar la anécdota y el desarrollo, vamos nosotros a tomar de la palabra mar el ejemplo adecuado.

Mare = el mar. Es el mar, a los ojos de Virgilio, simple, táctil, y tremendamente natural. Es el mar que está presente, el que llena nuestra mirada con la multitud de su espectáculo. El mar, antes sereno, es ahora borrascoso. Mare coelo miscere es la noción inmediata que Virgilio nos da de la galerna. Eludida toda descripción, no ya barroca, pero ni siquiera enumerativa, Virgilio nos presenta la tempestad, tal como acontece en las aguas y en las nubes marinas. El mar se mezcla con el cielo. Y en verdad que tal mezcla sucede según la misma ley física. La tormenta funde, en su desarrollo, las aguas del cielo y las aguas del mar, y con ellas se confunden colores, sonidos, y otras calidades que antes eran perfectamente separables y atribuibles, cual a las aguas, cual a los cielos.

Horacio, vigía constante del mar Mediterráneo, y del concepto puro que viene de Grecia, toma de las aguas la dicción lírica que la rotundidad de los mares ofrece a la poesía: Coelum, non animum mutant qui trans mare currunt. La presencia mudable del cielo que cubre la mar, y la ruta constante del impávido navegante, dan lugar, de consuno, a la concreción de este bello concepto poético: Cambian de cielo, pero no de ánimo, los que surcan los mares. El mar inmenso se humaniza con la presencia tenaz del navegante, y el hombre, tan diminuto, se confunde con la inmensidad de los cielos y de las aguas. Tal la exactitud lírica que nos regala Horacio asomado a los mares.

Una lectura superficial de la Elegía IV nos advierte ya de cómo todo el lenguaje adoptado por el poeta es conscientemente figurado. La visión inmediata de loa come ae deforma, y el concepto lírico se subordina a la intención particular que el poeta atribuye a rada una de las expresiones. Sólo queda la metáfora, la sutil comparación, la situación ingeniosamente imagina da, y, sobre todo, la constante alusión encubierta en la figura del lenguaje. Sin tener algún conocimiento del hecho histórico, que subyaee a la Elegía, resulta muy difícil cap. tor su verdadero sentido.

Toda la introducción del poema, escrito con virtuoso detalle y con lenguaje no vacío, pero escrupulosamente retorcido y atildado, no tienen otro objeto que describir la súbita aparición de Italia entre las olas, tan deseada como vedada para Ovidio por mandato de Augusto, y la súplica al César para que apacigile el enojo, simbolizado en la tormenta que azota al navío camino del destierro.

No queremos negar todo valor al poeta, que al escribir esta Elegía sufría, el grave peso de la forzada emigración. La clara y repentina aparición de Italia, en medio del tumulto y de la oscuridad de la galerna, es bellamente escrita v adecuada en extremo al ímpetu del deseo. Solamente afirmamos que la situación descrita, ya que no falsa, es plenamente figurada y trazada ingeniosamente para que en su final aparezca Italia ante los ojos, y Augusto, ante el ruego, portador por lo más en su acento superlativo, de un espiritu poro noble y menos libre. (Recibe Augusto, de labios de Ovidio, el extremado atributo de la divinidad en forma suprema de «gran Dios» y hasta de «Júpiter».)

Pero volvamos a la noción del mar. Frente a la pureza natural (y aun física) con que Virgilio describe la galerna, es la tempestad, en la pluma de Ovidio, artificiosa y extralimitada. (La alusión al jinete que no puede gobernar las riendas del caballo desbocado, nos presta buen ejemplo de desproporción y antinaturalidad. Y mientras Horacio toma del hombre y del mar la razón de un puro concepto lírico, el hombre y el mar son, en la Elegía IV, símbolo y máscara de otra realidad subyacente.

Dijimos que la paradoja solía entrañar el último resultado de la edad en que el arte, refinándose más allá del límite debido, inicia la curva de la decadencia. El decir paradójico asiste con singular constancia a la pluma de Ovidio. Aun nos hallamos en la frontera del mar. Ovidio, agudizando la ariste de lo vanamente esmerado, nos ofrere del mar esta elemental paradoja : in mare fundere aquas. Suele el pueblo llano usar también de la malicia de lo paradójico, y en nuestras tierras canta el refrán la misma tonada que pensó el poeta latino. Llevar trigo e Castillo es lo mismo, en su concepto, que llegar aguas a la mar, o espiga a las mieses (pues Ovidio, variando sobre el mismo tema, nos ofrece también la expresión ferre spicas in segetem).

Y así acontece que lo sutil, de puro refinado, suele parar en vacío y vulgar. No es menester que nos salgamos de la Elegía IV para advertir la afición tenaz de Ovidio al decir paradójico. Aun no hemos concluido la lectura del segundo pentametro, y la paradoja ya ha asomado a los labios del poeta: sed audaces cogimur esse metu. Dentro de la metáfora del mar Jónico, turbado por la galerna, y del navegante, obligado a seguir su ruta, Ovidio agudiza más todavía su lenguaje figurado y exprime la inexorabilidad del mandato de Augusto de esta suerte: el miedo nos fuerza a ser audaces.

Y, por fin, la Elegía que se inició con sutil paradoja viene a concluir con voz más sutilmente renovada: si modo qui perit non perisse potest. La pesadumbre del destierro, entonces incipiente, y la inutilidad, entonces imaginable y luego definitiva, del ruego al implacable Augusto se hacen sinónimo de muerte. La paradoja presta forma a la imagen y fin a la Elegía: si es que puede morir quien ya está muerto.

Pocos años después de la composición de esta Elegía, a los sesenta años de edad, según algunos autores, y a los cincuenta y siete, según opinión más probable, la muerte llamó en verdad, que no en metáfora, a las puertas del poeta cuyo ánimo, según propia expresión, estaba ya cansado.

Publio Ovidio Nasón murió en el destierro sin que su renovada súplica lograra rectificar la decisión tomada por Augusto.

A los dos mil años de su nacimiento, el juicio sobre el autor de las Elegía puede ser sobradamente ponderado. Sus escritos dan fe del ámbito espiritual en que se desarrollaron sus días, y no es su vida (que el misterio nos escamoteó en buena parte, pese al mejor afán de los eruditos) la que debe dar testimonio de sus escritos.

Nació en época en que el espíritu había logrado, por obra y gracia de Horacio y de Virgilio, la cumbre misma de la poesía, y cúpole en suerte el comienzo mismo de la decadencia, lógica y consecuente, a la que otros, como Tibulo, que floreció pocos años antes, supieron escapar.

INDICE DE ARTES Y LETRAS - 01/11/1957

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