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José Vento y Juan José Gómez Molina: dos generaciones.

Elijo el contrapunto de estas dos exposiciones para discernir, bajo un amplio y común denominado de modernidad, las atenciones dispares de dos generaciones, separadas apenas por la cuenta de veinte años. Legitimo exponente de una de las actitudes vanguardistas de los años cincuenta, se debate ahora Vento en la defensa de una práctica artística que otros dan por caduca en tanto Gómez Molina nada a favor de una corriente que desde una estimación más en la moda, parece válida por sí misma. Y lo contradictorio del caso es que el primero ha de demostrar la oportunidad de su arte a través de un ejercicio auténticamente profesional de la pintura (con favor y apoyo de los del gremio), sin que al otro le sea menester el oficio de pintor para que sus productos se avengan a un cierto sentido de la actualidad o merezcan reconocimiento anticipado. José Vento y los más de su generación han sido víctimas de un doble anacronismo: el retraso, de unos veinte años, con que les llegó el eco de la vanguardia foránea, y la tardanza, de otros tantos, con que su quehacer mereció la atención de un público más o menos comprensivo y nunca mayoritario ¿Consecuencias? Que sus obras entre ambos paréntesis, quedaron en tierra de nadie, desfasadas en cuanto a sus orígenes y al medio de su hipotético influjo, y dramáticamente superadas, cuando ese influjo pudo medrar, por la avalancha de otras generaciones, en posesión de una información más actualizada y unas propuestas más fácilmente practicables.

El grupo Hondo (al que Vento se adscribió junto con Genovés, Orellana, Jardiel, Mignoni y Sansegundo) cumplió en su tiempo el papel de contraofensiva figurativa, de carácter local, frente al informalismo abstraccionista, de mayor durabilidad y alcance. Diversos influjos exteriores (aceptables unos, y otros tan nefastos como el de Bernard Buffet) lograron aglutinar a las huestes de Hondo, hasta que, llegado el tiempo de la desbandada, cada quien eligió su camino: realismo social, ejercicios surrealistas, propuestas testimoniales.

A su aire, con su drama y en posesión de un buen oficio, Vento nos ofrece ahora una exposición eminentemente pictórica y angustiosamente cerrada. La temática misma de sus obras parece aludir a un muro impenetrable y a la lumbre de unos ojos que en vano avizoran lo que ocurre al otro lado. ¿Trasunto sincero y sobrecogedor de quien se sabe en tierra de nadie?

El reverso de la moneda. Aquí la pintura ni cuenta ni es preciso que cuente. Fragmentos fotográficos planos cuadriculados, signos aislados, franjas divisorias... y tal cual mancha de color, pero exenta de toda intención plástica o unívocamente transformada en pura indicación de un argumento único: la presencia del cuerpo humano propuesto como espectáculo insólito (siendo, realmente, tan del uso diario).Si el hombre, en su integridad, e el gran desconocido de sí mismo, su propio cuerpo, y en cuanto que tal escapa de ordinario a su reflexión y a su propia costumbre (por el grado repetitivo e inconsciente de la costumbre misma), Gómez Molina viene a poner de relieve la presencia del cuerpo humano, con todas sus encubiertas posibilidades, muy dignas de indicación o revelación. Las composiciones más felices se ajustan a este esquema elemental: un plano superior en que los fragmentos corporales, estratégica mente elegidos y fotografiados, concitan la solicitud de la vista y el tacto, y un plano inferior en que gestos, actitudes y deseos se reflejan en las cuadículas caprichosas de un organigrama.

¿Y el arte? Argumento propicio para el análisis y el debate o contraste de pareceres, la totalidad de lo expuesto, y por lo que a la expresión concierne, no acierta a salir de la ambigüedad, delata excesivo elementarismo e incluye más de un tópico. Por no faltar, no falta, en efecto, el consabido plano cuadriculado, del todo indispensable en el ritual de ciertas manifestaciones a la última.

EL PAIS - 06/06/1976

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