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ALBERT SPEER Y LA ARQUITECTURA NAZI

El pasado martes fallecía en Londres, a la edad de setenta y seis años, Albert Speer, ministro que fue de Armamento y Munición de la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial (a partir, concretamente, de 1942) y exponente

singular de la arquitectura que en su patria se alzó bajo el mandato del Führer. Vivió como arquitecto los días de esplendor del III Reich, y los de estertor y derrota como ministro. Se opuso -reza por mayor elogio la nota necrológica- al intento hitleriano de destruir la industria alemana antes de que cayera en manos del vencedor y fue el 'único de los acusados que se reconoció culpable en el juicio de Nuremberg (la ciudad de sus más ambiciosos proyectos), cumpliendo condena de veinte años en la cárcel de Spandau.

Arquitecto y ministro de Armamento. Deseche el lector o atenúe la paradoja que media entre las artes de construir y los oficios de destruir, y crea que no cuadran mal ambos títulos a Albert Speer en cuanto que intérprete de la idea que de lo uno y lo otro sostenía Adolfo Hitler. En su «Arte e ideología del nazismo» escribe B. Hinz: «Los gastos del Estado para construcción pública (y el término "público" en el 111 Reich está cargado de un sentido grandioso) tienen la misma función económica que los

gastos para armamento.» Armamento y edificio entrañaban para el nazismo un glorioso valor publicitario, llegando el Führer a establecer -según testimonio del propio Speer- una relación de identidad entre barcos de guerra y construcciones edilicias.

La relación era, sin embargo, más profunda y también más terrible de atender a las tres claras conclusiones que de la arquitectura nazi desprende el autor sobredicho. La actividad constructiva del nazismo había coadyuvado, por un lado, a preparar la guerra a través de una política de endeudamiento del Estado. Por otra parte había desarrollado formas estéticas estrechamente relacionadas con la guerra («la guerra incorporaba el signo fortificatorio y sepulcral de los edificios, en la medida en que, como reverso de la medalla de la monumentalidad, ocasionaba muertos en proporción jamás vista»»). ¿Qué son, por último, las construcciones nazis, junto al armamento y su realización en una guerra de todos, sino funciones de una completa expropiación al pueblo?

Admitido su talento creador y su capacidad organizativa, reconocida también la entereza de su actitud frente a no pocos desatinos hitlerianos, así como su sincera hombría en el juicio de Nuremberg y la objetividad de sus escritos dados a la luz en y tras su larga cautiverio, no deja Albert Speer de representar, en su doble papel público, la síntesis estética de arquitectura, armamento y guerra tal cual prosperó (?) en la andanza del nacionalismo-socialismo. Los tres puntos de valoración no sólo simbolizan, de acuerdo con M. Jüroens, sino que son crímenes contra el pueblo, que, inaccesibles a toda otra legitimación, han de presentarse como valores estéticos. «La estética nazi-viene a concluir Berthold Hinzculmina en la síntesis de arquitectura, armamento y guerra. »»

Pero no, no fue, a fin de cuentas, Albert Speer el arquitecto del nazismo, aunque a su mano se deban obras tan significativas como el Campo de Marzo o el Zeppelinfeld, ambas en Nuremberg. Tampoco lo fueron los Reissinger, Sagebiel, Troost, Klotz, Ludwig y Franz Ruff..., con el holgado suma y sigue de monumentos erigidos para gloria de la glorificación. El verdadero arquitecto del nazismo fue el propio Hitler, iluminado promotor de un modelo al que habían de atenerse, sin excepción, todos los otros modelos. «La vía más apta para volver a llevar al pueblo alemán por el camino del trabajo -declaraba el Führer en septiembre de 1933- la veo en esto: antes que nada, poner en movimiento nuestra economía, iniciando por doquier grandes trabajos monumentales.»

¡Demasiado esfuerzo para tan vano objetivo! En aras del colosalismo y con el abuso público de financiar a los grupos capitalistas dominantes, el III Reich fomentó de forma espectacular la actividad constructiva, sin que el beneficio económico de los pocos se viera mínimamente reflejado en mejoras sociales de los muchos. Entre 1932 y 1939 -de atenernos a los cálculos aproximativos de Bettelheim- los ingresos brutos de una de las más poderosas empresas constructoras (la Philipp Holzmann AG de Francfort) aumentaron en un ¡900 por 100!, cifra únicamente igualada por alguna industria de material bélico. Por ese mismo tiempo decrecían las empresas constructoras (el pez grande se come al chico), creciendo sólo en proporción irrisoria los puestos de trabajo.

«Las principales tareas que se le plantean a la arquitectura en el futuro -volvía a la carga el Führer- son edificios de carácter colectivo, que sirvan a las solemnidades y a las celebraciones en el sentido religioso alemán.»» Unánime y cabal resulta la crítica a esta y otras grandilocuencias hitierianas. Precisamente por no tratarse de realizaciones colectivas destinadas a las necesidades de la población se insistía tanto en lo colectivo. «Los edificios destinados a servicios sociales -escribe textualmente Hinz- fueron muy escasos: de ellos no hay ni rastro en las grandes realizaciones arquitectónicas.»» Exentos de todo fin concreto que no fuera la solemnidad al modo alemán, los tales edificios colectivos veían la luz con la gala de los más preciados materiales.

No es fácil imaginar dislates mayores que RT expresados por Hitler en su alocución de 7 de septiembre de 1937, en Nuremberg. Frente a la condición pasajera (sic) de las insignificantes necesidades cotidianas, e! Führer exalta como imperecederos a través de los siglos los grandes monumentos de las civilizaciones humanas esculpidas en granito y en mármol, cifrando en su ejemplo todas las otras manifestaciones de la raza. Y no sólo la traza singular de los edificios; también el planeamiento de las ciudades ha de inscribirse bajo título común de monumentalidad. «Estas obras arquitectónicas -exclama Hitler en pleno delirio- no deben ser concebidas para el año 1940, ni aun para el año 2000, sino erigirse como nuestras catedrales de los milenios futuros. »

¿Aceptó y asumió Albert Speer la fatuidad general del proyecto hitleriano? El golpe de vista sobre obras suyas tan características como el Campo de Marzo o el Zeppelinfeld nos induce a concluir que orden y solidez resplandecen, por encima de otras glorias, en el concepto y la práctica de su arquitectura, así como de sus escritos se desprende una certera actitud crítica sobre hechos ciertamente irreparables. En 1969 publicó Speer en Berlín un libro harto ilustrativo en torno a la pretensión colosalista del nacional-socialismo. Años y años de forzada reflexión en Spandau le llevarían a ironizar acerca de la probada desmesura de su célebre estadio de Nuremberg, cuya presencia engolada pretendía triplicar la hierática volumetría... ¡de la pirámide de Keops!

Donde quizá muestra Speer mayor agudeza es en el sereno repaso de lo que en los días de esplendor nazi debió tenerse y temerse como alarmante síntoma: el concepto glorioso (¡amarga paradoja!) de la ruina. Para asombro de futuras generaciones, los edificios del III Reich habían de alzarse conforme a la teoría del valor de. las ruinas, de suerte que el paso de los siglos o los milenios -llegara a asemejarlos a los modelos romanos. «¡En tales términos pensábamos!»», reconoce y lamenta, desde la perspectiva de Spandau, el otrora ministro de Armamento. Sólo a demencia del verdadero padre del modelo cabe achacar tan siniestra visión de la historia o forma tan descabellada de celebrar la inexorable ruina del futuro en la que sobre su propio presente sufría ya Alemania.

ABC - 06/07/1981

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