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EL ESCULTOR PICASSO

«A un a sabiendas de que el arte no es materia competitiva y que están por demás en su confín primicias y exclusividades, valga como comienzo de la conversación esta llana pregunta: ¿Quién es para ti el mejor escritor de nuestro tiempo"? —«Picasso y Brancusi». Tales eran los términos iniciales de una entrevista que mantuve hace casi cinco años («Revista de Occidente". Enero. 1976) con Eduardo Chillida. Y si ahora vienen textualmente al comentario es con el ánimo de anteponer al mío el juicio que a uno de los escultores más representativos (por no decir el más significativo) de la hora presente merecía y merece, en cuanto que escultor. Pablo Picasso. En la estimación de Chillida, únicamente el rumano Brancusi (de cuyo reconocimiento universal huelga la duda) resulta equiparable al español Picasso en las artes y oficios del esculpir y el modelar.

¿Otros testimonios? A la cabeza de ellos (no careciendo de elocuencia y gravedad el transcrito) venga el de Julio González, tanto por ser exponente fidedigno y magistral de la escultura contemporánea como por haber conocido y vivido más de cerca que nadie los quehaceres y saberes picassianos en el empuje de un arte que durante no poco tiempo les fue común, y por apuntar, sobre todo. al corazón del enigma en que posiblemente se centra y condolida la expresión de nuestro inmortal. «A mi juicio —dejó escrito en su día Julio González—, el lado misterioso, el centro neurálgico, por así decirlo, de la obra de Picasso está en la escultura.»

Dell lado de la crítica, y pese a pocas discrepancias de interpretación. prevalece la unanimidad del elogio (frente al desconocimiento de parte de las gentes, y aún más de gentes españolas). Elegiré, de entre otros más un texto recientemente dado a la luz ("El Correo de la UNESCO». Diciembre. 1980) por Julián Gallego, cualificado experto en la materia: "Si por desgracia desaparecieran todas las demás creaciones picassianas (pinturas, dibujos, estampas, cerámicas), las esculturas bastarían para seguir situándolo en la cumbre de la historia del arte de nuestro tiempo.»

Disculpe el lector el repetido recurso a la cita ajena, o entienda que lo hago por no dejar desamparado el acento de la mía. tal cual quedó impreso en una extensa monografía ("Picasso». Edicusa. Madrid. 1973), cuyo epilogo decía así: "Ocho son en fin, los nombres de Picasso y otras tantas las formas (ojos del gótico, ojos del bizantino, de la mascara precultural, de Pompeya, de Egipto, ojos de Altamira, ojos del Pantocrator, ojos del Demiurgo...) de su visión histórica y prehistórica. coincidentes también en un solo ángulo de atención y de adivinanza: la del espíritu de su tiempo. Y sobre ellos y frente a la sombra de una sola censura, un elogio más (...). esbozado aquí en tres ocasiones y digno de todo un tratado en lo escueto de esta proposición: Pablo Picasso ha sido uno de los mas grandes escultores de nuestro tiempo.»

¿En que sentido y con que alcance? Desde el punto de vista cuantitativo, pocos artistas han legado a este o cualquier otro tiempo un repertorio tan nutrido de creaciones escultóricas, ¡seiscientas sesenta y cuatro esculturas integran el catalogo picassiano! cifra realmente asombrosa para un quehacer que alguien sigue considerando marginal y a la que pocos escultores se han acercado ni aun con dedicación, digamos, exclusiva. Desde que en 1912 alumbrara la primera de ellas, rara será la época propiamente dicha que vaya a quedar en blanco. Sepa el adicto a la estadística que en la lectura pormenorizada del curriculum picassiano apenas nos es dado contar ocho años ajenos al diario ejercicio del tallar, del modelar y el fundir, estos concretamente:1904, 1910-11, 1922-23, 1925, 1927 y 1972. Pura el resto vale decir que la labor escultórica de Picasso se reparte con mayor o menor profusión e intensidad, habiendo etapas (1906-1907, 1930-1935... y. especialmente, entre 1943 y 1950) en que la práctica de la escultura llega incluso a preponderar sobre la de la pintura.

Lo más indicativo y sugerente de esta ejemplar dedicación pocas veces interrumpida y otras muchas sobresaturada. es la clara paridad con que pintura y escultura surgen de su ingenio y de su mano, trasunto la una, en no pocas ocasiones, y correlato de la otra. No, no se hace difícil cotejar las pinturas picassianas de la época barcelonesa con la escultura que lleva por nombre Mujer Sentada, fechada en 1902, del mismo modo que la época azul halla su equivalencia escultórica en obras como el Picador con la nariz rota o el Cantante ciego, y la época rosa se ve escultóricamente traducida en el Bufón o en las soberbias cabezas de Alice Derain y de Fernando Olivier. Los estudios preparatorios de las Señoritas de Avignon tienen por espejo, a lo largo de 1906, bocetos y mas bocetos escultóricos que someten a riguroso análisis la estatura y la faz del hombre.

Un año antes de perpetrar la demolición de la vieja imagen y semejanza (eso y no otra cosa son las Señoritas de Avignon), Picasso se entrega febrilmente al ejercicio de una nueva figuración, antesala de la que había de serlo de todo el arte contemporáneo. Es la edad del retrato frontal, austero y agresivo expuesto con toda crudeza a los ojos del contemplador: la edad del autorretrato descarado y de un sinnúmero de dibujos autobiográficos, obedientes todos a una misma actitud humana renacida y colmada de presagios. ¿Y no resulta del todo equivalente, por apariencia y constancia autobiográfica, la serie de cabezas y relieves de ese decisivo 1906? Al año siguiente quedarán definitivamente conclusas las Señoritas de Avignon de cara a los nuevos; tiempos y fielmente contrastadas en esculturas del corte aleccionador de la Máscara, el Hombre en pie, la Figura simétrica...

Imperiosamente incitado a volcar en el espacio real la sistemática meditación del plano y por el plano. Pablo Picasso acertará a trasladar el ejemplo de las sucesivas etapas pictóricas al campo abierto de la escultura. A veces y de forma igualmente ejemplar sucederá lo contrario. Tal es el caso de las cuatro cabezas de Boisgeloup (realizadas en 1932 que si tenidas son por arquetipo escultórico de. la modernidad, dejarán, a su vez, honda huella en la pintura picassiana de ese tiempo y de otros muy posteriores. El análisis riguroso y progresivo de esas cuatro colosales cabezas de mujer irá paso a paso a dar en la síntesis perfectiva de la propia practica escultórica…,y de unos cuantos capítulos pictóricos. Pocas veces conoció la historia del arte como en el auge de las cuatro cabezas de Boisgeloup, un proceso semejante de superación, de síntesis. Si la primera de ellas —cabe decir, no lejos de Werner Spies— se nos ocurre exponente de la belleza ortodoxa hasta hacernos recordar el esplendor clásico del templo de Zeus en Olimpia, las otras tres vienen a destruir justamente esa mi imagen clásica en un asombroso atentado superador.

¿Todas las épocas pictóricas de Picasso se ven cronológica y estilísticamente reflejadas en otras tantas etapas escultóricas? Todas, quizá, menos una, que resulta ser, por otro lado, la más característica del total de su quehacer cubismo. Por paradójico que se crea o se diga. Pablo Picasso, padre legítimo del cubismo, no realizó una sola escultura cubista. Mejor dicho, realizó una sola, la espléndida Cabeza de mujer, de 1909, de la que tanta enseñanza y partido habían de sacar los Archipenko, Laurens, Lipchitz, Duchamp-Villon, Gabo, Boccioni... y a la que, apenas creada, decidirá renunciar para siempre su hacedor. De nada vale que algunos estudiosos sigan agregando un presunto capítulo cubista de la escultura picassiana los impecables ejercicios que, a modo de collage, con un cierto relieve, llevó a cabo el genial malagueño en torno 1915. Eso son ciertamente: espléndidos ejercicios cubistas, exquisitos collages cubistas, exaltación —si se quiere— y modelo planificador del cubismo en plena ebullición... pero no esculturas.

No menos grave parece el error de quienes tomando a la letra una nota dirigida por Picasso a Julio González en 1908 pretendía hacer de las Señoritas de Avignon algo así como el exordio de la escultura cubista. Y exordio son, pero de todo lo contrario: de la meditación en el plano y por el plano y de su consagración como categoría esencialmente pictórica ¿Qué entrañan e indican las Señoritas de Avignon, formalmente consideradas, sino la cumbre o la hipérbole de la superficie en cuanto a que superficie, la simplificación de la figura que superficie, la exaltación de la silueta? Siluetas, sucinta faz de la silueta, perfil, contorno, articulación, trama y contextura de la silueta... maniquí, plano, cartón y patrón de la silueta. ¡Siluetas recortables! Las Señoritas de Avignon admiten o reclaman la incisión de la tijera y de puras siluetas, aceptarán su traslado al papel, a la frente del cristal o a la palma del aire.

Tal es el recto sentido en que hay que escuchar y entender el escrito que acerca de las Señoritas de Avignon dirigiera Picasso, en 1908 a Julio González: "Bastaría recortar los personajes —puesto que los colores no son más que indicaciones de perspectivas de los planos inclinados de un lado o de otro—. después de reunirlos según las indicaciones suministradas por el color, para hallarnos en presencia de una escultura.» Evidente se nos hace el carácter primario de siluetas recortables que Picasso asigna a sus recién creadas criaturas, y el matiz secundario de ejemplo (de modelo escolar) con que pronuncia la palabra escultura. Quiere, en última instancia, sugerir que, por ser siluetas esenciales, las figuras admitirían idealmente la incisión de la tijera y su ulterior componenda, plano por plano, en la ilusión de las tres dimensiones.

Pablo Picasso, que por los días de las Señoritas de Avignon viene probando certeros tanteos escultóricos, ya reseñados, y ha de merecer mas adelante nombre de gran escultor, jamás concebirá el problema del espacio real ni plasmará sus formas de acuerdo con esta, llamémosla, técnica del recortable, y mucho menos a tenor de un proceso estrictamente cubista. En muy diversas épocas (1943, 1958, 1961...) regalará nuestra mirada con el juego de unos recortables que no son esculturas, y alumbrará ,para admiración de propios y extraños, esculturas y más esculturas (¡664!) que no son cubistas. No deja al respecto de antojárseme ilustrativo que en tanto los escultores cubistas propiamente dichos (los Lipchitz, Gargallo, Zadkine, Laurens, Archipenko...) ceñían sus obras a la disciplina de la escuela. Pablo Picasso, su más genuino creador, la desatendía por completo, sabedor como nadie de que el cubismo era un fenómeno esencialmente pictórico, reacio enteramente a su extrapolación del plano.

En el profuso quehacer de Picasso (y de acuerdo, justamente, con dicha profusión) hay algo que difícilmente entiende el estudioso, ni el propio maestro malagueño (por peregrinas o agudas que se le ocurran a uno sus explicaciones) acierta tampoco a descifrar: su indiferencia o probada... la aversión al empleo de la piedra. Repasado con todo detalle su curriculum. solamente nos es dado reconocer dos esculturas realizadas en piedra (una cabeza, de 1914. y otra, soberbia, por cierto, de 1943), sin que merezcan condición de tales los ingeniosos juegos que llevó a cabo en diversas épocas (en 1937 y 1944 y 45 especialmente) sobre la superficie de guijarros y cantos rodados hallados al azar: la materia y el volumen pertenecían a éstos, correspondiendo al arte los dibujos tan sólo o las incisiones que sobre ellos dejó el sagaz descubridor.

¿A qué puede obedecer semejante desdén o simple olvido por parte de un artista como el nuestro impenitentemente abierto (esencialmente curioso) a todas las técnicas, materias y procederes? ¿Qué explicación cabe esperar de quien todo lo probó y acabó con todo? Oigámosla tal cual de labios de Pablo Picasso y la recoge Wemer Spies: «Es realmente extraño que a alguien se le ocurriera alguna vez hacer estatuas en mármol... Comprendo que pueda ser materia de inspiración la raíz de un árbol, una grieta en el muro, una piedra corroída, un guijarro.... pero ¿el mármol? Sólo existe en Moques, no provoca estímulos, no inspira... ¿Cómo pudo reconocer Miguel Ángel su David en un bloque de mármol? Al hombre se le ocurrió fijar imágenes sólo porque las encontró a su alrededor, a su alcance, casi totalmente formadas. Las reconoció en un hueso, en las irregularidades del muro de una cueva, en un leño... Una de las formas guardaba semejanza con una mujer, otra le recordó un bisonte, otra la cabeza de un monstruo..."

Poco satisfactoria en cuanto al significado de la piedra en la convalidación de la escultura histórica (y muy en particular en lo que a la de Miguel Ángel atañe), la irónica explicación de Picasso llega a hacérsenos harto elocuente a la luz de una de sus premisas fundamentales (“yo no busco: encuentro”) y a tenor de su más feliz consecuencia: el arte del hallazgo. ¿Quién sino él ha sido capaz de conformar escultóricamente la cabeza de un toro con el sillín y el manillar de una bicicleta, o definir no menos escultóricamente la cabeza de un mono en su superposición de dos automóviles de juguete, o trazar el vuelo de un pájaro sin otra mediación que un patín y una pluma... o crear la mas perfecta de las cabras merced al ingenioso agregado de una cesta, unos trozos de palmera, dos sarmientos, dos cartones y un fragmento de cerámica...? Y quizá vaya en ello (en ese primitivo y primigenio abrirse, sin más. al reclamo de la naturaleza circundante) lo mejor de la escultura y todo el restante saber y buen hacer de este «hombre de Altamira —como acertó a definirlo Jean Cassou— extraordinariamente civilizado.»

ABC - 31/10/1981

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