Goya es un gran maestro y, como tal, y por paradójica que ello se diga, ni tuvo, ni tiene, ni podrá tener discípulos. Cuadra, en efecto, el titulo de grandes maestros a aquellos, concretamente, que iluminan el ámbito de la creación, correlato de toda una concepción humano-vital, y cierran o dificultan, por el grado perfectivo de lo creado, la senda de su reproducción o prosecución empírica, de su práctica. En la misma medida en que la obra del gran maestro es capaz de suscitar la chispa de la aproximación al universo de la realidad, de la vida y del invento, en esa misma medida limita o excluye la práctica emuladora de su reiteración, de no mediar la facilidad de la copia, la iniquidad del plagio.
Francisco de Goya es ejemplo o arquetipo de esa estirpe de verdaderos maestros, afincados en honda meditación, arraigados en el aislamiento y desdeñosos de lo acendradamente académico o de lo supuestamente vanguardista, trasunto cabal de las llamadas culturas fronterizas, en cuyo suelo, sólo en él, se hace peculiar la visión de las cosas, y éstas adquieren típica existencia. Goya ha impreso en la faz de la historia el sobresalto de la ruptura y ha cerrado la puerta del remedo. Por ser un gran maestro, valga otra vez la paradoja, careció de discípulos, Y dígase otro tanto de Velázquez o de El Greco, cuyo influjo vino a transcender cualquier caso singular para Imprimirse en la objetividad de la superación histórica. A contar de ellos, y de los de su misma condición, puede decirse que el arte ha ampliado su perspectiva, haciendo a la vez vano todo propósito imitativo.
Goya ha abierto de par en par el ventanal de la creación, al tiempo que cerraba de un portazo cualquier Intento de emulación por parte ajena y no amiga de atribuirse lo ajeno, El arte renovador de Goya ha encendido en el de los demás la llama de la creación y la exigencia, también, de un esfuerzo propio con el que asomarse al nuevo horizonte de la realidad y de la vida. al anhelado vislumbre de la libertad. El verdadero maestro, lejos, en fin, de transferir a los otros una expresión peculiar o una técnica específica, cumple su misión en el hecho, escueto y trascendental, de alumbrar una luz orientadora, como al dictado —y con el eco escolar— del conocido verso de García Lorca: «Los maestros enseñan a los niños una luz maravillosa que viene del monte».
La mejor prueba, a Juicio mío, del grado arquetípico con que resplandece el magisterio de Goya nos viene dada por la extremada dificultad o imposibilidad absoluta con que tropezó, a la hora de asimilarlo y rebatirlo, un hombre como Pablo Picasso, que no tuvo inconveniente en asimilar y rebatir, de punta a cabo, la historia entera del arte, hecha solitaria excepción del pintor de Fuendetodos. No, ni siquiera Picasso acertó a dar con el secreto de Goya. Ni siquiera Picasso, el hombre que fuera capaz de retornar a la historia con los ojos iluminados, encendidos por una insensata avidez, punzantes y fijos como flechas, incitados por el deseo incontenible de soportar los ojos redondos del ayer y fulminarlos, desde el hoy, con el fulgor incendiario de los suyos.
En verdad que en el pulso picassiano latía el espíritu del tiempo, y el caudal histórico había sido absorbido por su sed insaciable de nueva sed, en tanto la experiencia del pasado se había tornado experiencia propia en el suelo, en la constancia, de su presente. De aquí que cuando la ocasión se terció —que fue a diario— y le vino en gana el luego del repaso histórico, a él le fue suficiente, desdeñado todo ápice de erudición y dada al cuerno la lente del saber convencional (que mal había de soportar la incandescencia de sus ojos de antracita), con exprimir su pulso, ejercido en la refutación implacable de la historia, y dejar por toda explicación su interpretación gráfica de Velázquez, de El Greco, de Hals, Ingres, Poussin, Cranach, del románico, del bizantino, de Egipto, de Melanesia, del hombre de Altamira..., de todos sus predecesores, excepto de Goya.
«En el invierno de 1968 —ha dejado escrito Julián Gallego en las que podríamos llamar conversaciones imaginarias con Picasso— me hizo, con la ayuda del ácido y del buril, más de trescientos comentarios sobre Velázquez, Le Nain, Cranach.., sobre todos, menos Goya, a quien creo que tenía algo de envidia.» No deja de parecemos extraño, o quizá harto significativo, el que Picasso lleve del pensamiento a la mano el comentario (resurrección y refutación) de todos los pintores, menos de Goya, ya sea la envidia —según creencia del comentarista imaginario— la causa del olvido, ya la conciencia picassiana ame lo imposible. ¿En quién, de hecho, ha influido Goya?, vale repetir por vía de aproximación o explicación eventual. ¿Quiénes, realmente, han sido sus discípulos?
De sus coetáneos españoles no merece la pena hacer cuestión, pareciendo vago y colateral, allende las fronteras, su influjo verdadero sobre algún artista como Daumier, emparentado, más por temática o intención, que por estricta coincidencia pictórica. Las estampas de Daumier y sus características de arte de testimonio y compromiso, que, en defensa de la libertad y en ofensa de los regímenes de Luis Felipe y Napoleón III, lo enfrentaron más de una vez a los tribunales o lo condujeron a presidio, convierten en caricatura (La Caricatura se intituló la , revista de su más asidua colaboración gráfica) la remembranza goyesca, hasta hacerla expresión prototípica del siglo XIX. Y Goya es, en todo caso, algo más que provocación caricaturesca o máscara insultante.
“Si se considera que Goya fue el punto de partida de las violencias del siglo XIX —sugiere Raymond Cogniat—. también fue, acto seguido, su punto culminante.” Siendo grandes maestros, según dije, aquellos que abren el ámbito de la creación y cierran, por la perfección de lo creado, la senda de su reproducción empírica, a pocos como a Goya cuadra titulo magistral. De aquí. justamente, que su pintura surja cual punto de partida y, acto seguido, se torne punto culminante. Porque Goya entraña, ante todo, una tajante ruptura, basada en una nueva concepción humano-vital y traducida como renovada angulación del universo. El arte en general ha ampliado con él su panorámica, su perspectiva histórica, pero él, en particular y por encarnar la genuina semblanza del maestro, excluyo la emulación empírica, si no es por vía de torpe remedo.
Aun reconocida la dificultad que ante el arte de Goya halló la innegable capacidad mimético-refutadora de Picasso, intentaré establecer, para dar testimonio de vigencia, una relación entre el pintor de Fuendetodos y el de Málaga, basada en una sensibilización de lo goyesco y en una constante de lo picassiano. ¿Qué es lo goyesco? Dadas de lado angulación histórica en general y general concepción estética, atenderé a un índice inmediato, a un simple dato de la sensibilidad. Lo goyesco nos trae, desde lo sensible, la evocación de lo negro. Y no pretendo ahora referirme a la consagración de esta tonalidad dominante, definidora, por nombre anionomásico, de sus pinturas negras, sino a la generalidad de su obra.
Buena parte, al menos, de ella y la integridad de su proceso creador se ven presididas o atentadas por la mancha del negro, profundamente inquirido y dramáticamente disociado. Lo goyesco nos presenta, por golpe de vista o de recuerdo, el reverbero de un blanco transparente (velo o gasa o entretela) ante o sobre la expansión de un crespón desgarrado. Esta súbita alternancia tiene por base la disociación; mancha negra que flota, se expande y aclimata, rompe y rasga en jirones la tonalidad de la plástica goyesca. No poco atento anduvo Picasso a la captura de ese jirón disociado o crespón intermitente. Nada ajena resulta, en efecto, la alternancia del blanco y el negro, tal como aquí se describe, a la ironía y dramatismo de sus retratos a la vieja usanza (recuerde el lector la genialidad del de Jaime Sabartés), reiterados a lo largo de su actividad y convertidos en serie de su quehacer característico de los años sesenta.
No ya el Guernica (obra suprema de un gran grafista, apoyada en la alternancia acromática de otro grafista genial), en cuya trama el negro se disocia sobre la sustancia del blanco y la neutralidad del gris. Cualquier obra picassiana (a partir del las Señoritas de Avignon) se ve invadida y trastocada por la intermitencia y disociación de un negro pertinaz, hecho jirones. La austeridad de sus tierras cubistas se apoya en la medida de un negro soterrado; el cubismo sintético hace reposar la planificación de los colores sobre la fracción flotante del negro; en la picassiana época de ¡as vidrieras subyace el mayor o menor grosor, lo creciente y menguante, de la linea, y cuando se acentúe el ímpetu expresionista, olvidado ya el dogma geométrico, se acrecentará la pasión de Picasso por el negro y se hará más y más patente su desgarro.
Antes, mucho antes de ese feroz contrapunto de luces y sombras que es el Guernica (¡soberbio grabado ejecutado al óleo!), Pablo Picasso había impregnado en la latente enseñanza de Goya el estallido de sus Señoritas de Avignon. Fue en ese cuadro, exordio legítimo de la moderna estética, cuando la escisión del negro y su trayecto creciente y menguante, bajo el azul y si rosa y sobre el tableteo del blanco, hicieron más próximo el atisbo picassiano de la disociación y ruptura goyescas. No en vano Kahnweiler, en la primera descripción que conocemos de las Señoritas, aún inconclusas, carga las tintas en la cruda alternancia del blanco y el negro sobre el contrapunto de los colores fríos y cálidos. «Los cuerpos rígidos—reza un fragmento del relato— son de color carne, blancos y negros». «Los colores —se nos dice en otro pasaje— son un azul muy bello y un amarillo puro (alude sin duda al boceto), al lado del blanco y el negro puros.»
Un blanco fundamental y un negro desgarrado, hecho jirones, constituyen el substrato de la gran invención goyesca, de cuyo feliz influjo no escapa, a contar de Picasso, el arte de nuestro tiempo. Blancos y negros, plenos de corporeidad y enconadamente hostiles a la profusión del color y a la ficción de la línea. «Siempre líneas, nunca cuerpos», escribía Goya en edad de plenitud, y, oponiéndose a la herencia de la tradición, vueltos sus ojos a las cosas, se preguntaba: «¿Dónde encontráis las lineasen la naturaleza?» Y más adelante agrega: «Yo sólo veo cuerpos iluminados y cuerpos que no lo están, planos que avanzan y planos que retroceden (...). Mi ojo jamás percibe lineamientos ni detalles. !Mi pincel no debe, pues, ver mejor que yo! (...). En la naturaleza, el color no existe, lo mismo que no existe la línea (...). En la naturaleza sólo existen el sol y las sombras.» Y para no dejar el menor resquicio a la duda, coronaba el resto de su decir sentencioso, santo y seña de su propio quehacer, con esta frase inmortal: «¡Dadme un trozo de carbón, y yo dibujaré un cuadro!»
Luces y sombras en vibrante contrapunto, blancos y negros a porfía, son los que terminarán por inducir a Goya a la práctica del aguafuerte, en cuyas artes y oficios (y tras la asimilación y superación de lo llevado a cabo por Jacques Callot, Lucas de Leyden y Rembrandt) sentará el genio de Fuendetodos un magisterio definitivo. Ahí, en el frenético hervir del ácido sobre la plancha de cobre, es donde ha de plantear Goya la descomunal batalla entre las fuerzas de la noche y el reino de la claridad, de cuyo fragor no escapó la dramática realidad de su propia patria. «Lo que los juegos del buril y del ácido reproducen en el rectángulo de cobre —apunta con agudeza Claude Roy— es la lucha que desgarra a España y el espíritu de Goya. entre la razón y los sueños de la razón, entre la muerte y la vida, entre el hervor inconfesable de la sombra y las razones de la claridad: entre la noche y el día.»
Cabe decir, de acuerdo con la fuente recién mencionada, que el grabado al aguafuerte cobró con Jacques Callot una cierta autonomía, cuya entidad, pese a todo, no merecia otra consideración y otro nombre que el de un simple dibujo retenido en el cobre. Serán las experiencias llevadas a cabo por Lucas de Leyden (aquella su exquisita y progresiva atenuación de los tintes en proporción y atención a la distancia) las que iluminarán los ojos de Rembrandt, en la propia ciudad de Leyden, y, desmoronada la rigidez del dibujo, convertirán el aguafuerte en milagrosa captación del diario acontecer: juego insensible de luces y sombras, de «cuerpos iluminados —como Goya advertía— y cuerpos que no lo están, planos que avanzan y planos que retrocedan».
Dejó el grabado, por obra y gracia de Rembrandt, de ser un simple dibujo reproducido en numerosos ejemplares o un método de confiar al tórculo lo que antes dependiera de los pinceles, con el propósito de ilustrar una obra literaria o difundir, en blanco y en negro, el argumento de una pintura preexistente. Suele aludirse al año 1639 y a su celebrado Pesador de oro, a la hora de señalar la fecha y distinguir la obra en que y con que Rembrandt acertó a convertir los viejos oficios del grabar en un arte nuevo, esencialmente fundado en el juego alternante de la sombra y de la luz. Un largo siglo y medio había de transcurrir hasta que Goya transformara ese juego incipiente en dramático combate entre el oscurantismo y la libertad, con todas las connotaciones, incluidas las políticas, que ambos vocablos acarrean.
«Lo que los españoles de 1799 reconocieron sin error —apunta, al respecto, Claude Roy— es que los Caprichos, antes de ser un sueño metafísico o una pesadilla privada, son un mensaje social. Lo que se ponía en tela de juicio en ese mensaje de 80 capitules, como en los Viajes de Gulliver o en Cándido, no es el Hombre Eterno, ni Dios, sino el hombre vivo, la sociedad que él hace y que lo expresa, el Trona y el Altar, la tiranía y la mentira, el desprecio del hombre y la miseria de los aplastados. Algo hay, en efecto, que distingue la sátira trivial de la sátira grandiosa, tal como la transfiguran un Rabetais, un Swift, un Goya.»
No se equivocan quienes en los sueños de Goya, y en su particularísima y tornasolada visión de sus Caprichos —¡nunca luces y sombras se dieron tan enconadamente enfrentadas!— han querido descubrir el descenso de un nuevo Dante a los infiernos; pero no a un infierno de teológica trascendencia o a un averno de fábula mitológica, sino a la región subterránea de la vida de aquí y de ahora, donde los condenados, los proscritos, los privados de la luz, son hombres de carne y hueso. Goya desciende al infierno de una cárcel en cuyos sótanos yacen tos presidiarios corroídos por las ratas, o acude a una casa de locos por cuyas sórdidas estancias se pasean los inquilinos, tocados con gorros de papel. (La degeneración, la aberración, la calda abismal de los valores del espíritu).
¿Una nueva religión? Tal es el sentir, entre otros, de Lionello Venturi. quien no duda en asignar a Goya estrictos valores religiosos para concluir confesando que «la nueva aportación de Gova fue la abolición de toda trascendencia.» Nos hace reparar Venturi en la actitud de ese pobre diablo que, en sus inmortales Ejecuciones del 3 de mayo, a punto está de caer con toda la brutal inmediatez de una carga de plomo en su pellejo. Cual si pendieran de un madero invisible, sus brazos se distienden, heroicos y anónimos, un momento antes de estallar el fogonazo.
No, no tiene aureola de martirio, ni siquiera nombre, ese descarnado personaje, ni tampoco son sayones (funcionarios, más bien, o maniquíes) sus simétricos ejecutores, obedientes al dictado de «una máquina ciega que está a punto de destruir un valor humano».
¿Quién es ese desmadejado protagonista, ese imborrable descamisado? «El pobre diablo —responderá VeNturi— que abre tan trágicamente los brazos es un nuevo Cristo en el Gólgota.» Tal y no otra parece la manera con que Goya expone sus creencias: el feroz subrayar el motivo de la nueva religión, de libertad y humanidad, nacida de la Revolución francesa. «El escarmiento del más espantajado fusilamiento», a tenor del verso de Alberti, o la certeza unánime, de acuerdo con Venturi, de que una máquina ciega en trance está de aniquilar a un hombre, al hombfe, siendo el dramático contraste entre el valor humano y la inhumanidad de esa máquina el que adquiere verdadera proporción épica. «Lo que Goya representa —concluiré con Venturi— es la rebelión de las pasiones populares. Las santifica, sufre y llora. Por eso su poderosa expresión visual supera la tragedia del 2 de mayo y el patriotismo español, para adquirir un valor humano universal. La pintura de Goya es el símbolo eterno de la revolución popular contra una opresión.»
OTRAS PUBLICACIONES - 01/05/1978
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