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EL CINCUENTENARIO DEL PRIMER MANIFIESTO SURREALISTA (IV)

El cincuentenario del Primer Manifiesto Surrealista (IV)

Por Santiago AMON

“Uno, que en los peores tiempos y desde los dieciséis años no tuvo vergüenza en decir que era surrealista, está viendo ahora que muchos movimientos de vanguardia —a veces tan llamativos en su momento como el 'pop'— son algo definible con possurrealismo. Es decir, que, históricamente, ese arte es consecuencia directa de lo anterior (...) y no una ruptura. Da la casualidad de que los gestos y actitudes estéticas más vigorosas de este tiempo son possurrealistas. Esta afirmación, para los quisquillosos, es materia para meterse en las babeles bizantinas más inextricables, cosa posiblemente entretenida, pero inútil."

El texto precedente, recién dado a la luz, responde a la firma de un surrealista de pro, Francisco Nieva, quien desde los tiempos difíciles (remóntese el lector al cabo mismo de la guerra civil y relacione su nombre con el del poeta Eduardo Chicharro, bien llamado Chebé) ha venido mostrando, a contrapelo del consabido anacronismo estéticonacional, una tarjeta de identidad fiel a si misma y no poco esclarecida en cuanto a sus orígenes, en los que tiene su arte y su buena parte el Surrealismo con mayúsculas. Dados de lado juegos y puntillismos bizantinistas, posiblemente entretenidos y perfectamente inútiles, quiero valerme de las razones de Paco Nieva sólo por corroborar un extremo que yo apuntaba en la primera entrega de esta serie: la vigencia palmaria (al amparo de nuevas y más o menos felices adjetivaciones y bajo capa engañosa de tajantes rupturas) del surrealismo en la práctica del arte "a la última".

Hecha la cuenta y recuenta —venia yo a decir en aquel comentario— de las corrientes más características del arte contemporáneo, son dos las que hoy se nos dan como más investidas de vigencia: el dadaísmo y el surrealismo. La razón que traía en mi apoyo era el hecho simplicisimo de que ambas tendencias entrañaran, desde sus orígenes, una

actitud vital antes que una práctica artística. Frente a la aportación fehaciente de nuevas técnicas y modalidades expresivas por parte de las demás corrientes vanguardistas (fauvismo, cubismo, expresionismo, constructivismo, informalismo, cinetismo...), los surrealistas y dadaistas confiaron lo mejor de su audaz aventura a la llana proposición de una actitud vital, que ni se agota en su ejercicio ni tiene por qué concluir en práctica académica. De aquí que la complexión del surrealismo haya admitido fórmulas y experimentos harto dispares, por no decir contradictorios, y también que, omitida su literal denominación o suplida por otras advocaciones más actualizadas, siga su gesto subyacente, su vigorosa actitud, latiendo bajo fórmulas y experimentos novísimos.

¿A cuántos y cuan dispares manifestaciones —preguntaba yo en aquella ocasión— no les es aplicable el apelativo surrealista? ¿Y a cuántas otras tendencias del hoy en curso que eluden (o por más que eludan) el nombre, digamos, oficial, no se les descubre, sin mucho escarbar, el calco material del surrealismo? "Da la sensación —concluiríamos con Francisco Nieva—, en verdad, que el rico y prometedor —el nunca exhausto— surrealismo, partido en dos pedazos, ha sembrado cantidad de estilos que sólo son irreconocibles porque así lo quieren ellos. Ciertamente que representarán a su tiempo, a su modo dirán algo inédito, pero todos son hijos de tal padre. Hubo demasiado empeño en la pintura 'pop' en negar lo que le venia del 'collage' practicado desde Max Ernst hasta Duchamp, pasando por Picabia y por el mismo Picasso. El vitalismo y la irracionalidad del 'pop' no tenían otros antecedentes..."

A favor de esta tan palmaria continuidad de la práctica surrealista (por más que los adjetivos varíen y se remocen las etiquetas) y del ejemplo mismo propuesto por Nieva, voy a centrar esta cuarta entrega en torno al "cincuentenario del Primer Manifiesto", en el campo y ejercicio de las artes plásticas en general y, muy particularmente, en el arte de la pintura. En los tres comentarios anteriores, el origen, el despliegue y el alcance del surrealismo quedaron confiados a los términos de su propia historicidad, a los extremos, ya rituales, de su habitual consideración filosófica y al rescate, por parte mía, de otras angulaciones y criterios históricamente adecuados o adecuables y comúnmente omitidos. Este último capitulo quiere atender rectamente, y con exclusividad, al ámbito de las artes y más sucintamente al arte de la pintura; que, a fin de cuentas, fue en él donde el surrealismo afincó uno de los orígenes más divulgados y alentó obras que, en su innegable diversidad, no dejaron de reconocer una paternidad común, para terminar siendo engañosamente emuladas e incluso plagiadas a título pretencioso de novedad y de ruptura.

¿Hay algo más incongruente y anacrónico que remedar un objeto manufacturado de Duchamp, o un objeto rectificado de Man Ray, o una máscara fotogénica de Magritte, en vez de profundizar en la actitud general que alentó la empresa de dadaistas y surrealistas y darla por renovable con mayor alcance y mejor augurio? La innegable continuidad del surrealismo y del dadaísmo no debe entenderse, de ningún modo, como camuflada reiteración de unas obras que en sus días merecieron titulo de surrealistas y dadaistas (y hoy se acogen a la novedad a la ingratitud de nombres novísimos), so pena de incurrir en el grave error de identificar, como viene ocurriendo, la validez de una actitud vital con el remedo solapado de unos productos más o menos consecuentes o dimanantes de ella, hasta convertir en obra académica lo que nació como repulsa a todo academicismo, como negación tajante de todo orden preestablecido, como simple y audaz grito liberador.

Si aquí se ha venido negando la constancia real de un arte surrealista en la acepción tradicional del término (cúmulo de normas destinadas a un acto perfectivo) e incluso de obra surrealista como un producto único y peculiar u obediente a los postulados de una escuela (en el sentido, por ejemplo, en el que hablamos de cuadro cubista), ¿cómo habremos ahora de aceptar (por más que sus autores invoquen inconformismo y ruptura) la novedosa reiteración de ese presunto arte y la presencia agobiante de unas. obras que se dicen congruentes con sus supuestas premisas, en vez de hacernos eco de la arriesgada actitud vital que tuvo la virtud de alumbrarlas, como pudo y podrá alumbrar otras muy diversas e incluso antagónicas? Diríamos, llevada a este extremo la cuestión, que Marcel Duchamp entraña la imagen del verdadero revolucionario, en tanto que Jim Diñe, "verbi gratia", es, bajo capa de neorrevolución, un académico en sentido estricto. Cabe igualmente agregar que Max Ernst y André Masson fueron auténticos innovadores, mientras que los Schroder-Sonnenstern, Albright, Blume, Hausner, Lehmden, Seligmann, Wunderlich... y, sobre todos ellos, los definidores generales del "pop", no pasan de ser respetables epígonos.

Hecha esta oportuna salvedad y acentuando al máximo el hecho de que venga siendo de obra o de emulación empírica, no de actitud, la continuidad o consecuencia directa del surrealismo (traducida en aquellas prácticas possurrealistas de que hablaba Nieva y refería, sin pelos en la lengua, a muchos movimientos vanguardistas, encabezados por el pop) intentaré ahora, y lejos de todo propósito estadístico o erudito, proponer a mis ojos y a los del lector la panorámica histórica de la pintura surrealista para ver cual de sus innúmeras especies acertó a plasmar con mayor verosimilitud y mejor arte aquella intención más genuina, medular, de todos sus manifiestos: el acudir a la vida sin mediaciones y transcribir su pulso sin rodeos, la reconstrucción del yo, la reconciliación del hombre consigo mismo y con sus facultades latentes y habitualmente castradas (a la cabeza de ellas, el deseo) que lo vinculan sin mediaciones al tránsito de su propio vivir y existir aquí y ahora.

¿Es lógico pensar que la realización pictórica más próxima o afín a los postulados fundamentales del surrealismo no se viera inscrita en el padrón oficial de la escuela ni mereciera nombre ni condición legal de surrealista? La diversidad misma o la discrepancia de expresión de parte de los correligionarios y prosélitos (y de parte de otros muchos que acogieron y compartieron de buen grado la "buena nueva", más por congruencia histórica y afincamiento vital que por explícita o solemne confesión) bastaría para corroborar el extremado carácter de actitud general, propia del surrealismo, y su mínima o nula aportación técnica o la más remota condición de escuela. ¿Y no había igualmente de servir para dar por muy razonable la posibilidad, al menos, de que fuera otra corriente no surrealista, en sentido histórico, la que acertó a convertir en obra, y obra bien hecha, muchas de las exigencias y propósitos del surrealismo? Mi respuesta es decididamente afirmativa. Bien pudiera asimilarse tal corriente al "expresionismo abstracto", no distando mucho esa obra bien hecha de alguno de los singulares experimentos de Jackson Pollock.

"El surrealismo —había escrito Nadeau, como confirmando la posibilidad mencionada— no es una modalidad de expresión nueva o más fácil (...); es un medio para liberar totalmente el espíritu y todo lo que se le parece". La generalidad de este texto excluye de la práctica surrealista el más remoto carácter de escuela y, al propio tiempo, admite cualquier experimento imaginable (oficial o libre) que procure dicha liberación. ¿En qué se cifra. al margen de cánones académicos y recetas escolares, y cómo se provoca semejante acto liberador? "Surrealismo —explica Bretón en su Primer Manifiesto— es automatismo psíquico puro, mediante el cual nos proponemos expresar, bien sea verbalmente, bien por escrito o en otras formas, el funcionamiento real del pensamiento, es el dictado del pensamiento en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, más allá de toda preocupación estética y moral."

He aquí, pues, el término decisivo en la práctica surrealista: automatismo psíquico puro, que implica la renuncia a toda suerte de control desde los niveles de la conciencia, así como de los preceptos del arte y las normas de la moral. A contar de él, en buena consecuencia, deben calibrarse y traer a juicio oportunidad e incongruencia, aciertos y equívocos de la expresión surrealista. ¿Atendieron a la pureza del automatismo los más de los pintores surrealistas propiamente dichos? No. Y no se nos venga con la consabida cantinela de que la pintura no dispone, para la pura expresión automática, de análogas posibilidades a las de la palabra. Sabemos muy bien que tales argumentos son, bajo apariencia de razonabilidad, meras evasiones o necesidad acuciante de paliar el hecho indiscutible de que muchos de los pintores surrealistas emplearán sus artes y sus oficios en la consumación de "composiciones figurativas", basadas en la mediación y en la representación, cuando no en la lección explícita de la academia, pese a la pertinaz proclama antiacadémica de todos ellos.

También se ha invocado en favor de esta presunta deficiencia o minusvalía de la pintura y en defensa, sobre todo, de sus protagonistas, la conocida afirmación de Pierre Naville, dada a la luz en 1925: "No existe una pintura surrealista". Otro es, sin embargo, el sentido recto de tal opinión, no poco dispar del que suelen asignarle los fervientes y "bienintencionados" encubridores. No existe, en efecto, una pintura surrealista —así lo hemos venido repitiendo a lo largo de estos ensayos— en el sentido de que no responde a unas normas de academia o escuela, capaces de conducir el quehacer creador hacia un fin perfectivo, ni se ajusta a una técnica peculiar que facilite, los medios y oriente la andadura, lo cual en modo alguno quiere decir que sea inviable, en la práctica pictórica, la exigencia más o menos pura del automatismo, de la no mediación, de la no representación, de la tajante exclusión de todo proyecto finalista o plan preconcebido o visión anticipada de la obra.

El equivoco venia de más hondo y respondía, realmente, a la errónea visión bretoniana del problema. Es de saberse que el "sumo pontífice" del surrealismo replicó a Pierre Naville, defendiendo fervorosamente a los pintores surrealistas más académicos y ensalzando sus divertidas "composiciones" (oscilantes. de hecho, entre la ilustración de un relato de aventuras y las sublimes reglas del "juego de la oca"). Resulta inconcebible que Bretón ignorara de plano por dónde iban los tiros y las intenciones de algunos de los mejores pintores surrealistas (los afanes, concretamente, de Max Ernst, el más grande o, al menos, el más previsor de todos ellos) y de los verdaderos pioneros del arte contemporáneo, de los más adictos a la no mediación, a la no representación, al concurso aleatorio..., términos y conceptos que de los postulados capitales del surrealismo iban a desprender y verificar muchas de las corrientes abstraccionistas (aquella, en especial, que alentó el genio de Jackson Pollock). Inconcebible, en efecto, y harto contradictorio parece que Andró Bretón escribiera (¡en 1935!) estas palabras : "El daño más grande que amenaza al surrealismo hoy es... que todo tipo de productos, más o menos discutibles, tienden a ocultarse detrás de su etiqueta; asi como obras de tendencia abstracta en Holanda, Suiza, Inglaterra, según las últimas noticias, establecen relaciones equivocas con las obras surrealistas."

¿Es acaso licito aplicar el mismo rasero a las composiciones académicas de Dalí (aunque él las llamara "imágenes paranoicas"), a las decadentes estampas de Delvaux, a los perspectivismos renacentistas (calidad al margen) de Giorgio de Chirico, a las ingeniosas fotogenias (sombreros incluidos) de Magritte..., que a los procesos de automatismo de Masson o a las venturosas perspectivas que abrían los frottages de Max Ernst? La distinción, a juicio mío, ofrece pocas dudas. De los primeros queda, desde una estimación actual, el mejor o peor grado de realización técnica, formal, plástica, "académica"..., en tanto que de los experimentos de Masson y Ernst (aun reconocida la superior facultad creadora del último) habia de arribar, afortunada e irremediablemente, a buen puerto, la mayor y mejor parte del "expresionismo abstracto" y, con él, las magistrales creaciones de Jackson Pollock.

"El surrealismo —escribía yo, el año 1969, refiriéndome a los del primer grupo, en un extenso ensayo en torno al arte de Antonio López García— ideó un deleitable juego fundado en la simultaneidad contradictoria de los accidentes y presidido por el intento de provocar sorpresa en el ánimo del contemplador. Los objetos, transmutados en cuanto a la relación espacial y temporal (por su situación en el lugar inusitado o por su disposición intencionadamente anacrónica), y el escenario mismo, hábilmente subvertido (en el capricho de las proporciones, en la hipérbole de la perspectiva, en el sobresalto del color, en el artificio de la luz y de la sombra), procuran al espectador una vaga sensación de misterio, una suerte de espejismo, que una contemplación más serena y detenida pone al descubierto." El proceso creador, la mediación técnica y los resultados de esta práctica surrealista (absurdamente defendida por Bretón frente al posible automatismo de algunas tendencias abstractas) eran de estirpe netamente canónica u obediente al proyecto finalista, al plan preconcebido, a la visión anticipada de la obra.

Se trataba, realmente, de ilustraciones académicas en torno a un supuesto universo onírico.

En el ensayo antedicho, del año 69, incluía yo en la misma critica, y por análogas razones, aquella otra derivación figurativa del surrealismo que dio en llamarse "pintura metafísica" y, con ella o a partir de ella, otras manifestaciones semejantes que con el tiempo habían de verse bautizadas con el nombre de "realismo mágico". "Verdad es —escribía entonces— que estas obras llegan a veces a revelarnos el tránsito poético de las cosas desde su intima presencia, pero una nebulosa ambiental, no poco artificiosa, y ciertas, aunque leves, deformaciones constructivas tienden a evocar, de forma literaria, el umbral del sueño, a trocar la manifestación viva e inmediata del ser por una metáfora de ascendencia onírica: las figuras se recortan en sucinto esquema, se hace hierático el ademán hasta sugerir la alegoría del tiempo detenido, y el medio envolvente, enmarcado por la ingenua geometría de fingidas arquitecturas, aparece incontaminado, aséptico, ámbito ideal para la fosilización de la vida" (o para la inefable tramoya del museo de cera).

En cualquiera de estos casos (utopía y artificio incluidos), la pintura surrealista, muy lejos de aproximarse a la más vaga acepción del automatismo, concluyó en asunto metafórico, alegórico, literario. Lo real obedecía (de acuerdo con el patrón "oficial" o con la premisa "metafísica" o "mágica" o "paranoica"...) a la aplicación sistemática de la norma académica, en tanto que lo surreal se limitaba a adjetivar los objetos y las circunstancias con aparente y desenvuelto arbitrio que en

verdad era juego calculado, aglomeración y soledad pulcramente combinadas, suma y resta sin error posible o imaginable, densidad y vacío circunstantes provocados con toda premeditación. "Surrealismo es automatismo psíquico puro", había escrito Bretón en su Primer Manifiesto. ¿Cómo compaginar esta extremada definición del surrealismo con la defensa a ultranza de sus especies más académicas y menos proclives a la práctica de cualquier proceso automático?; ¿es que realmente no los hubo, al menos en propósito?

Sí. Los hubo, y en justicia deben relacionarse (hecha abstracción de la calidad y magisterio de cada uno) con los experimentos de Max Ernst y André Masson, cuya ascendencia respectiva no es osado adivinar en los descubrimientos decisivos (decisivos para la floración surrealista) del romanticismo alemán, y en el sustrato de la filosofía vitalista, decisiva también, según se vio, en el desarrollo y alcance del surrealismo. Si automatismo expresivo y propósito liberador resumen los propósitos primordiales del surrealismo, merecerán nombre genuino de surrealistas quienes, como Ernst y Masson, pugnaron por convertirlos en realidad pictórica. No sin razón, Jean Cassou, tras haber vinculado sus artes a "las fuentes ricas y frondosas del romanticismo alemán", ha escrito acerca del primero:

"Como poeta, como artista y como creador, se entregó Max Ernst a las rebuscas del automatismo plástico que son sus frottages, a esos acercamientos fortuitos con vistas a una identidad esencialmente poética que son sus collages; se ha entregado a todos los excesos de imaginación que ordena la doctrina surrealista."

Por lo que hace a Andró Masson, hemos de consignar que su consideración oficial o acostumbrada de "pintor menor" le ha restado buena parte de su consecuente proceder para con las premisas fundamentales del surrealismo y buena parte también de sus logros. La imperiosa razón vital que animó sus experimentos, el subsuelo de la filosofía más coherente con las intenciones surrealistas en que aquéllos se produjeron, y su sueño indeclinable de lograr el anhelado automatismo expresivo, exigen una más cuidada atención a su nombre y a su ejecutoria. "La experiencia de Masson —agrega el autor mencionado— es la de un artista de gran complejidad intelectual y cultural, que acogió el surrealismo y lo vivió en su tiempo. Lo acogió por razón vital y por todos los efectos liberadores que había de sentir." ¿Y no son éstos, precisamente, los dos ángulos más cabales y oportunos (razón vital y efecto liberador) a la hora de definir el gesto crucial, la actitud vigorosa, del surrealismo?

Aquí concluye esta entrega, reservando para otra, inmediata y última, el feliz designio que tanto la razón vital, y el ánimo liberador, propuestos empíricamente por Masson, como los procesos de automatismo llevado a la práctica por Ernst, habían de imprimir en la aventura del "expresionismo abstracto" en general y, particularmente, en las luminosas experiencias de Jackson Pollock. Frente al poco agradecido silencio y al remedo sistemático de los "novísimos", nunca ocultó Pollock ;su adhesión a la tentativas del surrealismo, traducidas en obra nueva. Romper con la esclavitud de la conciencia era para él liberar las ligaduras de la expresión y hacer que esta liberación tuviera su correspondencia en el lienzo. Digo correspondencia, y no copia, por dar a entender que la compleja organización ;de las obras de Pollock no obedece a la puerilidad del rapto inconsciente ni reproduce todas sus características. Se da únicamente una selección de correspondencia entre el reclamo , subconsciente y el plano de la conciencia (o entre ciertas apariencias informales y ciertos contenidos pictóricos), nada atentatoria ni contra la libertad de los materiales ni del artífice ni del propio proceso creador.



GAZETA DEL ARTE - 28/02/1975

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