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DARIO VILLALBA

Del quehacer obstinado de Darío Villalba, de su arriesgada e impenitente dedicación a los requerimientos del arte, me es dado repetir lo que Franz Kafka, poético e irónico, dejó dicho de Josefina la cantante: «En ella ha desaparecido todo cuanto no esté al servicio del canto, todo vigor, toda posibilidad de vida... Ya no mora más que en el canto.» Todo afán, todo vigor, toda afirmación vital se le hacen a Darío Villalba necesidad imperiosa, como al dictado de lo que Rilke advirtiera al joven poeta: «Sólo si ha nacido de la necesidad, cobra el arte sentido y trascendencia.» Vida y obra comulgan en la expresión de Darío Villalba hasta el extremo de que la una (díganlo los que le conocen) resulta inseparable de la obra. De su turbulento vivir y convivir (?) se ha esfumado todo cuanto no esté al servicio de la pintura. Al igual que Josefina la cantante, ya no mora Darío Villalba sino en la obediencia rigurosa a lo que tiene que expresar, por osado o inconfesable que fuere lo expresado. Quien oiga hablar a Darío Villalba no tardará en llegar a la conclusión de hallarse ante un pintor culto. Y ello es verdad si entendemos por cultura la apetencia de conocer, antes que el caudal erudito de los conocimientos la apertura diáfana del espíritu a aquellos asuntos que al espíritu convienen. Mucho dista nuestro hombre de verse emparentado con aquella familia de sedicentes artistas que, de espaldas al asombro o al drama del acontecer vital, lo fían todo a la habilidad del pincel; aquellos mismos cuyo aburrido suma y sigue llevó al gran Marcel Duchamp a dejar sentenciado: «¡No sea usted bestia como un pintor!». Bagaje y actitud (el asiduo y claro alertarse ante lo que por el mundo se hace, y la inexcusable y diaria respuesta a lo que él se siente obligado a hacer) definen la personalidad de nuestro pintor, acotan las márgenes de su acción creadora y terminan por imprimir en ella una impronta harto característica de la expresión de nuestro tiempo: el intento exasperado de soldar aquella ruptura entre arte y vida que Van Gogh y Rimbaud habían denunciado dramáticamente.

Disculpe el lector la extensión de este preámbulo o júzguelo, incluso, breve nota si en verdad quiere aproximarse a la doble exposición que actualmente nos ofrece Darío Villalba en Madrid. Bajo capa de aparente contradicción, la una es salida, mejor que complemento, de la otra, mediando entre ambas un mismo impulso o propósito: la expansión o irrupción del mundo del subconsciente a través de un control selectivo ejercido desde el plano de la conciencia. El carácter figurativo de aquélla (la de la galería Juana Mordó), lejos de contradecir la condición totalmente abstraccionista de ésta (la de la galería Vandrés), viene a significar y esclarecer la natural desembocadura que, historia en mano, se nos representa y ejemplifica en el tránsito de la figuración surrealista, de origen europeo, al expresionismo abstracto nacido y desplegado en Norteamerica, con vínculos mediadores, si se quiere, cuales los que los nombres de Max Ernst, André Masson, Arshile Gorki y nuestro Joan Miró... hacen suyos y muy suyos.

La escueta biunicidad del blanco y el negro, tal como se manifiesta en las trágico-litúrgicas figuraciones de la primera de las muestras, va cediendo en la segunda al imperio de la noche, a la densidad de las aguas oscuras, al soterrado fulgor de la antracita, para parar en densa, indeleble y atrevida panorámica general, dominada por el luto riguroso de una abstracción cegadora, en la que no hay otros ojos que el destello subyacente en lo hondo de lo hondo. Hoy, que tanto se habla de la pintura-pintura (como ayer se habló del arte por el arte), la doble exposición de Darío Vilialba entraña, frente a engañosa apariencia, un dramático empeño en remitir la cuestión a la legitimidad de sus orígenes: el sueño de fundir el arte con la vida. Pintura, la suya, que intenta transformar en pintura el pálpito vital. Porque en él, en Darío Villalba, ha desaparecido todo cuanto no esté al servicio de la pintura o no responda a exigencia de la expresión. El ya no mora más que en la pintura, en la necesidad acuciante de tornarla alma, esto es, tendencia y fuerza nutricia.

EL PAIS - 09/11/1978

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