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Otros son los cuadros que faltan en El Prado

Conozco suficientemente a Pita Andrade (aunque entre nosotros no haya mediado palabra en relación con el caso que me ocupa) como para dar fe de su preparación y dedicación a las tareas que por una suerte de obligación moral, y tras no pocas negativas ajenas y propias, en su día aceptó y hoy desarrolla con una entrega muy fuera de lo común. Apenas tomó posesión de su

cargo, prometió todo tipo de información, y no creo que se haya sentido defraudado quien de él haya tenido a bien solicitarla. Dijo que aceptaría toda crítica veraz, leal y elegante, y pocos pueden argüir (y menos que nadie El Imparcial que haya dejado de cumplir lo dicho, respondiendo, incluso, con moneda de la mejor ley. Se propuso recabar la autonomía que al museo compete como propia, descentralizar sus funciones, democratizar muchos de sus cometidos, extenderlos a provincias.... y en ello van sus mejores afanes, como pueden atestiguarlo sus más directos colaboradores y quien quiera cerciorarse por sí mismo.

Ni favor ni intriga

Me parece también fuera de todo lugar la sola insinuación a las presuntas intrigas de que se valió Pita Andrade para hacerse con el cargo de director del museo -pieza, al menos por ahora, nada codiciable-, y me gustaría conocer las fuentes a que recurrió el eventual denunciante. Sólo quien anda en el mundo de la intriga tiene por costumbre u obsesión fiarlo todo a ella. Y no es éste, precisamente, el caso del actual director del museo del Prado. Sepa nuestro desinformado informador que al profesor Pita Andrade se le presentó la opción (hace exactamente tres años) de ocupar, por sola vía de concurso, una cátedra en Madrid, renunciando a ella por no verse envuelto, justamente, en ese mundillo de la intriga tan socorrido y manejado en el acaecer de la Villa y Corte. Me atrevo, en fin, a agregar que dentro de la discutible política seguida por el Ministerio de Cultura, el nombramiento de Pita Andrade como director del museo del Prado responde a muy certera e incluso excepcional decisión.

Elegir un blanco equivocado y errar, además, el tiro. En verdad que la inexactitud de la descabellada denuncia corre infeliz pareja con su flagrante inoportunidad. Muchos y muy graves son los prob lemas que sobre el Prado se precipitan y acumulan, dimanados, todos ellos, de una legislación absurda, desatinada, elaborada en auténticas sesibries, de comadreo y dirigida, que ni a propósito, a cercenar toda labor propiamente cultural en una institución que es algo más que emblema o adorno de cultura. No cabe mayor desatino que atribuir a quien apenas lleva unos meses en el timón de tan destartalado navío las desventuras de antaño. Cuando, contra viento y marea de una legislación demencial, el profesor Pita Andrade y sus más directos colaboradores de primerísima fila (el subdirector, Pérez Sánchez, y el conservador, Díaz Padrón) tratan de regenerar el colmo de la degeneración, a nadie que esté en sí había de ocurrírsele lanzar contra ellos invectivas y promover polémicas. El mal, repito, radica en el disparate de una legislación y de una historia en la que no tuvieron arte ni parte los actuales rectores del museo, y que yo trataré de resumir, en este y sucesivos comentarlos, por vía y a título de la más congruente y objetiva de las denuncias.

Por no abrumar al lector con todo un aluvión de datos, procuraré orillar el lapso o paréntesis que se abre con la apertura misma del Prado al público (19 de noviembre de 1819) y su dependencia directa de la Corona, prosigue con la creación (decreto real de 1912) de un patronato investido de autonomía, y viene a cerrarse, en 1958, con la ley de Entidades Autónomas, que abordaba la regulación definitiva de una serie de prácticas más o menos dispares y nada claras en términos administrativos. Esta ley, origen deteriorado de la reglamentación vigente, suprimió gran cantidad de organismos, clasificando aquellos que se juzgaba necesario prosiguiesen como tales. Entre ellos quedó comprendido el museo del Prado en la categoría B, como organismo autónomo, beneficiario, en parte, del Presupuesto del Estado y subsistente, en la otra, con sus propios ingresos.

El sentido de la ley del 58 es claro. Por un lado, subordina el aparato administrativo a objetivos y fines, cuales los culturales, que no son propios de los administradores públicos (caso, igualmente, de las universidades, institutos de Enseñanza Media ... ). De otra parte, la ley definía el sistema de gobierno de tales entidades culturales, dotándolas de una estructura colegiada, como fórmula la más viable de dirección. En tal sentido, el museo del Prado, con las peculiaridades propias de la legislación española, se acomodaba a la tradicional forma de gobierno de los más importantes museos de Europa. Dentro de semejante marco legal, todo organismo autónomo tiene que depender de algún ministerio y cumplir con todas las disposiciones administrativas que regulan la remuneración de personal, sistemas de contratación.... sin que en tal punto prevalezca ningún viso de autonomía.

La piramide administrativa

Conviene recordar que la Administración obedece a este triple patrón: Administración central (ministerios, con sus delegaciones provinciales, gobiernos civiles ... ), Administración local (diputacipnes, ayuntamientos, mancomunidades ... ) y Administración ínstitucional (organismos autónomos). Siempre ha sido práctica legal que tanto las administraciones locales como las institucionales dependan en mayor o menor proporción de la Administración central, con los consiguientes y muy acusados vínpulos centralizadores. En el caso de los organismos autónomos, la dependencia es doble: adscripción, según quedó dicho, a un determinado ministerio y supervisión de toda tramitación económico-administrativa a través de la intervención que el Ministerio de Hacienda tiene en cada departamento.

El sistema de autonomía administrativa ofrece, pese a todo pesar, unas cuantas ventajas:

a) Independencia de criterio en la selección del personal científico y en la elaboración de programas de investigación y trabajo, con la posibilidad real de elegir a las personas en atención a su exclusiva competencia científica, lejos de toda presión del lado de cuerpos de funcionarios, administradores públicos, grupos políticos, económicos y sociales.

b) Facultad de reglamentar su específica actividad, salvaguardando a la institución de todo intento de desviación de sus concretos cometidos.

e) Presencia, en el propio organismo, de un interventor delegado de Hacienda igualmente propio, con fundado conocimiento de las verdaderas dificultades de la institución y con capacidad para avalar las soluciones pertinentes a cada situación y caso.

d) Posibilidad de ser entidad patrimonial y recibir, en cuanto que tal, subvenciones, donativos y legados, así como ahorrar las sumas no gastadas de algunos capítulos de su presupuesto y no verse obligado, por su condición de organismo autónomo, a la absurda práctica de consumir todos los fondos presupuestados para cada ejercicio anual.

e) Agilización del proceso burocrático y mayor transparencia administrativa: el organismo autónomo tiene la obligación de publicar, al final de cada ejercicio, una memoria ejecutiva de ingresos y gastos.

f) Capacidad para elaborar cada año su propio presupuesto y poder, en consecuencia, financiar las actividades que se juzguen convenientes; capacidad que, por otro lado, se extiende a la rectificación de las sumas presupuestadas, sin mayores dificultades adin inistrativas.

Tal fue la organización legal de nuestro museo del Prado, llegando a conocer, por obra y gracia, especialmente, de su autonomía científica (y por la ejemplar labor de alguno de sus directores, de que en otra entrega daré suficiente noticia) momentos de esplendor, aun dentro de la precariedad en que más de una vez vióse obligada a ejercer su noble encomienda. Y digo fue, porque a partir de 1968 (diez años después de lo ya comentado) perdió el museo del Prado todo, absolutamente todo, lo que ad mi nistrativam ente le había favorecido y con lo que había llegado a emparentar, en tal aspecto, con los más afanados museos de Europa. Quede para la historia que el director de Bellas Artes era, a la sazón, Florentino Pérez Embid, príncipe del comadreo, regente de manga ancha y factotum general del cotarro.

El origen de la catástrofe

En 1968 el museo del Prado pierde, efectivamente, su condición de organismo autónomo y pasa a depender del entonces recién y mal parido Patronato Nacional de Museos. Nuestra primera pinacoteca quedó constituida, a contar de tan infausta fecha, como una simple sección administrativa (la penúltima de las categorías en que se sustenta la pirámide de la Administración con mayúsculas). La capacidad de maniobra y decisión de tan baja subdivisión resulta prácticamente nula, limitándose su función legal a la aplicación de una legislación muy concreta y reductiva, del todo disconforme con la naturaleza que a un museo como el nuestro corresponde y define. A partir de tal día, se inicia una época de inconcebible y profundo deterioro en todos los aspectos de la vida del museo, hasta llegar a un extremo de postración del que difícilmente podrá verse libre si no se deroga, a la mayor urgencia, la ley que actualmente lo desampara.

Los rasgos o elementos más acusados de esta situación, gravemente atentatoria contra la integridad científica y administrativa del museo del Prado son los que siguen:

a) El Patronato Nacional de Museos (que engloba ahora a todos los museos de España) se ha reunido una sola vez: el día de su constitución, y en el despacho del entonces y ya citado director general de Bellas Artes. De ello se desprende que, desde tan triste fecha, jamás se ha tomado alguna decisión científicamente válida ni sobre el museo del Prado ni sobre cualquier otro del país. Por otro lado, todas las decisiones administrativa adoptadas desde entonces -muchas y muy desafortunadas- no son legales, si se tiene en cuenta que la única autoridad con capacidad legal ni tuvo a bien convocar reunión alguna, ni se molestó en refrendar presupuestos y nombra mientos. Desde el punto de vista administrativo, no es osado, pues afirmar que tan caprichosa actividad o inactividad ha venido siendo profundamente irregular y escandalosa, con grave deterioro de las instituciones y del patrimonio de España, debiendo descubrirse en ello la inconfesable decadencia del sector.

b) Este segundo apartado vale de hecho, para albergar una escena surrealista de la más pura estirpe. Ocurre que el presidente del Patronato Nacional de Museos es el director general del Patrimonio Histórico Artístico, dependiente del Ministerio de Cultura, y el del Patronato del Prado es el propio ministro de Cultura. Y comoquiera que éste es una simple sección de aquél, se deduce que el ministro acaba por ser subordinado de su propio subordinado, el mencionado director general.

c) Al verse el Patronato del Prado vacío de auténtica entidad jurídica, su director queda igualmente desprovisto del valor que antes tenía como representante suyo y pasa a interpretar un papel carente de toda personalidad administrativa. Ni la Administración acierta a definir, de algún modo, semejante puesto, ni el director puede actuar en nombre de algo o de alguien. ¿Quién es, así las cosas, la máxima autoridad administrativa del museo? El subdirector gerente (y que nos dure el que por fortuna ahora tenemos) que, al ser jefe de sección, ocupa el vértice más alto (i tan bajo ha caído la jerarquía museística!) de la capacidad de nombramiento administrativo dentro del propio museo.

d) Libre de las ataduras que podría acarrear un patronato in vestido de verdadera capacidad jurídica, la Administración puede hacer caso omiso de aquel cuida doso sistema que la provisión de vacantes comporta, siéndole igualmente factible aumentar o restrin gir su número, así como nombrar a su antojo a cuantas personalidades (o despersonalidades) juzgue oportuno.

e) Rota la personalidad jurídica, los nombramientos del perso nal científico no son controlado por nadie, incumpliéndose con ello la propia reglamentación vigente, que exige sean a propuesta del Patronato del Prado.

f) Como el Patronato Nacional no actúa, todo el mecanismo administrativo recae en su secretario general, que es quien realmente ha tenido en los últimos años el verdadero control. Y es de saberse, para mayor inri, que ninguno de estos secretarios se ha dignado visitar el museo del Prado desde 1968, actuando con el consiguiente y total desconocimiento de los problemas internos y sin que hayan faltado, en algunos casos, explícitas manifestaciones de agresividad.

g) Ante tan anómala situación se hace harto explicable que no salgan a oposición las plazas de conservadores del Prado, y cuando sale alguna (dos anunciadas en 1977), nadie controle los programas, o se consienta que a los dos concursantes (especialistas, ambos, de prestigio internacional) se les proponga unos ejercicios eliminatorios (como si entrara en los propósitos de la Administración eliminar a dos personalidades que se verían rifadas en no pocos museos foráneos) de los que sólo el último corresponde a la especialidad respectiva, al tiempo que se tolera la composición de unos tribunales faltos de fiables expertos en la concreta disciplina de cada caso.

Otros son los cuadros

Quede para próxima ocasión el recuento pormenorizado de otras y otras deficiencias y anomalías que sólo el talento y el tesón de los que dentro del museo trabajan (tal es el término más ajustado a verdad) pueden ir paliando, frente a los caprichos de una Administración que o los relega al olvido o entorpece frontalmente su abnegado quehacer. Valgan (y cuantas más, mejor) las denuncias, siempre y cuando haya certera elección en el blanco y buena puntería en el tiro. Atribuir al actual director, y a sus laboriosos y más directos colaboradores (primerísimas figuras, repito, en menesteres de investigación, conservación y docencia) la desaparición de un solo cuadro del Prado (¡ni el más desdeñable de los dibujos!) es tanto, extendiendo el desmán, como hacerles responsables del incendio de Roma o de la destrucción de Itálica famosa. Otros son los que tienen que responder, y líneas arriba se resumen unos cuantos cargos de los que urge dar cuenta (con o sin fiscal del Reino) y exigir cuanto antes el oportuno remedio. No son cuadros pictóricos los que faltan en el museo del Prado; cuadros de directivos competentes, a nivel de Administración con mayúscula, son los que en todo este asunto se echan muy de menos, junto con una ley que devuelva la autonomía o no entorpezca, al menos, la encomiable labor de quienes velan por nuestra primera y una de las principales pinacotecas del mundo

EL PAIS - 24/08/1978

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