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PICASSO Y LA NUEVA MIRADA

Al cumplirse hoy el centenario de su nacimiento, quisiera desprender de lo dicho por Picasso algo, y no poco, de lo por él hecho, más allá de la anécdota en que todo ella se nos relata. Cuentan que, apenas iniciado el célebre retrato de Gertrude Stein, mostró la retratada su complacencia con el boceto surgido tras la primera sesión. Exigió nuestro artista otras noventa, a cuyo cabo, y luego de corregir y aun borrar la mayor parte de la obra, abandonó París por unos días para, de retorno, y sin la presencia de Gertrude Stein, rehacer y concluir el lienzo. Cuando ella contempló el retrato definitivo no supo reprimir su sorpresa ni disimular sus fundadas dudas en cuanto al parecido. Picasso se limitó, por toda respuesta, a sugerir:

«Algún día se parecerá usted a su retrato. »

Con toda su irónica llaneza, la respuesta de Picasso se le antoja a uno harto reveladora; más en atención a las concretas circunstancias (de tiempo, de intención, de estimulo...) en que fue pronunciada que por la posible carga teórica implícita en ella o en su específica referencia a la percepción en general. No son pocos los que de ella dan en deducir sutiles teorías en tomo a la entidad del fenómeno perceptivo. «Ahí está probablemente -escribe, por ejemplo, Roger Garaudy- lo esencial de la estética de Picasso: volver a crear con elementos propiamente internos, no tomados del modelo natural, la realidad profunda de la presencia humana más allá de sus apariencias momentáneas, de sus expresiones efímeras. Sucederá con las figuras como con las cosas y con los rostros.

¿Por qué no entender la respuesta de Picasso en su escueta plasticidad o con aquel aire desenfadado que rezuman todas sus declaraciones? Este peregrino proponer a; revés los términos de la estimativa tradicional, ¿no aludirá a un hecho concreto y a un porvenir igualmente concreto, cuales pueden serlo la identificación de cualquier faz con la suya propia y el dato de un futuro próximo, hoy sólo vislumbrado e impresa mañana en la mueca de las «Señoritas de Aviñón» Porque lo cierto es que, a contar de tal hora, todos los rostros alumbrados por Picasso dirán relación con el suyo y con el de esas cinco criaturas cristalizados por siglos de los siglos en la cruda desnudez de un escaparate prostibulario.

Pablo Picasso ha sido el hondero feroz, implacable, inmisericorde, que ha desmoronado de norte a sur la vidriera de la edad Perenne para instaurar, de entre el estruendo policromo del vidrio fracturado, un semblante renovado y una nueva mirada. Si el objetivo era la demolición de la vieja imagen y semejanza (imago et similitudo) del hombre, Picasso ha elegido su propia faz para en ella perpetrar el mayor de los agravios, que luego habría de ser reparación cumplida, fecunda, luminosa. Y con su faz ha llevado al holocausto el rescoldo aún vivo de su propio precedente, impreso en la piel de las épocas azul y rosa, trazando luego un paréntesis colosal en cuyas márgenes hará objeto de una severa refutación el pasado histórico y prehistórico, la cuenta entera del ayer determinante.

Quien agudice la mirada ante el espectáculo de las «Señoritas de Aviñón» no tardará en descubrir en su semblante (en el de aquella, especialmente, que preside frontalmente la escena) la faz, entre asombrada e irónica, de su hacedor, los ojos y el gesto de Pablo Picasso. Esa figura central (que a la diestra anuncia el perfil de su propia metamorfosis) encarna y refleja, fuera de toda metáfora, el rostro mismo de Picasso, su gesto más natural, intencionado,' burlón y no exento -a tenor de las circunstancias- de unción y gravedad; su nariz de una pieza y sus ojos, esos ojos despiertos, penetrantes, vivaces, profundos..., picassianos, que a partir de ahora serán ángulo visual de cuantas criaturas broten de su pincel y de su propósito en trance de humanización o a despecho de ella.

Picasso ha elegido la respuesta fidedigna de su faz, la identidad civil de su retrato. ¿Dónde hallar, a la hora del gran experimento en tomo al semblante humano, un rostro más familiar, afín, hermano gemelo de sí mismo, que en el rostro imperturbable del espejo? Nuestro buen pintor, que ha venido liquidando de forma irreversible las sucesivas etapas de su quehacer antecedente, se ha parado quizá con exceso en el capítulo de la discutible época azul (iniciada en 1901 y proseguida hasta 1904) y ha recorrido como sobre ascuas el efímero y más feliz periodo rosa (abierto y cerrado en 1905). Una llamada ineluctable le empuja (a lo largo de 1906), a emprender una senda decisiva, aprobar un nuevo concepto de la faz humana en cuyo transfondo anida el germen de su propia destrucción.

Un año antes (1906) de perpetrar el mayor de los agravios, ejemplificado en su cara y de cara a la historia, Picasso se entrega febrilmente al ejercicio de una nueva figuración, abre una edad nueva, nada afín a las precedentes y esencialmente emparentada con el tiempo, el modo y el descaro de las «Señoritas de Aviñón» (1907). Es la edad del retrato frontal, austero y agresivo, expuesto con toda crudeza a los ojos del contemplador; la edad del autorretrato (de aquel, concretamente, que nos muestra al artista con la cabeza rapada, fijo el mirar y la paleta en la mano); la edad, asimismo, del ya comentado y significativo «Retrato de Gertrude Stein» y de un sinfín de dibujos y bocetos autobiográficos, obedientes todos ellos a la llamada de una edad renacida, henchida de presagios.

¿Quién no sorprende en el «Autorretrato del pintor con la paleta» el espejo o el aura, cuando menos, de aquella figura central que mira, remira; contagia su mirar a sus otras cuatro compañeras, cual ráfaga o sacudida, en el frontispicio insultante de las «Señoritas de Aviñón»? Uno mismo es el gesto, idénticos los ojos, semejante la faz, análoga la entonación y harto común el tránsito o vértigo de su estar respectivo, de su respectivo mostrarse. Fiel a sí misma, esta presencia unívoca (balbuciente aún en el «Autorretrato» y desgarrada en las «Señoritas») será poco más adelante norma y substrato de toda la larga experiencia cubista hasta concluir en costumbre del análisis picassiano, de su peculiar expresión de la faz humana, réplica invariable y exacto reflejo de su propia faz.

El otro argumento de la reflexión pícassiana en tomo a su semblante se nos da, como digo, en el" «Retrato de Gertrude Stein». Realizado igualmente en 1906, agrega al «Autorretrato» el hecho de ser la faz femenina el modelo del análisis y de la concentración del autor en lo hecho. Cierto que todo artista tiende, con mayor o menor grado de conciencia, a imprimir en la faz del retratado el aura de la suya. No menos cierto nos resulta, sin embargo y sobre ello, el propósito de un renacido y común mirar de cara al futuro. Picasso, que viene oteando un nuevo horizonte, ha elegido para la gran prueba las trazas de su rostro. En ellas, y al margen del parecido o el sexo del modelo eventual, se consumará la liquidación de la vieja imagen, y de ellas va a nacer la nueva semejanza del hombre.

Si ayer no tuvo Picasso asomo alguno de piedad con su mismo precedente y su propio semblante, tampoco tendrá mañana miramientos de cara, a la cara de la historia. Probará la ofensa al pasado histórico y abrirá de par en par las puertas del museo etnográfico para no excluir de la refutación aquellas nuestras de la precultura que el pensamiento humano juzgó, antes de él, inviolables por el mero hecho de ser muy antiguas. Y entre tanto ha dejado en el zigzag centelleante de las «Señoritas de Aviñón las trazas de un rostro nuevo al que a partir de esta hora usted' (y usted y usted...) se le parecerá: Porque a él han de asemejarse todos los rostros, comenzando por el de su hacedor, y en su contextura y a la luz del porvenir se Irá conformando, sin remedio, la nueva mirada del hombre.

ABC - 25/10/1981

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