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¡Qué dirá el Santo Padre?

Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre», advierte a los contrayentes la liturgia. No diré yo que se haya empeñado Fraga por su cuenta (y redaños no le faltan) en encamar la imagen y atribulo de la divinidad misma a la hora de tejer y presidir la conocida coalición tripartita, que hoy anda con más rolos que cosidos. Me limito a sugerir cómo el matrimonio electoral se ha visto truncado a causa de paradójica V alarmante decisión de quienes, por más cristianos, se proclaman más fieles a la indisolubilidad del vinculo. Han sido, en efecto, los “fieles cristianos” (de Oscar Alzaga) los atrevidos impulsores del divorcio etimológico en el seno de una familia de buena posición y probada creencia.

Si confusa parece la etimología de “matrimonio” (a repartir la idea dominante de “maternidad” entre los verbos latinos “munire” y “monere”), la de «divorcio» resulta harto clara, equivalente incluso, y pese a la gravedad moral que incluye, a la de «diversión» con toda la carga de frivolidad que el hábito le asigna. Ambas voces provienen de la latina «divertere» (desviarse, apartarse), la una, en su forma arcaica, y en su acepción clásica, la otra. Tomado a la letra, «divorcio» significa «diversión»; acto de desplazar la atención hacia otro punto del previsto o pactado, pudiendo afectar sólo a quien lo realiza o indicar separación entre personas estrechamente vinculadas o de cosas habitualmente unidas.

En el primer caso, «diversión» denota primordial donación o extraversión generosa: evasión efusiva de uno mismo y gozosa confusión con los oíros. Por su gracia el individuo rompe la barrera del yo para fundirse y hacerse «diverso» con los demás. En tilo va el espíritu comunitario de la «festividad», que es diversión sustantiva por más que el uso haya dado en matizarla con un adjetivo de frivolidad. Cuando, por el contrario, descuella el aspecto de separación entre personas o grupos, cabe hablar propiamente de «divorcio». En tal supuesto, y aún latiendo el rastro de la diversión etimológica, poco o nada divertidas suelen resultar las circunstancias concomitantes, consecuentes.., o propiamente históricas.

Muchos son los ejemplos que de alianzas, ligas y coaliciones adornadas de «santidad» nos ofrece la historia, mereciendo traer a nuestro caso la formada en París, el 26 de septiembre de 1815, por los soberanos de Rusia, Prusia y Austria, bajo titulo común de Santa Alianza. Y no contento con la solemne resonancia de tal advocación, el zar Alejandro decidió rebautizarla (¡ahí es nada!) como “Muy Santa e Indivisible Trinidad”. Los tres príncipes coaligados (ortodoxo, protestante y católico, respectivamente) se comprometían a reciproca asistencia en perfecta y muy cristiana comunión... y los sucesos revolucionarios de aquel tiempo se encargarían de barrer sus principios eminentemente conservadores.

¡Quién es quién, referida a nuestra circunstancia la «Muy Santa e Indivisible Trinidad»? Ortodoxia y opulencia confieren a Fraga alegórico tratamiento de zar; cumple a Segurado la condición de meritorio coadjutor ascendido a arcipreste... y Alzaga representa, mal que le pese, una renovada acepción de la tesis luterana. En plena y creciente impopularidad, los tres se dicen «populares», transeúnte el uno de la alianza a la coalición y al grupo del pueblo y sin el pueblo; a la caza del escaño liberal (residual, más bien) el otro... y empeñado el tercero en la negación teológica de vínculos e indulgencias o en la abierta proclama del amor libre (o por libre). ¡Qué dirá el Santo Padre, que vive en Roma!

DIARIO 16 - 20/07/1986

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