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Las tres lacras capitales

Las tres lacras capitales

¿Es la envidia el pecado capital entre españoles? La reacción ferozmente partidista tras el referéndum ido (¡y que no vuelva!) induce a la afirmación. Todos salieron de él triunfantes y nadie quiso «ver» en el adversario ese punto de honor o consolación que hasta en el campeonato de Tercera Regional se otorga al colista. “Envidia” procede del verbo latino “invidere”, que significa «no ver». ¿Invidente contumaz? El envidioso. Ciega como el odio es, en efecto, la envidia: el latín hace sinónimas ambas voces y la iconografía presenta ambas flaquezas con una venda en los ojos.

La envidia suscita odio exterminador entre hermanos. Caín envidió, odió y terminó por matar a Abel (véase en ello o no, con Machado, el arquetipo del lance fratricida harto probado por estas latitudes). ¿Algún aspecto positivo e incluso extensivo? Unamuno asigna al sentimiento de la envidia el altísimo honor operar como motor genuino de la civilización latina... y la verdad que a uno se le antoja excesivo adivinar en ella (que es pertinazmente ciega, insisto, como el odio) la luz, por ejemplo, de nuestro Siglo de Oro o la gloria toda del Renacimiento italiano.

Bien pudiera ocurrir que lo habitualmente atribuido a envidia venga determinado realmente por el «fanatismo de las creencias» (no menos ciego, ni menos nuestro), dando paso la simple conjetura al argumento probatorio, historia y cultura en mano. «Desde el punto de vista histórico —escribe el profesor Alonso-Fernández—, hemos sido arrójalos al fanatismo por la experiencia de tres siglos y medio de inquisición», quedando certificado el caso, desde el punto de vista cultural y antropológico, por un «sistema pedagógico represivo, hostil a la tolerancia y a la discusión racional».

Quien quiera confirmar y ampliar cuanto digo lea el libro que. bajo titulo de «Psicología del terrorismo», acaba de dar a la luz e! citado y muy sagaz profesor, o atienda al cotejo comparativo que en sus días vino a establecer Baltasar Gracián, Si el italiano se caracteriza, de acuerdo con el lúcido autor de «El criticón», por su tendencia al enredo y al engaño, el francés, por la codicia, y el alemán, por su amor a la gula y a la guerra..., distínguese el español, «desde el más noble hasta el más plebeyo», por la soberbia, la presunción y el menosprecio por lo ajeno.

A su lado, en verdad que la envidia queda en chiste de barriada. Presumidos, orgullosos y recíprocamente desdeñosos, los unos se declararon estadísticamente vencedores, los otros, moramente, los de más allá, cifraron en la abstención los laureles... y no faltó quien dio por lodo ello en afirmar que la transición (¡ya era hora!) se había producido. No, no la habrá hasta que, aventadas nuestras «tres lacras capitales», la responsabilidad y la tolerancia se antepagan a la represión y al dogmatismo, y el fanatismo de la creencia se vea suplantado por el diálogo de la razón.

DIARIO 16 - 31/03/1986

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