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Prologo de la exposicion de Enrique Gran en Juana Mordo

LA PINTURA DE ENRIQUE GRAN Y EL LENGUAJE APOCALÍPTICO

Se hizo en el cielo un silencio como de media hora.

Apocalipsis, 8, I.

No, descuide el amable lector, de ningún modo va aquí a hablarse de mortandad, ruina o infortunio, ni se hará alusión alguna al confín escatológico. Lenguaje apocalíptico quiere aquí significar dicción pormenorizada de lo nunca visto, precisión expresiva de lo jamás oído, morosidad manifestativa de cara a lo insólito. La noción de Apocalipsis suele, en el común sentir, connotar inmediatamente las de fatalidad y desventura, o ceñirse, sin más, al cómputo de las postrimerías. Infinitas han sido, en sentido tal, las interpretaciones del libro sagrado. ¿Cuántas, por el contrario y sobre la exaltación de cualquier otra virtud, tomaron en cuenta la imperturbable morosidad con que Juan da comienzo, desarrollo y fin al más insólito de los relatos?

Nos atrevemos, sin escrúpulo, a innovar esta mención de lo apocalíptico, y lo hacemos, muy a propósito, ante tu obra de Enrique Gran, porque su contemplación minuciosa y detallada ha dejado, en nuestra sensibilidad, detalle y pormenor de lo insospechado, a un palmo de lo verosímil, cuento y recuento de lo no apariencial, al borde mismo de la apariencia, morosidad, paciente morosidad, de espaldas al tiempo y de cara a las cosas, escrutadas en su íntimo envés y meticulosamente descritas, desde su faz más oculta y desusada. Los dos extremos (lo objetivamente insólito y (a morosidad subjetiva de su manifestación) de lo que venimos denominando lenguaje apocalíptico, dijéranse justamente resumidos en estas sus inquietantes no menos que serenas figuraciones, en cuya trama lo inusitado del acontecer reviste siempre la forma aquilatada de la costumbre,

¿Qué grado poético entrañarán aquellas revelaciones, capaces de acercar a nuestra contemplación la esencia, la apariencia, la cualidad y el nombre de lo insólito, hasta hacernos fugazmente familiar el perfil de lo desconocido? Es el grado sublime de los verdaderos poetas, de los poetas apocalípticos, de quienes (como Juan o como Kafka) saben describir, con palpitante morosidad, la faz, la voz, el gesto de lo nunca hasta entonces visto ni oído, o logran subsumir ¡a temporalidad de lo que no era ante nuestros ojos, en términos de exactitud y aproximación cronometradas (cuando el Cordero abrió el séptimo sello —reza el texto de Juan el Evangelista— se hizo en el cielo un silencio "como de media hora"); el grado de los que, con Apollinaire, asientan, entre las cosas, vastos y extraños dominios cuyo misterio en flor se ofrece a quien quiera apresarlo, fuegos nuevos, colores jamás vistos, mil fantasmas imponderables a los que hay que dar realidad...; el grado, en fin, y e! habla de aquellos fieles testigos —concluiremos con Garaudy— de la dimensión de lo infinito..., de quienes saben transmutar las realidades presentes en mitos, en cifra de lo que aún no es.

Cualquiera de las ilustraciones precedentes cuadraría, como propia, al arte de Enrique Gran. En el tamiz de sus pinturas, el lugar (descubierto en un golpe de feliz revelación y no exento de su luz acostumbrada, su sombra acostumbrada y la suma de sus accidentes conocidos) se ve súbitamente amillarado por el aura de lo insólito, en tanto que e! tiempo (equivalente a una como media hora de' silencio universal) petrifica, de pronto, la piel de los objetos, cuando se hallaban en trance, en parto de verosimilitud. Estos que aquí yacen o brotan o deambulan, son los fantasmas imponderables a los que se hace imperioso dotar de realidad e instituir en el reino de lo que es..., éstos son los fuegos nuevos, los colores jamás vistos, las piedras miliares de una patria perdida, cuyos muros urge reedificar. Aquí, sólo aquí, se presiente un testimonio fiel de la dimensión de lo infinito, el tenaz propósito de transmutar las realidades presentes en mitos reveladores, el conato audaz de acercar las cosas a lo que aun no es como las cosas.

Si la pintura de Gran oscila y se consuma entre la objetividad de algo inusitado y la morosidad subjetiva de su manifestación, es porque en ella palpitan, convertidas en auténtica experiencia, las dos riberas del acaecer: el pulso del presente y el confín de lo desconocido, el dato de la costumbre y el cúmulo de otras posibilidades, e! status de lo que decimos real y el primer vislumbre de, lo que aún no es. ¿Cómo, sin esa experiencia de ambas latitudes, hecha hábito y sensibilidad, había de ser posible, el relato apocalíptico, la noticia pormenorizada, aquilatada, decantada, meticulosa, minuciosa, precisa, de lo que se halla en trance, sólo en trance; de verosimilitud? ¿Nos seria dado, de otra suerte,, columbrar, entre los seres, éstos que aún no lo eran al ojo de (a costumbre? Parta el lector de esta experiencia y deseche toda interpretación simbólica. La pintura de Gran no da pie a la urdimbre de símbolos concretos. Aquí sólo palpita y clama un símbolo global, revelador: la plasmación morosa de un mundo mítico, reverso y, al propio tiempo, identidad del mundo real.

Se ha hecho en el cielo un profundo silencio (como de media hora), las cosas se han detenido súbitamente en el proceso de su gestación milenaria, el hombre, como lo fuera en sus orígenes (apenas se sintió desprendido de su animalidad primera, apenas despertó a la conciencia del ser}, ha quedado atónito ante lo insólito de un suelo, familiar, por otra parte, como e! de su pisar cotidiano, y el artista —Enrique, Gran— da ahora fiel testimonio de un incesante fluir entre ¡as dos riberas de la realidad.



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