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LOS REALISTAS ESPAÑOLES

No es fácil empresa analizar en conjunto la obra de nueve artistas, pese a que entre ellos medien e aras coincidencias y raras excepciones, por lo que, al menos, afecta a la edad, nacionalidad, concepción estética, elección temática y afinidad de ejercicio. De estos nueve artistas, ocho son españoles y uno (Claudio Bravo), aunque hispánico de habla y también de residencia, es chileno de origen; tres (Carmen Daffon, Amalia Avia y Maria Moreno) son mujeres; seis se dedican a la pintura, dos (los hermanos Julio y Francisco López Hernández) a la escultura y uno (Antonio López García) atiende a ambos menesteres; siete pertenecen, con muy leves salvedades, a una misma generación, siendo los dos restantes (Quintero y Argüello) bastante más jóvenes.

El carácter externo, meramente enumerativo o estadístico, de esta clasificación inicial nos invita a proponer, de entrada, una diferencia más sustantiva: la noción estricta de realismo es del todo válida para congregar a los ocho artistas españoles, quedando el arte del chileno Claudio Bravo mejor definido en los límites de lo que hoy se viene mencionando con el nombre de hiperrealismo o realismo mágico. La división (en la que el dato de la nacionalidad es posiblemente circunstancial o remotamente significativo) se hace así más tajante y también más esclarecedora para fijar sentido y alcance de esta exposición colectiva. La presencia en ella de Claudio Bravo debe entenderse como contrapunto de lo hiperreal frente al común denominador realista de los otros.

Fijada esta diferencia, quisiéramos abundar en el ejemplo, y para ello tomaremos, eludiendo el acierto o desatino de las nomenclaturas al uso, un ejemplo histórico, centrado en la ejecutoria respectiva de Vermeer y Velázquez. La supremacía de Velázquez sobre cuantos (Vermeer a la cabeza) han atendido al reclamo de la realidad omnipresente, para dejar una señal indicativa o alertadora, es ésta: el hallazgo de un punto exacto de revelación, la elección estratégica de una distancia en cuyo ámbito, ni amortiguado ni deslumbrante, las cosas son cosas y su contemplación se torna presencia y conciencia, familiaridad y asombro, inquietud y costumbre; la proposición de una panorámica universal en que las cosas son lo que son y denotan su propia y enigmática estantía.

Velázquez, mediante la certera elección de una estratégica distancia, ha convertido en pura e intrínseca coseidad cuanto de magia, brillantez o hiperrealidad había en las estancias de Vermecr, cuanto en ellas excedía lo agobiante y monótono, familiar e indescifrable de la pared de nuestra costumbre diaria. En el arte de Vermeer las cosas superan, por brillantes, su propia verosimilitud; en el cuadro de Velázquez las cosas son como son. Diríamos, usando ahora de la nomenclatura más actualizada, que Vermeer es un hiperrealista o realista mágico, en cuyos lienzos la realidad no puede desmentir un guiño o reverbero de brillantez y distinción (las cosas son demasiado claras y distintas). Velázquez, en cambio, y por la certera elección de la distancia, es un realista.

Y ¿cuál es la naturaleza de esa distancia velazqueña que permite la visión y el tacto sorprendente y cotidiano de la realidad? ¿Cuáles los limites de su demarcación? Cabría comparar el procedimiento velazqueño con el gran hallazgo del nuevo teatro de Bertold Brecht: el distanciamiento gradual del acontecer y de los personajes ante la faz, la mirada y el oído del espectador. Lo que ocurre en la escena es lo que de hecho sucede de común o a diario, pero le es estratégicamente presentado al espectador mediante un distanciamiento mental (un leve despegarle del cerco opresor de las cosas y de los acontecimientos), en cuya perspectiva el hecho común se torna misterio y el diario acontecer aparece, de pronto, como lo inusitado, como lo sin precedente.

Nos hallamos contemplando las cosas inmediatas, presentes al sentido, bajo la luz diaria, con sus colores acostumbrados y la suma de los accidentes conocidos. Basta, según Brecht, alejarlas por un instante, fijar su perspectiva en el límite de su posibilidad, despegarnos un tanto de ellas, de su cerco opresor (que hace imposible, por su misma presencia embargante, su contemplación objetiva), y las cosas, hasta ahora familiares o indiferentes, se vuelven misteriosas, la mirada del hombre se hace gratuita, sus pies comienzan a presentir la falta más asombrosa de fundamento y el espectáculo cotidiano pasa súbitamente a convertirse en enigma. La inmediatez de su presencia hace paradójicamente invisibles las cosas; sólo un leve alejamiento posibilita su visión.

Harto semejante al distanciamiento brechtiano, en que se nos permite la contemplación de las cosas, es la perspectiva mental abierta por Velázquez a la disposición natural de formas y figuras, personajes y objetos. La infanta, el perro, las meninas, la puerta, el caballete. el bufón y la bufona, la dama, el aposentador, el guardamanos y la faz inalterada del pintor... están ahí, sencillamente perpetuados, presentes y distantes, en el clima de una estancia, cuya proximidad física llega a nuestro tacto y una suerte de lejanía mental nos permite, al margen del tiempo y roto el cerco opresor, su visión objetiva, transformada en sola estantía, en asombro o en la pregunta elemental, formulada por Martín Heidegger; ¿por qué son las cosas en vez de la nada?

Un paso más allá de esta distancia se abre el confin del espectáculo, la región del milagro, la luz suprarreal y la atmósfera onírica. Vermeer ha infringido la posibilidad extrema de la lejanía mental en que las cosas se dejan ver, ha trascendido el umbral último en que los objetos, bañados ya de un tinte de excesiva claridad y distinción, pierden lo duro de su costra, lo opaco de su propio suceso y lo raro de su presencia cotidiana. Vermeer vendría, por tal modo, a ser el padre del hiperrealismo, el primer y más leve introductor de esa magia que, con evidente desmesura y abusiva brillantez, hoy constituye escuela (de la que Claudio Bravo es buen representante),o moda, o hábito divulgado y consentido, o rutina de las rutinas.

Sus ocho compañeros se acercan mucho más a las lindes de la distancia velazqueña. Ellos se han detenido en el límite justo de la realidad sin trascenderla, han aceptado austeramente lo raro, opaco y duro de los objetos, lo impenetrable de su costra, lo monótono e inquietante, enigmático y familiar de su constancia tinte nuestros ojos. Y si los actuales hiperrealistas han desmesurado el mágico encanto de los interiores de Vermeer, diríamos que estos ocho artífices del realismo han llegado-a reducir el buen tono que razones históricas exigieron de Velázquez imprimir en el ámbito de Las Meninas. ¿Dónde aquí la brillantez, la taumaturgia

o la magia del espectáculo? Aquí las cosas, trasladadas a la visión, como cosas entre las cosas.

¿Dónde afinca sus raíces este arte tan singular y singularmente alumbrado en tierra española? Realidad se llama el subsuelo -respondíamos hace cuatro años, a propósito de Antonio López García,y hoy podemos extender la respuesta al quehacer de sus siete compañeros- desde el que su mano reanima el modo de ser de las cosas, conocidas en su entidad primera, en posesión de un tiempo detenido, instauradas en la insignificancia del lugar común (que, por la virtud de su don poético, se convierte en absoluto), capaces de desmoronar el saber arbitrario del hombre y transmitir (de espaldas al conocimiento convencional o a la actitud teorizante) toda la genuinidad de una emoción y el tacto de una experiencia, probada en la entraña misma de la vida.

Si es difícil clasificar el quehacer de este grupo, aún más difícil parece la pretensión de definirlo y expurgarlo de aparentes afinidades para con otras corrientes de un ayer vanguardista y de un presente adicto, más que a la vanguardia, al consentimiento o predicamento de la moda; el surrealismo y la pintura metafísica en el primer caso y, en el otro, los ya citados hiperrealismo y realismo mágico, tras la cuenta intermedia del neoexpresionismo y del pop-art. Nuestro propósito eventual tiende, de cara a estas corrientes y títulos respectivos, a decir, por ahora, lo que no es el arte de este grupo español y con lo que no concuerda, pese a ciertas apariencias formales, para luego intentar, al menos, una definición positiva o aproximativa.

El surrealismo -comencemos con las posibles afinidades de un ayer no lejano- ideó un deleitable juego, sustentado en la simultaneidad contradictoria de los accidentes y presidido por el intento de provocar una sorpresa en el ánimo del contemplador. En la estampa surrealista los objetos se transmutan en su relación espacio-tiempo (por su disposición en el lugar no acostumbrado o en virtud del anacronismo). procurando al espectador una vaga sensación de misterio, una suerte de espejismo o sobresalto, incrementado por el arbitrio de las proporciones, la ilusión de una perspectiva inacabable, el artificio caprichoso de la luz y la sombra..., misterio, espejismo y sobresalto que la serena contemplación no tarda en descifrar y poner al descubierto.

En la pintura de nuestros realistas -extendemos otra vez al grupo lo que en la ocasión antedicha dijimos de López García- no se produce ninguna mutación de los accidentes ni la sorpresa surge de la desituación espacial o disposición anacrónica de los objetos. Ellos predican con su propio ejemplo, con su propia verosimilitud y en los limites de su propia distancia, su propio misterio: manifiestas como tales, definidas con perfiles minuciosos, obedientes al lugar acostumbrado, a la luz acostumbrada, a la incorporación de los accidentes acostumbrados..., las cosas hablan desde su presencia y existencia y, en su mismo carácter cotidiano, hacen partícipe al contemplador de su propio misterio.

Tampoco es equiparable a las artes de este grupo aquella actitud estética o pulcra y convencional ordenación de las apariencias que, en el lenguaje de algunos pintores italianos, de estirpe surrealista, dio en llamarse pintura metafísica. Verdad es que Carta, el artífice más lúcido de esta tendencia, es muy capaz de revelarnos el acaecer poético de las cosas desde su misma intimidad, pero un clima enrarecido y leves deformaciones tienden a evocar el confín onírico, a trocar el tacto de la costumbre por la metáfora del sueño al dictado de este texto de Borges: Todo, como suele suceder en los sueños, era un poco distinto; una ligera magnificación alteraba las cosas.

Las figuraciones de este grupo español implican la dimensión opuesta al universo onírico. En ellas se concentra y resplandece el retorno a la realidad. Como, al volver del sueño, pueden las cosas inmediatas causarnos inquietud y asombro por su repentina presencia, por el súbito estar donde es habitual su estancia o como contraste de lo recién y nebulosamente soñado, de igual modo la mirada del contemplador se siente sacudida por estos objetos tan adictos a la, costumbre, por estos lienzos distensos corto pantallas del suceso diario, por estas esculturas en que la realidad sigue ofreciendo su costra impenetrable, su inquietante opacidad, su tacto, sin alegorías ni metáforas de lo onírico, alertadoras sólo de la carga de realidad que llevan a sus espaldas.

Marginada la palpable contradicción entre magia y realismo, da tramoya exquisita del llamado realismo mágico tiene aún menos que ver (aunque algunos críticos pretendan deducir similitudes) con el arte de estos ocho pintores y escultores. El realismo mágico recorta las figuras hasta la pulcritud del contorno, hace hieráticos los ademanes (como surgidos del museo de cera), petrificado en la indefinición del tiempo, en tanto el ambiente, enmarcado en la geometría de fingidas arquitecturas, aparece incontaminado, aséptico, anodino, transparente y utópico. Lo real te acomoda en buena medida a la norma académica y, lo mágico, bajo aparente arbitrio, obedece comúnmente a un juego, calculado en la palma de un vacío tramado con toda premeditación.

En la crónica, por el contrario, de nuestros realistas, el suceso se imprime con toda la crudeza y la emoción de su estímulo. El instante aislado del acontecer vital es trasladado al lienzo, al barro, al bronce, a la madera policromada, con todo el atractivo o e! horror, o con toda la insignificancia de la efemérides. Nada es aquí relevante o sublime. Los momentos aislados del día, de Argüello: "José Luis, en el cuarto de baño" cada día, son elegidos en el punto incipiente de su propia y sencilla revelación, son trasladados al tamiz del lienzo o a la argamasa del barro, con la misma irresistible e insignificante realidad con que ofrecieron al artista su reclamo. Antes que se desvanezca, el artista acierta a elegir la fuerza del instante y a plasmar la concentrada verdad de su propia experiencia.

Por lo que hace al hiperrealismo, quedó expuesto ya nuestro juicio. Bástenos ahora advertir que la misma raíz etimológica del apelativo es todo un síntoma: trascender lo real, ir más allá de la realidad. Y ¿ello es posible de no mediar la ficción o aquella aventura humana que Sófocles juzgó no recomendable? Todo es ser y el ser está en todo. Antes de la realidad no hay señales, ni indicios tras ella, que nos guíen a otras regiones, pudiendo ser mencionada, de acuerdo con Goettje, como el fenómeno original o fenómeno de los fenómenos. El hiperrealismo, en su angulación estética, es sustancial alteración: se carga el acento de la verosimilitud hasta lo inverosímil, las cosas se concretan hasta la evaporación y la luz se convierte en derroche de brillantez.

¿Cómo mencionar a nuestros realistas con sobrenombre hiperreal? De haber una nota común a todos ellos, tal sería su absoluta falta de brillantez, la ausencia palmaria de lo espectacular, de lo esplendoroso, de lo deslumbrante. Los únicos índices de las cosas aquí manifiestas son la costra de la realidad, lo opaco de su anverso, lo infundado de su envés y lo cotidiano de su acontecimiento. Nada aquí se evapora ni nos deslumbra más allá del contorno y la luz de la costumbre. Claudio Bravo sí que es un hiperrealista en sentido estricto y sólo a modo de contraste se justifica aquí su concurso. Observe el lector que para nada hablamos de calidad; únicamente nos referimos a una diferencia sustantiva que, en el ámbito de esta exposición, señala un contrapunto.

En relación con las otras dos corrientes antes citadas (el neoexpresionismo y el pop-art), el hipotético parentesco parece aún más remoto. El neoexpresionismo es una actitud antropológica, exclusivamente regida por criterios psicológicos. Su consideración se centra en la íntima complejidad del ego, eludiendo una sólida concepción ontológica que nos hable del hombre como ser ahí, diríamos con Heidegger, rodeado de seres que son ante sus ojos. No pasa de ser actividad analítica, orientada a expresar la intimidad del yo individual, salvado todo prejuicio, sin rehuir la caricatura e incluso acentuando la máscara, el esperpento y demás fantasmas psicográficos y olvidando, desde luego, el enigmático lugar donde reside el hombre y se asientan las cosas.

Exenta por completo de raíz ontológica, difícilmente podría la pintura neoexpresionista verse emparentada con la expresión cristalizada, nítida, atomizadora de la realidad de estos ocho realistas españoles (ni tampoco, en esta circunstancia, con el pulso preciso de Claudio Bravo). Ni siquiera cuando ellos ofrecen sus retratos o la escena humana, abierta de par en par a los ojos del contemplador, incitan al parentesco con el neoexpresionismo. Porque aquí no hay privilegios humanos ni primacías psicológicas: la misma intensidad que palpita en la mirada de los retratos se da en la presencia fidelísima de los objetos circunstantes, en las cosas y en los accidentes de las cosas, bañadas por la efusión de su misma y diaria realidad.

En cuanto al pop-art, lejos de atender al más remoto parentesco, hablaremos de antítesis. La profunda y aquilatada indagación ontológica de estos artistas entraña el reverso del relato anecdótico, de la crónica o miscelánea, impresa y amplificada en las páginas publicitarias del pop. Su obra, que tiende a enunciar y ceñir él enigma del ser, apresado en su más íntima raíz y expresado en su apariencia más familiar, es el contracanto de la pantalla gigante del arte pop, que más de una vez confundió facilidad con genuinidad, realismo con anécdota, tomando de las cosas y de los sucesos su actualidad, no su intrínseca extrañeza, y omitiendo la noticia del lugar donde, en última instancia, se da todo acontecer: el ámbito misterioso del existir.

GAZETA DEL ARTE - 15/01/1974

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