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RACIONALISMO, ENCRUCIJADA Y ABSTRACCIÓN

COMÚN ENERO 1979 RACIONALISMO, ENCRUCIJADA Y ABSTRACCIÓN

“El neoplasticismo, como todos los derivados del cubismo, aún mantiene una influencia viva y positivamente operante”.Bruno Zevi.

El texto de Zevi, tajante y hermético, se limita, como puede verse, a enfatizar una afirmación, sin insinuar pistas ni sugerir conjeturas. Se abre y cierra a modo de paréntesis tornasolado, en el que el pasado próximo (el transcurso holgado de medio siglo) y el presente en curso (el hoy confuso y agónico) parecen de una parte, mantener sólido parentesco y sustentar, de la otra, los extremos de una clara contradicción o ,quizá, de una simple paradoja: la de quienes, impenitentemente adictos a la contestación, niegan la validez de aquellos supuestos originales en que se fundó la nueva estética, y no tienen inconveniente o escrúpulo en hacer suyos muchos de los resultados empíricos, o apoyar en ellos la proclama del arte conceptual, o suplantar la práctica abstraccionista (la más genuina experiencia plástica de nuestro tiempo), por un furtivo y anacrónico retorno a la figuración., y con pujos, por si fuera poco, de vanguardia.

Los tres grandes derivados del cubismo, a que alude Zevi (el De Stijl, el Bauhaus y el Constructivismo eslavo) se propusieron y lograron en sus días llevar hasta las últimas consecuencias la inicial experiencia picasiana, alumbrando en el campo de la pintura y de la escultura, el ejercicio de la abstracción (verdadera novedad o invención del arte de nuestros días) y sentando en el ámbito arquitectónico las bases del racionalismo, cuando no de todo el movimiento moderno. No deja a uno de parecerle contradictorio, según dije, o simplemente paradójico, que hoy sea moda y abuso poner en solfa lo que ayer (un ayer al alcance de la mano) fuera objeto de rendida admiración y emulaciones sin cuento. Cerrados los ojos a aquella vigencia y positiva operancia que Zevi no duda en defender, la novísima vanguardia no parece dar con otra salida a la supuesta oportunidad de sus propósitos que esta bifurcación ocasional: o la negación de la obra y la afirmación del concepto, o el retorno a la práctica figurativa y a la reminiscencia histórica, tanto en el área de las arte plásticas como en el específico apartado de la arquitectura.

En otras secciones de esta incipiente publicación, plumas más autorizadas que la mía se proponen plantear en sus justos y mas candentes límites del problema del racionalismo y su cotejo con los postulados de la tendenza, insinuando una revisión valorativa de lo que fue y lo que es el movimiento moderno en su complexión propiamente arquitectónica. Sin terciar para nada en el lance, y antes de acomodar mi comentario a su propio contenido, se me hace muy del caso esbozar alguna semejanza entre lo que en el campo de la plástica viene acaeciendo y de lo que nos es dado cotejar en el de la arquitectura, a tenor de estas dos elementales preguntas. ¿No halla el arte conceptual, y su actitud negadora de la obra, un cabal correlato en muchas de las actuales tendencias de la arquitectura imposible? ¿A qué obedecen las muy cacareadas corrientes arquitectónicas de recuperación historicista sino al mismo empeño a que atiende la neofiguración en el campo de la pintura y de escultura?

La cita de Zevi se me ocurre, pese a todo pesar, mil veces oportuna y suficiente, tal vez, para mostrar la patencia de estos dos hechos, más la contradicción que en sí mismos implican: que la estética moderna nació, de una parte, como fruto sazonado por una profunda investigación, en virtud de una hipótesis metodológica, traducida en obra nueva, en tanto el arte novísimo parece en buena medida ceñirse al aprovechamiento empírico, dando como propios supuestos teóricos los resultados de aquella investigación primera y supliendo el apoyo de la hipótesis creadora por el favor de una información puntual y abundantemente suministrada; y que el segundo y tercer decenio del siglo fueron, por otro lado, edad de innegable esplendor, en tanto el que vivimos lo es de saturación y decadencia. Vale la pena insistir en que el arte moderno nació del impulso, del genio, de verdaderos artífices creadores, de auténticos maestros, dándose además entre todos ellos una conciencia clara de la honda mutación sufrida (por el ímpetu de sus propias creaciones) en el contexto del acaecer contemporáneo, y subyaciendo, por último, a su común afán creador una realidad histórica, un substrato social político del todo coherente.

¿Son de algún modo equiparables la personalidad de aquellos pioneros, su conciencia histórica, su empeño investigador..., a la ambigüedad, a la desconexión y al empirismo elemental de muchos de nuestros artistas más actualizados? También valdría la pena insistir en la noción de ambigüedad, índice, posiblemente, y pauta del quehacer de nuestro tiempo, y extraer de ella dos acepciones antagónicas. No cabe duda de que la noción de ambigüedad ostenta hoy en el ámbito de las artes y de la cultura en general un matiz positivo, determinado por la extensión y comprensión de lo que los estructuralistas denominan campo intelectual, en cuyo ámbito se origina una verdadera identidad conceptual y lingüística, nacida de la universalidad de los planteamientos, la simultaneidad de las experiencias, la reciprocidad de los influjos, la síntesis enriquecedora de las contradicciones..., componentes, todos ellos, y generadores de un progresivo crecimiento dialéctico por saltos; un conocimiento universalizado a favor de los modernos cauces comunicativos y ajeno enteramente a todo énfasis subjetivista, muy capaz de resumir una nota esencial del saber contemporáneo.

Junto a este matiz positivo, justo es, sin embargo, subrayar otra especie de ambigüedad del todo negativa, favorecida igualmente por la profusión de los modernos medios informativos y rayana, casi por sinonimia, en lo promiscuo, híbrido, anodino, a merced de la costumbre, si no de la rutina. La estética moderna, a partir de la feliz alborada picassiana de 1907, ha desplegado históricamente su trama manifestativa que, al consolidarse en sucesivas síntesis, cada vez más simples y generalizables, ha estimulado prematuramente la pretensión de sedicentes artistas, hasta determinar un clima nefastamente ambiguo en que lo genuino y lo espúreo, lo obediente a investigación concienzuda y lo impuesto por sus resultados, lo debido a vocación y lo dictado por rutina, lo alentado por impulso creador y lo asignable a torpe remedo..., vienen confundiendo la sensibilidad de unos, la fe de otros y el pensamiento de no pocos, entre ellos el de los que juzgan, critican y programan.

Fácil ha sido a lo largo de estos últimos años, para cualquiera que se hallase en posesión de una sensibilidad medianamente cultivada y una puntual información, emular externamente alguna de esas síntesis que a sus creadores costaron titánico esfuerzo y expresión acorde —dicho con palabras de Kandinsky— con su verdad interior, y más fácil aún seguir la cadena sincategoremática de una imitación progresiva, sin atender al origen legítimo del primer eslabón ni a la definitiva clausura del último. Ahí, en el reino de la facilidad emuladora, en el imperio del plagio (reino e imperio deudores de sus vastas fronteras a la voz universal y peyorativamente ambigua de los grandes canales de la información), ha de buscarse el porqué de la insolente profusión de artistas al uso, de la inflación del arte. La simplificación paulatina y el carácter más y más generalizable de la estética contemporánea, lejos de suscitar la chispa de la creación en la mente lúcida y peculiar de unos cuantos buenos artistas, ha estimulado prematuramente, y al margen de toda concepción humano-vital, el alegre propósito de toda una caterva de plagiarios.

Puesta en tela de juicio la fuente original del racionalismo y de aquellos tres grandes derivados cubistas (el De Stiji, el Bauhaus y el Constructivismo ruso) que lo tradujeron en expresión renovada y en ejemplar ejercicio abstraccionista, los actuales epígonos de la novedad pretenden suplantar lo hasta ellos hecho, y bien hecho, o por un no hacer conceptualista o por un retrógrado proceder figurativo. En lo tocante a la primera de estas dos actitudes, no negaré que el confín luminoso divisado por la abstracción racionalista (y contrastado luego, felizmente, por la abstracción informalista) abonaba un campo, que ni soñado, para el estricto investigar, para el acto reflexivo, para el análisis riguroso de la forma ante, en y tras su instauración. Nadie dé, sin embargo, al olvido que fue la virtud peculiar de auténticos creadores, de verdaderos maestros, la que propició tal menester o acto de reflexión, harto tentador para cualquier propósito conceptualista: el incesante cercar, depurar y definir la noción formalizadora y el acto ínstaurador en el fieri mismo de la creación, tras lo creado y ante lo por crear, quedando de esta suerte la obra en una situación correlativa, interdependiente, respecto al concepto.

La historia del arte conceptual se ciñe, paso a paso, a la gradación (o degradación) de este trayecto: al predominio inicial del objeto sucede una etapa intermedia de equilibrio, para terminar imponiéndose el acto teorizante al objeto creado (es más importante —dirán los abanderados de la novísima corriente— el concepto que la obra). Y bien, amigos, esta senda ¿es ascendente o descendente? ¿Apunta a un nuevo confín poético o augura, si no delata, el poso de la decadencia? Edad es la nuestra claramente definida, en el campo creativo, por la saturación, de la que suelen ser secuela inevitable la intelectualización, el conceptualismo, el afán teorizante. Se quiere imponer el concepto a la obra. ¿Por intrínseca prevalencia de aquél o por agotamiento efectivo de ésta?

Muchos y de talla muy crecida fueron los artistas contemporáneos que, en una versión actualizada de renacimiento, acertaron a definir las fronteras de la nueva estética y acotar el campo de Marte de todas las vanguardias, terminando por reducir y aun liquidar el repertorio le la creación que ellos primigeniamente alumbraran. ¿No habrá sido esta mengua o saturación paulatina de la obra la que ha impuesto, con invencible determinismo y por cauce sucedáneo, el auge aplastante del concepto? Toda época marcada por la saturación, hermana de la decadencia, es proclive al intelectualismo y reacia a la creación, pródiga en intérpretes del hecho poético (en su más recta aceptación etimológica) y huérfana de poetas. Cuando la obra ha muerto oficialmente (o por proclama explícita de los novísimos), ¿qué otra cosa quedará en la interrelación antes apuntada, y cuál elemento constante de su tránsito hilemórfico, si no es la afirmación también oficial (u obediente a dicha proclama) del concepto?

Nada más natural, así las cosas, que la antedicha correlación entre obra y concepto, insinuada en los orígenes, equidistante en la plenitud del movimiento moderno e inclinada a la postre (a la postre decadente) en favor de éste por saturación o agotamiento de aquélla. La etapa decisiva y más digna de aquilatada atención sería, pues, la que acabamos de mencionar como de plenitud, distinguida por el fausto florecer de las más genuinas corrientes racionalistas y abstraccionistas (el De Stiji, el Bauhaus y el Constructivismo eslavo) y contrapesada, poco después, por el advenimiento del informalismo igualmente fundado en la abstracción. ¿Y tras ellas? El mero repaso de las novísimas tendencias (excluido ahora el arte del concepto) atestigua, por encima de manifiestos y proclamas, la pervivencia, más o menos latente o descarada, del constructivismo y del informalismo. Apenas el artista al día descuida un ápice de su actitud, viene a chocar con la red constructivista o con el embrión informal, o con precedentes aún más lejanos (cual ocurriera con el pop, cuya contextura descubría, al menor descuido, una oreja de Matisse, una mano de Léger o una formalización cromática de aquellas que idearon los cubistas órficos).

¿Qué otra solución le es dada (aludiendo ya, directamente, al arte conceptual) a la hora de silenciar o proponer, concebir o proyectar, sino el recurso a la meditación racionalista y a la pauta o medida que, con obra o sin ella, marcó para futuras generaciones, incluida la que quiera dárselas de supercontestaria o ultravanguardista? A manos del arte conceptual, estamos acostumbrados a ver una tabla apoyada en un muro con precisión, ritmo y cromatismo eminentemente colegidos del arte abstracto, salones desguarnecidos a tenor de leyes divulgadas por el constructivismo, objetos estratégicamente diseminados por las calles, obedientes a la pulcra interdistancia que Mondrian dictó en los mejores días del De Stijl...

Mucho más grave, a juicio mío, ha sido aún el intempestivo renacer de la 'figuración como hipotética y descabellada alternativa a la presuntamente fenecida floración del arte abstracto y con pujos, por si fuera poco, y según dije, de vanguardia. Exhaustas las ubres de la abstracción, mal asimilado y peor traducido el fenómeno pop, agotada igualmente la nueva figuración baconiana e interpretadas de cualquier modo las corrientes antiobjetualistas, lúdicas, minimales, o las derivadas del land art, del arte povera, de la estética del desperdicio..., sobrevino de golpe el asedio de los neorealismos. Como al acecho furtivo o en estado de estratégica latencia, o al amparo de lo que ha dado en llamarse favorable coyuntura, surgieron por doquier, y por vía de plaga, los neo, hiper o mágicorealistas. Secta cavernaria o cavernícola, semejantes hacedores de hiperrealidades han llegado al saco, sin genealogía presumible, haciendo suya la flora y la fauna, el mueble y el inmueble, el censo general de personas, animales y cosas: hiperrealistas de sillas, armarios e inodoros, de manzanas, granadas y maletas, de paños, almohadas, conejos amaestrados, gabardinas tornasoladas, vagones ferroviarios, periódicos satinados, lámparas incandescendentes, botellas etiquetadas, bolsas de plástico crujiente entre cuerdas, panes congelados, asépticos desnudos, rostros del museo de cera... y botes y más botes de tomate refulgentes como plata de la que cagó la gata.

¿Quiénes son? ¿De dónde vinieron? Proceden de la quiebra, y sus oficios oscilan entre la transparencia (entiéndase la proyección y copia minuciosa de una y mil diapositivas) y el anacronismo académico ladinamente resucitado (la ilusión tenebrista, la fijación del tromp l´oeil, el bonito juego de la escala , el calco, de la falsilla, de la cuadrícula)

La profusión del realismo a la moda tomó ocasión y origen, según acabo de apuntar, de la quiebra, y responden sus artimañas al declive de las artes abstractas cuyas primeras síntesis magistrales estimularon prematuramente a toda una caterva de improvisadores que se dicen autodidactas, en tanto que otras síntesis más cercanas y no menos magistrales (las de los Rothko, Newman, Reinhart, Noland, Louis...) abocaban a otros mil a la facilidad del remedo o a la iniquidad del plagio. De aquí vino la inflación abstraccionista, cuyo remedio perentorio quiere hoy descubrirse en el auge antagónico de estos neo-realismos que. por su propio abuso, acaban por fermentar, igualmente, su propia inflación, al tiempo que siembran el confusionismo (y esto sí que es verdaderamente grave) en la contextura y maduración de un lenguaje (propiamente contemporáneo y legítimamente autónomo) que el racionalismo y la abstracción habían logrado afirmar y definir con obras henchidas de una muy peculiar temperatura.

Desde el punto de vista lingüístico cabe decir que el problema de la temperatura en el campo de la comunicación adquiere, bajo aparente paradoja, un sentido preciso, nada ambiguo, a la luz de algunos escertivos de McLuhan, de cuyo núcleo fundamental, y en atención al tema aquí planteado, se desprenden unas cuantas consecuencias. La temperatura de un mensaje depende del mayor o menor grado de participación del lado de quien lo recibe. Se dice que un mensaje es caliente cuando los datos, en su totalidad o en la mayor medida, son suministrados por el emisor, y frío, si corre de cuenta del receptor el hallazgo, en análoga medida o totalidad, de los elementos de información latentes en el mensaje. En el primer caso, quien recibe el mensaje se limita a cumplir pasivamente su escueto papel de receptor, siendo prácticamente nula su participación comunicativa. En el segundo caso, trasciende su capacidad propiamente receptora, participa directamente del sentido del mensaje y se ve activamente implicado en la comunicación.

Pierre Guiraud, glosando a este respecto el pensamiento de McLuhan, propone algún ejemplo certero. El programa de una cadena de montaje (que es particularmente caliente) proporciona al obrero toda la información necesaria para su trabajo y le priva de toda posibilidad de elección, decisión y participación, en claro contraste con una técnica artesanal (eminentemente fría) cuyo proceso corre enteramente a cargo del artífice, de su ingenio o artificio, de sus reglas o recetas, de su directa participación. Desde semejante angulación, y ascendiendo al último grado del contraste, parece obvia esta preposición de Guiraud: La ciencia (más bien, la tecnociencia) es caliente, y las artes frías. En aquélla los elementos de la información nos vienen dados, ineludiblemente impuestos, siendo máxima la emisión de dichos datos y máxima también la pasividad del receptor. Contrariamente, en las artes (y más cuanto mayor es su grado de abstracción, de designificación), la explicitación de los datos es mínima, exigiendo del receptor, a la hora de acusar el sentido del mensaje, una atención esmerada que redunda necesariamente en auge de su actividad y consiguiente participación.

Traduciendo estos supuestos a términos lingüísticos, cabe ahora decir que los mensajes aumentan o reducen su temperatura en razón sólo de su mayor o menor posibilidad de codificación, originando, inversamente, dos tipos de experiencia: la inteligible y la afectiva. A medida que la una prepondera, decrece la otra: a medida que aumenta el aspecto intelectivo (por no decir intelectual), plenamente codificable, se reduce la capacidad afectiva, reacia a toda codificación. Guiraud ha acertado a exponer gráficamente la razón inversa entre mero saber (esencialmente codificable y masificable) y afectividad (refractaria a todo conato codificador y cifra de diferencia individual) a tenor de estos o parecidos extremos: cuanto mayor es la facultad de codificación, mayores son las similitudes sociales, el predominio del intelecto, el engranaje de una colaboración absolutamente pasiva, el dictado ineluctable de la tecnología..., y menores las diferencias subjetivas, la afectividad, la atención y participación individual, la posibilidad del arte..., y viceversa.

Nuestra cultura refleja, muy al vivo, el dramático contraste entre uno y otro extremo de esta relación inversamente proporcional. ¿Quién no sorprende en las manifestaciones culturales más actualizadas un recalentamiento de la experiencia intelectual, con el consiguiente menoscabo de la atención individual y el empobrecimiento de la iniciativa creadora? Dijérase que auge de la experiencia intelectual va paulatina y paradójicamente haciendo al hombre menos inteligente, al menos en cuanto a que individúo, al írsele suministrando el saber de forma más y más codificada, a merced de programas, sistemas, reglamentos, semáforos, convenciones, previsiones y promociones. El creciente grado de intelectualización ha hurtado al hombre su propia afectividad, su capacidad creadora, su facultad artística, su pertenencia a la vida, su instinto. «Aunque integrado en el plano del saber —escribe literalmente Guiraud—, el hombre moderno se encuentra desorientado en el del deseo.»

El reverso de la moneda nos viene (o nos vino) dado por la plenitud del arte moderno en su más genuina edad creadora y en la particular e inusitada floración de las tendencias abstraccionistas, alumbradas por obra y gracia del primer racionalismo, bajo el índice común de la designificación y enconadamente hostiles a los propósitos codificadores, difundidos y sistemáticamente aplicados en la otra ribera de la cultura contemporánea. Al mensaje caliente de la tecnociencia o tecnología o tecnoestructura..., a su despotismo emisor, el arte contemporáneo opuso sus mejores síntesis obstruccionistas, no representativas, eminentemente frías, difíciles, si no imposibles, de codificar y audazmente destinadas a suscitar la afectividad, el deseo, el instinto, la atención, la actividad y la participación comunicativa de parte del receptor, su retorno a la realidad, su adhesión a la vida. «En efecto —reconoce Guiraud—, las artes no figurativas (y por tanto, designificadas) representan una experiencia afectiva (...). Son artes realistas.»

¿Cuál ha sido la creación o expresión más característica de Ía moderna estética? La abstracción. El mero cotejo histórico ahorra argumentos. ¿Y dónde afincaban sus premisas y sus mejores logros las corrientes abstraccionistas sino en el estímulo de la participación comunicativa del lado del receptor? Lo que pocos señalan es que todas las variantes del arte no figurativo respondían a la pregnancia del pensamiento vitalista —Nietzsche a la cabeza—, a su denodada insistencia en que en la entraña de la vida, en su sola indicación o en el palpito de su raíz dionisíaca, se da el proceso primario del arte, su verdadera sustancia, correspondiendo a la representación apolínea el proceso secundario de la creación. El pensamiento vitalista, enfrentado sin tregua a toda codificación y aún a la simple aceptación del conceptualismo y del lenguaje constituido y secularmente heredado, entrañó la tajante negativa a cualquier intento de representación, proclamó el predominio de la afectividad, del deseo, del anclaje en la vida, del instinto (en sentido bergsoniano) y halló las mejores respuestas en las tendencias abstraccionistas o en su arriesgado empeño negador de toda representación, estimulando en el receptor su máxima capacidad de hallazgo, su participación comunicativa, su afirmación vital.

Bajo inexacta titulación de racionalismo, fue el pensamiento vitalista el que dio vía libre a la arriesgada exploración de la estética contemporánea, debiéndose achacar exclusivamente a su olvido la confusión o la impertinencia de muchas de las exégesis al uso, tramadas (a favor de exhaustiva información) en torno al suceso del arte de nuestro tiempo. Y ahora, cuando se hace otra vez patente el retorno al vitalismo (merced a la repesca de los Artaud y Bataille y a la obra de los Deleuze, Derrida, Kiossowsky...) y se repite por doquier el nombre de Nietzsche, ¿no resulta amargo y paradójico que los pregoneros de la moda se atrevan a rebatir su mejor traducción plástica y pretendan suplirla por la actitud conceptual o por la mera exteriorización de unos ademanes desenfadados e improvisados o por la representación (sea o no crítica) de los media o por la agobiante profusión de los neorrealismos (críticos o no), formas sucedáneas, a la postre, de la afectividad y de la vida, y necesariamente inmersas en el área de la codificación?

Ocurre, en efecto, que todas éstas y otras tantas y tan intempestivas manifestaciones entrañan formas estereotipadas —concluiré, no lejos del pensamiento de McLuhan— y, antes que artes, son entretenimientos, en posesión de una función simbólica cuyo objetivo (¡triste objetivo!) es representar situaciones afectivas y deseos rigurosamente codificados e investidos de una significación de la que, justamente, carecen en la vida real. Si, de una parte, negamos las artes abstractas, no representativas ni codificables, pese a la vigencia del pensamiento que acertó a alumbrarlas, y proponemos, de otro lado, y ante la hegemonía de la codificación tecnológica, formas y expresiones que son de su dominio, ¿no iremos a dar de lleno en la encrucijada?





COMÚN - 01/01/1979

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