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RECUERDO DE BRANCUSI

“Brancusi ha elegido una tarea terriblemente difícil: congregar todas las formas en una sola”. Quede confiado a la glosa de este testimonio de Ezra Pound la oportunidad de homenaje al escultor rumano, en el centenario de su nacimiento, y extendido su alcance al obstinado principio de unidad que rigió lo diverso de su hacer y al no menos obstinado afán de independencia y compromiso con la vida a que se atuvo la suya.

Nacido en Pestisani Gori (Rumanía), ingresó a la edad de once años en la Escuela de Bellas Artes de Bucarest, iniciándose desde entonces en el ejercicio de la escultura, cuya univoca llamada, o vocación en sentido estricto, guiaría sus pasos (y nunca más literal el dicho si se tiene en cuenta que fueron a pie los más de sus viajes) por Alemania, Austria y Suiza, hasta su llegada a París, el 14 de julio de 1904. Vivió y trabajó habitualmente en la capital francesa (donde la excelencia de su voz le hizo en los comienzos compartir sus nobles artes de escultor con litúrgicos oficios de diácono) durante los veinte años que antecedieron a su exposición monográfica en Nueva York, sin que sus posteriores y fugaces correrías por Norteamérica. India, Italia... y la Rumania natal, dejaran inequívocamente de devolverlo a París. Y allí murió, en el ruinoso taller, convertido hoy en museo del callejón Ronsin, el 14 de marzo de 1957.

Anécdotas y sentencias

A los dos años de incardinación en el censo parisiense, protagoniza Brancusi un episodio no poco significativo, cifra de su arriesgada independencia y adhesión a la vanguardia. Cautivado por la novedad de sus obras primerizas, Rodin le invita a colaborar en su taller. Dadas de lado seguridad de vida y posibilidad de fama, no duda Brancusi en declinar la oferta tentadora del viejo maestro, para aceptar la amistad y compañía, y con ellas la penuria, de otro joven independiente y vanguardista nato: Amadeo Modigliani.

Vida y obra de Brancusi entrañan una abierta proclama de independencia. ¿No es palmaria excepción el que, en una edad esencialmente caracterizada por la floración de movimientos e ismos, jamás se viera incluido su arte en ninguno de ellos, aunque su firma figurase al pie de algún que otro manifiesto colectivo? Incomprendido del común y admirado por un puñado de auténticos creadores, Brancusi se nutrió de su experiencia interior, dejando, de puertas afuera, la gracia de un anecdotario peregrino y contradictorio del que a seguido se ofrecen un par de ejemplos.

En 1920 expuso en París su controvertido Retrato de MII.X. que en el acto había de merecer inapelable descalificación y su urgente retirada de la sala, en atención a su ¡notoria obscenidad! Poco menos que incomprensible nos resulta hoy que el más duro, posiblemente, y ecuánime de los artistas contemporáneos fuera en sus días objeto de sentencia gubernativa, veladora de las buenas costumbres. ¡Proscrito, por obsceno, quien había dejado dicho: «¡Lo bello es la equidad absoluta!»

En la otra anécdota, más divulgada, la sentencia fue judicial. Con ocasión de la antes citada exposición en Nueva York (1926), la aduana norteamericana, no se sabe a tenor de qué rara inserción en el campo intelectual de la época, retuvo una escultura de Brancusi (¡nada menos que El Pájaro en el espacio!), considerándola metal fraudulentamente introducido en USA. Y hubo de ser un juez (no el director del Metropolitan) quien accediera a su benévola estimación como obra de arte.

Independiente y comprometido

«¿Por qué la supremacía de Brancusi?», preguntaba yo a Chillida en reciente entrevista, aparecida en Revista de Occidente. No se hizo esperar la respuesta de nuestro escultor: «Por la rectitud inquebrantable de su conducta o por la coherencia ejemplar de su arte para con su vida (...). Fue la rectitud de su conducta la que le permitió hacer lo que hizo (—). Brancusi llevó las cosas a sus últimas .consecuencias, no sólo a nivel plástico, sino a nivel de vida».

Pero volvamos al texto de Pound o a aquella terriblemente difícil tarea que, ajuicio suyo, asumió Brancusi: reunir todas las formas en una sola. Prisionero voluntario en las cuatro paredes de su taller y convirtiendo en convivencia el acto de su vida y el de sus criaturas (tan próximas a su pulso e inseparables compañeras de su propia costumbre), llegó Brancusi a concebir la cantidad y cualidad de cada una de ellas como formas o momentos singulares de una obra única.

No menos válido parece el comentario de Pound, referido, una por una, a la radiante continuidad la mayor parte de las obras de Brancusi. El ejercicio de la talla directa por el que trocó, en 1910, la vieja práctica del modelado, el prodigioso trato de los materiales, lo extremado de su pulimentación de cara a la recepción, reflexión y expansión de la luz de todos sus corpúsculos, la no solución de continuidad entre la estatua y su basamento..., y el juego de aquella inverosímil curvatura que condiciona la milésima de cada semicírculo a la visión del total, ¿no terminan por fundir la diversidad de los fragmentos en la unidad de cada obra?

Como el carbunclo milagroso del poema medieval de Jean de Meun, que en la unidad de su cuerpo y fulgor refleja y compagina la diversidad de sus facetas, así cada cual de las esculturas de Brancusi. Todo en ellas es uno y vario y continuo, expandiendo y congregando, sin tregua o solución, las distintas facetas de una misma y sola génesis formalizadora, desde la entraña a la piel de cada una de las criaturas. «Podría decirse —concluiremos con Pound— que cada uno de los miles de ángulos, bajo los que se considera la estatua, tiene una vida propia.»



El espacio del arte

En 1937 concibe Brancusi un conjunto escultórico en que su obsesión de congregar por el arte lo diverso de la naturaleza se va a ver plasmado en el parque de Tugurju, poblado próximo al de su propio nacimiento. Un mismo aliento creador asentará en la pura interdistancia del vacío la pertenencia reciproca y varia, en cuanto a un espacio único, de una serie de esculturas (La Puerta, El Beso, La Mesa y La Columna sinfín, de treinta metros de acero) que él venia madurando y dando a la luz, en escala reducida, desde 1912.

Tan lúcido resulta este conjunto monumental y tan acorde con la idea de condensar en la unidad de la obra la multiplicidad de sus aspectos, y con su misma interpretación filosófica, que no parece sino argumento y ejemplo de la definición que Heidegger propone acerca del espacio del arte: “Una encarnación de lugares que, abriendo y resguardando una comarca, proporcionan, mutuamente congregados, algo libre y capaz de conferir a las cosas, en su mutuo referirse, una permanencia y una morada al hombre en medio de ellas”.

EL PAIS - 27/06/1976

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