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JUAN BRITO Y LA CERÁMICA DE LANZAROTE

Calidad y condición artística al margen, la cerámica entraña un síntoma inequívoco de diferenciación regional (trasunto o correlato de su más genérico valor histórico, a la hora de diferenciar universalmente las distintas etnias y civilizaciones). Tanto la diversidad de las tierras como la peculiaridad de las técnicas empleadas y las, singulares características de forma y función ofrecen, bajo un común denominador artesanal, índices diferenciadores, no menos claros, aunque por lo común se vengan tomando menos en cuenta, que las manifestaciones del costumbrismo y del folklore.

No es excepción la isla de Lanzarote, y, de serlo, acháquese a la no contaminada genuinidad dé sus ceramistas, frente a la escandalosa adulteración ajena y consiguiente inflación de un arte popular de escaparate (algo así como el flamenco de tablao) y a la secuencia ininterrumpida de una probada tradición, cuyo precedente remoto coincide con la llegada ale los guanches, y data su referencia próxima del siglo XVIII. La cerámica de Lanzarote es tan genuina como poco divulgada, fiel a sus orígenes y elevada hoy a ejemplo por los buenos oficios de un ceramista excepcional: Juan Arito.

Visitar el taller de Juan Brito equivale a tomar el sol en campo abierto. o a participar de la lumbre del hogar. No hay allí horno en que conseguir máximos niveles de temperatura, ni tintes con que vidriar cromáticamente la nobleza del barro. El barro es barro desnudo, cocido en la plenitud del mediodía o pacientemente quemado a la lumbre hogareña. Ni trampa ni cartón, ni otro artificio que los buenos empleos de un artesano ejemplar, consecuente con la tradición de su tierra y tenazmente empeñado en extender las artes que heredó, sin vicio alguno de la técnica originaria, hacia otros significados, más propios de la creación que de la utilidad.

Lo más admirable del buen hacer de Arito es que, con técnica tan primaria y sin valerse para nada de tintes y vidriados, logre, de una parte, acomodar sus creaciones a proporciones poco comunes (colosales, a veces) en los oficios de la cerámica, y, de otro lado, acierte a imprimir en los enseres, y sobre todo en las figuras, insospechadas diferencias cromáticas, a base de mezclar y repartir con medida las diversas tonalidades de las tierras naturales. Su trabajo es absolutamente manual, más de modelador que de ceramista, hasta el extremo de que una evolución lógica le ha conducido a convertir la cerámica en escultura.

De sus cerámicas, propiamente tales, unas son simples utensilios (ánforas, cántaros, candiles, cuencos, braseros...), otras adquieren un valor claramente simbólico (amuletos, especialmente, de tradición guanche) y otras, sin dejar de hacer referencia a la utilidad y al uso, incorporan, a favor de sus generosas proporciones, una inconfundible apariencia escultórica. Sin menoscabo alguno para aquéllas, en cuya práctica artesanal sigue empeñado, ha ido Juan Brito alzando el vuelo hacia otras formas de expresión, propias ya del arte, que le venían diariamente sugeridas tanto por el creciente tamaño de sus criaturas como por el procedimiento paciente, moroso, del modelado.

Esculturas son, en efecto, o familias de esculturas sus últimas creaciones, concebidas y plasmadas como versión popular de viejas tradiciones y leyendas de los guanches lanzaroteños: el poderoso rey Zonzama, su esposa, rebautizada popularmente con el nombre de Guillermina, la bruja Uga, por cuyas artes mágicas quedó probada, en juicio de Dios, la legitimidad y doncellez de la princesa Ico. Y es en estas familias de esculturas donde la asombrosa variedad cromática, nacida del barro y sólo del barro, al sol o a la lumbre, permite diferenciar minuciosamente los diversos aspectos corporales y las singularidades del atuendo y del adorno.

¿Quién es Júan Brito? Un hombre de campo, medianero en propiedad ajena y amigo de los astros y los días. Un día dejó la labranza para convertirse en el primer taxista que hubo en Arrecife, y otro día dejó el taxi para dedicarse de lleno a las artes populares y al cultivo (contó entre los fundadores del grupo lanzaroteño de cantos y danzas llamado Los Campesinos) de las más genuinas expresiones de su tierra. Un hombre del pueblo que, guiado por vocación y atento a viejas tradición artesanales, ha resucitado ejemplarmente y elevado a rango artístico la cerámica diferenciadora de su isla.

EL PAIS - 22/08/1976

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