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A LAS PUERTAS DEL CENTENARIO DE PICASSO.

El año que se inicia será, sin duda alguna, el año Picasso. Va a serlo en todo el mundo, o mejor, viene ya siéndolo desde hace unos cuantos meses, al menos en aquellos dos puntos (Nueva York y París) que de algún modo compendian y esclarecen tránsito e historia del arte da. nuestro tiempo. De forma simultánea, o con intervalos inferior al de un año, en una y otra ciudad han tenido lugar y acomodo dos exposiciones retrospectivas que, unidas, hubieran significado lo más y mejor del arte picassiano y difícilmente volverán a repetirse, aun separadas, con un tan nutrido repertorio de los saberes y haberes de nuestro inmortal. Difícil igualmente parece que vuelva a darse la afluencia masiva, la cola interminable (no todos los que acudieron pudieron contemplarlas), suscitadas por el reclamo de ambas muestras antológicas.

Concebida e inaugurada con el ánimo de festejar los cincuenta años del Museo de Arte Moderno, la exposición de Nueva York albergó cerca de un millar de obras obedientes a la diversidad de técnicas (pintura, escultura, dibujo, grabado, ornamentación, diseño...) probadas por si buen artista malagueño. Se contó en ella con fondos venidos del Museo del Hermitage de Leningrado, Museo Pushkin de Moscú, Galería Nacional de Praga, Galería Tate de Londres, Museo Picasso de Barcelona (rico en obras de infancia y adolescencia del genio), Centro Pompidou de París..., a los que hay que sumar buena parte de otras dos considerables colecciones: la de los herederos de Picasso y la que el propio pintor donó al pueblo francés, que viene a abarcar algo así como el cuarenta por ciento de la producción picassiana.

Pese a la envergadura de la exposición neoyorquina. fue la de París aún más relevante. Al margen de sus muchas otras virtudes, se traslucían de ella los desvelos y solicitudes que Francia dispensó a nuestro personaje mientras vivió (¡más de setenta años!) en su suelo, así como la gratitud expresada por el pintor tras su muerte, y por vía de muy generoso legado, a la nación que lo cuidó y asimiló como propio, tantas veces empeñada en llevarlo a la nómina de sus hijos más insignes y otras tantas dispuesta a subordinar a la del español la gloria de sus más universales creadores. Hombres y nombres como Cézanne, Matisse, Duchamp hubieron de esperar largos años a que su patria les rindiese un homenaje póstumo acorde con sus merecimientos y, en modo alguno, equiparable a los muchos que de Francia recibiera Picasso en vida.

A la hora del centenario, como ya ocurrió con ocasión de su muerte, no serán pocos los que, tras años y años de erradicación y olvido, vengan a resucitar a Picasso bajo título de gran español. Sin poner en duda un ápice del sentimiento de Picasso hacia su patria, no deja de ocurrírseme esta supuesta prerrogativa (capaz de obnubilar, por lo leído en alguna de nuestras publicaciones periódicas, la universalidad de otros muchos atributos) algo muy acorde con la afición española al panegírico postmortem, a la solidaridad del velatorio, y no tan congruente con el dato real de la historia. el suelo y la cultura que alentaron la empresa del maestro malagueño y, llegada a puerto feliz, supieron asimilar y compartir como algo entrañablemente suyo. Naturalmente que aludo a la solícita actitud de Francia para con nuestro Picasso, cuya primacía oficial dejó más de una vez en la penumbra la gloria, repito, de lo autóctono.

En atención al origen y a la costumbre, acabo de llamarlo maestro malagueño. ¿Y no merece, con igual o mejor derecho, la advocación de maestro catalán, provenzal, de Vallauris, de Antibes, de Mougins, de Vauvernages... y, sobre todo, de maestro parisiense? ¿Dónde si no en la capital de Francia y en el hervor vanguardista allí concurrente y de allí dimanado pudo medrar su insolencia, su extravagancia, la genialidad de su aventura? ¿Se hubiera producido, sin el concurso y el aliento de los Apollinaire, Jacob, Salmón, Reverdy..., la invención del cubismo? ¿Hubiera prosperado el vislumbre de su creación sin el coro unánime de los Elourd, Prevert, Aragón, Cocteau, Gertrude Stein, Braque, Léger..., o Juan Gris o Julio González (españoles como él y, como él, avecinados al calor de vanguardia parisiense); sin el apoyo previsor de Kahnweiler o la glosa de Malraux, de Cassou, de Garaudy?...

No, no ha habido tierra ni cultura, universalidad de Picasso al margen, que hayan prestado mayor fervor y contento que las de Francia a la actividad creadora o a la residencia misma de Pablo Ruiz Picasso. Si el pueblo francés se ha revelado tradicional y acérrimamente por la grandeza de sus glorias nacionales, no parece haber mostrado análogo culto patriótico a la memoria de sus modernos artistas. ¿Cómo de otra suerte se explica, según dije. que hayan quedado por tan largo tiempo postergados protagonistas del fuste de un Cézanne, de un Matisse, de un Duchamp? No olvide el lector que al primero de ellos cuadra la consideración de voz precursora del movimiento moderno, al segundo la de consecuencia más luminosa, siendo propia del otro, entre la lucidez y la ironía, la conversión del arte en pura actitud vital y mereciendo los tres, como pocos, legítimo título de maestros.

La razón de este desdén o, cuando menos, de esta poco ferviente entrega de la nación francesa a la grandeza de tan preclaros maestros ha sido, sin duda alguna, la incrustación de Pablo Picasso en la médula misma del arte contemporáneo, nacido, desarrollado y consolidado primordialmente en suelo parisiense. Dijérase, así las cosas, que los franceses hubieran trocado de buen grado el fulgor de todo su arte moderno y la nómina colmada de sus grandes artistas por saber a Pablo Picasso nacido en el corazón de la Galia ó al menos incorporado a su nacionalidad. No creo que se haya dado otro caso de rendida admiración a lo ajeno por parte de un pueblo, especialmente, que tanto y tanto se paga de lo propio.

Ni la absoluta coherencia con el desarrollo cultural del país vecino, ni la adopción regalada por Francia a nuestro hombre, ni aquella mención de francés ilustre que por su cuenta y riesgo le asignara a diario Jean Cocteau, ni otros mil estímulos y solicitudes... lograron modificar, pese a tanto empeño y devoción tan manifiesta, la condición civil de Picasso, quien en el documento acreditativo de su cuantiosa donación al pueblo barcelonés dejaba escrito, para asombro de unos, indignación de otros y contento de no pocos: «Yo, Pablo Picasso, de nacionalidad española y vecino de Mougins, en memoria de mi inolvidable amigo Jaime Sabartés, otorgo donación a la ciudad de Barcelona y, en su representación, al Ayuntamiento de la misma...».

Nadie puede negar, a tenor de lo transcrito, ni una tilde al sentir patriótico de Pablo Picasso. Pretendo únicamente salir al paso de esa repentina fiebre de españolidad (poco afín, ciertamente, a la fina resonancia orteguiana de la españolía) que, a las puertas del centenario de su nacimiento, amenaza con invadir lo mejor de su ejecutoria, llevada a cabo esencial o integralmente en suelo francés. Fueron, no haya duda, la temperatura cultural de París, apenas iniciada la primera década del siglo, y el acicate de la incipiente vanguardia allí convocada y acrecida el mejor reclamo para quien, como Picasso, vislumbraba el sentido de su tiempo y acudía al suelo natural de su floración. Aquel aroma de renovación, todo lo minoritario que se quiera y todo lo abierto y expectante que puede imaginarse, ¿cómo no habían de estimular esperanza y estancia del mejor y más puntual definidor de lo moderno?

Allí, en París, el viejo llegar, ver y vencer fue, para Picasso, renovado e intransigente refutar, liquidar y persistir. Ese gesto incontestable de negación y ruptura, dramáticamente impreso en !a máscara de las Demolselles d'Avignon, entraña en plena juventud, y cuando más franca parecía la sonrisa del triunfo, buena parte del temperamento de Picasso de cara a la creación, a los propósitos, a los logros y a las insatisfacciones, y pone muy en claro su insólita capacidad de aventura, recién asomado a las márgenes del Sena. Pablo Picasso que inicia en París la época azul contando apenas veinte años y concluye la rosa, apenas cumplidos los veinticinco, liquidará, dos años después, ambos períodos, desdeñando olímpicamente fama y fortuna para abrir de par en par las puertas de un nuevo paraje sin posible retorno.

«La diferencia que media entre un hombre inteligente y un necio —solía decir Sacha Guitry— es que el primero se repone fácilmente de sus fracasos, en tanto que el otro jamás se repone de sus éxitos.» En aquella edad incipiente creadora y genuinamente picassiana supone nuestro hombre reponerse del éxito hasta el extremo de convertir en realidad palpable el irónico acento de la sentencia de Guitry. ¿Quién, como él, osaría, apenas adolescente, sin el menor conocimiento de la lengua francesa, sin otro bagaje que la conciencia de su propio designio, trasladarse a París para participar vitalmente del campo intelectual de su tiempo, al lado de una minoría entre millones elegida y a millones enfrentada? ¿Quién si no él trocaría la sonrisa del éxito, tempranamente impresa en sus épocas azul y rosa, por la mueca insultante y decisiva de las Demoiselles d'Avlgnon?

Solo y a su aire, repuesto y bien repuesto del éxito incipiente (que luego sería insultante provocación y más tarde apoteosis universal) asentará Pablo Picasso en Francia su arraigo, su morada, poco menos que elevada a rango de Institución, con la anuencia, por supuesto, de las instituciones francesas que incluso han de ofrecerle un homenaje sin precedente en la historia de Francia: abrir, en vida del artista y para honor de su obra, las puertas del Museo del Louvre. Otras muchas muestras de la atención que Francia dispensó a nuestro hombre podrían venir al comentario, sin que deje de ser ilustrativa la opinión despechada de Francoise Gilot, quien, luego de haber sido fiel compañera de Picasso y madre de dos de sus hijos. decidió abandonarlo por sentirse harta, según propia y textual confesión, de convivir con un monumento nacional.

Pablo Picasso es español (no hay sino verle la cara) por origen, por aquel estigma indeleble que el origen deja en la manera de ser y obrar del hombre y por la escueta afirmación de ambas razones. «Soy español —dejó dicho en su día— y realista en el sentido de que no tengo remilgos ante las ásperas verdades de la existencia.» Pero de atender al suelo y al ambiente cultural en que de hecho vivió y realizó su designio y el designio de su obra, su patria fue Francia, mucho más celosa de su quehacer y honrada de su vivir que la tierra de su origen, inclinada sólo, y en la ocasión favorable, a reivindicar su nacimiento y desafecta por lo común, cuando no hostil, hacia su obra y hacia su conducta.

Por pesimistas que a alguien se le ocurran, a mí se me antojan del todo insoslayables estas y otras razones de parecida condición a la hora de afrontar desde aquí el centenario del que, siendo muy nuestro, vivió y murió muy lejos de nosotros. Sirvan al menos de aviso para quienes, desde unos sectores ideológicos y otras posiciones coyunturales, intenten, que lo intentarán, hacer de los cien años de Picasso ocasional bandería de tales o cuales valores que, pese a apariencias y suposiciones, a nuestro genio le resbalaron por completo. De ningún modo debe exceder el homenaje a Picasso el marco de lo estrictamente cultural, sin olvidar que su arte medró a favor de una cultura, si universal, no muy acorde con la por aquí impartida o simplemente acostumbrada.

Y no me refiero en exclusiva a estos últimos cuarenta años; que Picasso voló con notoria antelación de entre nosotros para nunca más volver. Su escueta biografía es, para el resto, harto elocuente. Vivió hasta los diez años en Málaga y cumplió los trece en La Coruña. Lo de más de su adolescencia y primera juventud transcurrirá en Barcelona, con el breve paréntesis de su ingreso en 1a madrileña Escuela de Bellas Artes de San Fernando. En Barcelona, y de la mano de los Nonell y Casas... (deudores, ambos, de las nuevas artes del dibujo divulgadas por Toullouse- Lautrec), no ha de tardar en sentir la acuciante tentación de cruzar la frontera y, sin pensárselo mucho, viajará, en 1901, a Francia donde quedará fijada, tras algunas idas y vueltas entre 1901 y 1903, su residencia definitiva. La estadística no miente: los treinta y tantos años que estuvo sin venir por España a lo largo del franquismo vienen justamente a coincidir con los treinta y tantos años de ausencia anteriores a la guerra civil.

Desde tal perspectiva, no parece congruente —ni sincero— cualquier manifestación de homenaje que no se avenga a esta primordial o única orientación: la restitución póstuma, por parte de su patria, de aquello que a Picasso no le fue reconocido (ni siquiera conocido) en vida y que él entregó generosamente a la cultura sin adjetivo. Una restitución de carácter eminentemente cultural, fundada en actos específicamente culturales y unívocamente dirigida, sin énfasis ni aspaviento, al conocimiento de uno de nuestros más ilustres compatriotas. No, no será posible mentar aquí, en plena celebración del centenario de Picasso, exposiciones como las que en Nueva York o en París le antecedieron. Habrá que proceder razonable e incluso humildemente: subordinando al conocimiento del artista, y por todos los medios al alcance de quien corresponda, toda otra gala que quiera investirse de panegírico patriotero o de artera e indebida apropiación.





ABC - 11/01/1981

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