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El cincuentenario del Primer Manifiesto Surrealista

El cincuentenario del surrealismo o, más bien, del Primer Manifiesto Surrealista. Parece oportuna la distinción por cuanto no es lo mismo aludir al. cuerpo y desarrollo de una corriente estética (o estético-vital), con todas sus afluencias y desembocaduras, que proponer a nuestra consideración el punto escueto de un origen, el vislumbre de una expectativa o la afirmación primera de un credo. Y ocurre que lo mejor y más durable de este Primer Manifiesto de Bretón es, visto desde hoy, su innegable congruencia histórica, su entronque feliz con el pensamiento y la realidad o la incógnita decisiva de su tiempo, resultando, por el contrario, harto difícil homologar o reducir a un principio las consecuencias prácticas que de él arribaron al confín estético en general y, en particular, al campo y el ejercicio de las artes plásticas.

El cincuentenario del Primer Manifiesto de Bretón supone de otra parte, y por su mismo enunciado, una visión retrospectiva, con los riesgos inevitables que toda revisión o reconsideración conlleva, especialmente uno: el reducir la historia. dada de lado la intención concreta de sus protagonistas, a sola y pura significación objetiva. ¿Cómo es posible -preguntaba yo en mi "Picasso"- asignar un significado objetivo a las acciones históricas? Privándolas de futuro, reduciéndolas al ayer, excluyendo de ellas lo que tienen más de histórico. Porque ocurre que las acciones históricas adquieren. contempladas como sumisas al ayer, una significación muy distinta de la que tuvieron a los ojos de sus verdaderos impulsores.

La acción histórica propiamente dicha, si en verdad es acción, implica esencial expectativa: un hallarse ante la incertidumbre del futuro. Y es en el pulso de esa incertidumbre donde radica la entraña histórica de una acción, entendida como acción. "La historia real -ha escrito Karel Kosik. saliendo al paso de tales reducciones y privaciones- acaece en un tiempo triple: con un pasado, en un presente y sin saber cuál es el futuro". Y si éste es el proceso real de la historia, ¿parecerá lícito su traslado a un solo tiempo, es decir, al pasado o a lo que nosotros vemos como pasado? La historia escrita, así las cosas, tendría poco que ver con la que de hecho se vivió; porque la historia se vivió en una triplicidad temporal y se la escribe en un solo tiempo, esto es, fuera del tiempo.

Los verdaderos protagonistas históricos se hallaban, en su momento, ante una incógnita que nosotros, en el nuestro, ya tenemos despejada, dando, desde el hoy, como resultado seguro lo que en su ayer era para ellos sola expectativa, pura incertidumbre. Y es en ello donde se nos descubre lo erróneo del procedimiento que conduce a captar la significación objetiva de una acción: situar todos los acontecimientos en un solo plano, en el plano del pasado. Semejante óptica retrospectiva desmorona aquella triple dimensión del tiempo de que hablaba Kosik. El tiempo real es, sin embargo, obediente a dicha triple dimensión, resultando muy distinta su significación de la que se desprende de convertir la historia en solo pasado. "La significación objetiva -ha escrito al respecto Patricio Bulnes no es una significación histórica si entendemos por tal, aquella que se fragua en un tiempo triple (cuando hay futuro, es decir, cuando el futuro es desconocido) y no aquella otra que se sitúa en un solo tiempo, esto es, en el pasado".

Entienda ahora el lector el porqué de la distinción con que se inician estos escritos. No es lo mismo aludir en general al surrealismo que hablar del cincuentenario de su primer manifiesto. Aparte de que la conmemoración del año en curso se ciñe a este último suceso, no está demás advertir que si centramos la atención en el desarrollo del surrealismo, aceptamos un hecho consumado, en tanto que el solo intento de remontarnos al año 1924 (al instante preciso en que Bretón traza las lineas maestras de su manifiesto), compartimos de algún modo su expectativa, su propio futuro o la incógnita de su futuro (no la comprobación causal y encadenada de nuestro propio pasado, ni su inocente fluidez, ni su lógica continuidad).

Abordar el fenómeno surrealista como un simple suceso de nuestro pasado equivale a enlazar causalmente la expectativa de Bretón y sus huestes con la consumación de un futuro que ellos ignoraban y dar por comprobadas sus concretas intenciones en las realidades efectivas que tras ellas vinieron. Aquí se quiere (al menos en propósito) encarnar la expectativa que alentó los escritos de Bretón en su momento histórico, y de ningún modo aceptar como continuidad cumplida y verificada lo que a sus ojos era incógnita o incertidumbre de porvenir. Quede, así, centrada la atención en aquello que para él fue estricto pasado y en el carácter de ruptura que su proclama imprimió en su ayer. Quede, en suma, Bretón enfrentado a su pasado, no al nuestro (porque lo que nosotros, de cara a su manifiesto, vemos como ayer para él era mañana, y lo que para él era pura expectativa puede ser ingenuamente interpretado por nosotros como lógica continuidad, como patente fluidez).

Cincuentenario, pues, del Primer Manifiesto Surrealista y un propósito firme de remitir este comentario a su texto literal o al espíritu que lo animó, no a las consecuencias que de él se dedujeron o damos nosotros por deducidas. No achaque el lector a estas líneas reiteración e insistencia ni juzgue excesivo el acusado matiz preambular con que se vienen urdiendo. Son traídas al caso las razones precedentes con el ánimo de disipar presumibles confusiones que el signo de nuestro presente (de aparente afinidad a aquel en que estalló el Primer Manifiesto y de fervientes adhesiones a su estallido) puede arrastrar consigo y llevarnos a dar por válidas, de cara a la concepción y al ejercicio del arte de hoy, unas premisas que afrontaban otra realidad y otro futuro, o, lo que es más grave, inducirnos a resucitar los mejores o peores resultados que de ellas nacieron.

Y es lo cierto que, hecha la cuenta y recuenta de las tendencias y corrientes más características y definitorias del arte contemporáneo, son dos las que hoy se nos dan como más investidas de vigencia: el dadaísmo y el surrealismo. ¿Por qué? Por una razón, a juicio mío, harto elemental: el hecho simplicísimo de que ambos movimientos entrañaron, más que una práctica artística, una actitud vital. A contar del impresionismo, todas las vanguardias (fauvismo, cubismo, futurismo, constructivismo, expresionismo, informalismo...) aportaron fundamentalmente nuevas técnicas expresivas, excepto el dadaísmo y el surrealismo, reducimos por principio a una llana actitud vital. Ahora bien, una nueva concepción técnica se agota en su propio ejercicio y, a merced de él, concluye necesariamente en práctica académica, definitivamente exenta de virtualidad y de operancia. No así una simple actitud, aquella al menos que renuncia a todo tipo de concepto y de obra (tal el caso del dadaísmo) o admite todas las posibles e imposibles e incluso, contradictorias (¿a cuántas y cuán dispares manifestaciones no les es aplicable el apelativo surrealista?)

Al dadaísmo y al surrealismo les cuadra como algo propio y exclusivo la sola adopción de un gesto o la faz negativa y positiva, respectivamente, de una misma actitud vital. "El dadaísmo -ha escrito con sobrada razón Mario de Micheli- no es tanto una tendencia artístico-literaria, como una disposición particular del espíritu; es el acto extremo del antidogmatismo que emplea cualquier medio para llevar adelante su batalla. Más que la obra es el gesto lo que interesa a Dadá; y el gesto puede cumplirse en cualquier sentido del hábito, de la política, del arte, de las relaciones. (...) Desde este punto de vista, el dadaísmo va más allá del significado o de la simple noción de movimiento y llega a ser una manera de vivir".

Si la actitud dadaísta entraña la absoluta negación vital de toda obra y todo concepto, el surrealismo significa, también como actitud, la absoluta afirmación de un credo, la configuración de una doctrina general de la libertad que, como tal, admite y aprueba cualquier tipo de obra en que ésta se patentice y libere a quien la hace o a quien la comparte. Su repulsa no va, pues, contra la obra ni contra el concepto, sino contra cualquier normativa académica que condicione el libre ejercicio del vivir y del manifestar y contra cualquier producto artístico que se acomode a un canon de técnica o escuela o a un valor de perfección preestablecido. "Al igual que Dadá -agrega el autor antedicho tampoco el surrealismo se presenta como una escuela literaria o artística."

Faz positiva y faz negativa de una misma y oportuna actividad vital, el dadaísmo y el surrealismo mantienen hoy mucho de su vigencia y no poco de expectativa, justamente -por no haberse consumado en la plasmación de una técnica específica o de una consecuencia pragmática. Diríamos que el dadaísmo y el surrealismo aún no se han hecho y nunca realmente se harán, como cumplimiento, al menos, de un fin perfectivo; el primero porque renuncia de antemano a su propio hacerse, y el otro porque no ofrece un cauce seguro de ejercicio ni reconoce una obra ejemplar o ajustada a una academia que por principio no existe. Si De Micheli llama a Dadá la pars destruens, bien podemos nosotros considerar al surrealismo como la pars construens de una misma actitud vital, la audaz propuesta de una concepción del hombre y de la vida, más que del arte, fundada en el pensamiento (científico y filosófico) a la que el arte tiene la virtud de aproximarnos.

El surrealismo es la proclama de una abierta y libre actitud, convertida en doctrina o en concepción humano-vital y originariamente enunciada en el primer manifiesto cuyo cincuentenario conmemoramos. No puede hablarse con propiedad de un arte surrealista, en la acepción tradicional (cúmulo de normas destinadas a un acto perfectivo), ni siquiera de obra surrealista como un producto único y peculiar u obediente a los postulados de una escuela (en el sentido, por ejemplo, en el que hablamos de un cuadro cubista), y sí de obras surrealistas (posibles, imaginables y también antagónicas), todas las que, con mejor o peor fortuna, intentaron traducir aquella actitud genérica de libertad. El análisis del surrealismo, desde esta angulación, puede conducirnos, ciertamente, a la contradicción, a la encrucijada y también a la expectativa de algo aún por hacer (dado que el arte surrealista aún no se ha hecho).

El simple repaso del surrealismo histórico vendría a corroborar y ejemplificar cuanto decimos, mejor que nuestras propias razones. ¿Quiénes son los surrealistas y cuáles y cuántas las obras acreedoras de tal título? ¿Qué relación y de qué congruencia nos es dado establecer entre los Jrottages de Max Ernst (cuyo influjo había de ser decisivo en las experiencias renovadoras, revolucionarias, de Jackson Pollock), abiertos de par en par a la liberación de los materiales y del mismo proceso creador, y las imágenes paranoicas de Dalí (precedente ramplón de las ramplonerías hiper-realistas tan a la moda o a la rutina), herméticamente cerradas en los límites del más relamido academicismo? ¿Puede valer un mismo apelativo para definir las inquietantes y soberbias indicaciones de Klee (que de puro y ubérrimo surrealista, ni siquiera lo fue de adscripción y de oficio) y el decadentismo lamentable e infantil erotismo de Delvaux (surrealista de nómina, oficio y beneficio)?

Tales y tan contradictorios ejemplos pueden multiplicarse indefinidamente hasta agotar la lista completa de los surrealistas, los de profesión y los de simpatía, los rectos, los afines y los colaterales. Poco, en efecto, tienen que ver las eyaculaciones cósmicas de Tanguy con los geomorfismos oníricos de Arp, las estilizaciones aéreas de Giacometty y las plazas desiertas de Giorgio De Chirico, las risueñas máquinas de Picabia y lasfotogenias de Magritte, el universo germinal de Joan Miró y los procesos de automatismo de André Masson, las deflagraciones de Matta y las ensoñaciones de Rosseau, las sofisticadas sorpresas de Helion y los parajes enmudecidos de Balthus... y los diversos senderos, en fin, por donde transitaron Duchamp, Kandinsky, Ray, Lam, Michaux, Chagall, Pierre Roy, Labisse, Cournes, Cattiaux, Goetz, Toyen, Berman, Leonor Fin¡, Domínguez, Kay Sagc, Esteban Francés...

Referida la cuestión al campo poético, resulta aún mas difícil la reducción y homologación de quienes, adictos en principio a la proclama surrealista, nos dejaron versos y prosas no poco divergentes. El propio Bretón nos regala un catálogo de poetas surrealistas, digamos, atemporales, en cuya lectura o letanía (tal como se desgrana en el primer manifiesto que comentamos) lo definitivo de su concurso respectivo es su respectiva divergencia: Swift es surrealista en la maldad; Sade, en el sadismo; Desbordes- Valmore, en el amor; Bertrand, en el pasado; Rabbe, en la muerte; Poe, en la aventura; Baudelaire, en la moral; Rimbaud, en la práctica de la vida y en otras cosas más; Mallarme, en la confidencia; Jarry, en el ajenjo; Nouvesu, en el beso; Saint-Pol-Roux, en el símbolo; Fargue, en la atmósfera; Vaché, en mí; Reverdy, en su casa; St. J. Perse, a distancia; Constant, en, política; Chateaubriand, en el exotismo..., y también "Víctor Hugo es surrealista cuando no es bobo..."

Dijérase que el contrapunto de esta coincidencia de actitud y divergencia de obra se acentúa aún más en el recuento de los verdaderos impulsores del movimiento surrealista hasta parecernos fundamentales, quizá los más decisivos, algunos de los que no formaron en las filas del grupo oficial y corresponderles en justicia, la afirmación genuina de tal cual postulado básico de la nueva corriente. La afirmación bretoniana del automatismo, por ejemplo, había sido formulada por el dadaísta Tzara ("el pensamiento se forma en la boca"), habiendo corrido sus mejores logros de cuenta de Apollinaire (cuyo nombre no consta en el Manifiesto) y no dejando de ser paradójico que figuras de la talla de un Artaud o un Bataille se vieran prácticamente excluidas de la consideración del surrealismo oficial y hallaran en ella favor y privilegio poetas harto inferiores, como Aragón y Eluard, en perjuicio de otros de alto vuelo como Michaux o Desnos.

Que un mismo credo desate una diversidad o discrepancia de expresión tan manifiesta, de parte de los correligionarios y prosélitos (y de parte también de quienes se hicieron eco de la buena nueva más por congruencia histórica que por explícita confesión), viene a probar su extremado carácter de actitud general, ni académica ni dogmática, y su mínima o nula aportación técnica, o la más remota condición de escuela. Todos fueron surrealistas y pocos, por no decir ninguno, dan ocasión para deducir similitudes expresivas o parentescos estilísticos (harto comprobables en el cubismo, futurismo, constructivismo, informalismo... y demás corrientes vanguardistas). De aquí que el comentario haya de ceñirse con exclusividad al aspecto teórico y a la oportunidad histórica de un gesto compartido, a la letra, en suma, y al espíritu de ese primer manifiesto de Breton, síntesis de ambos aspectos yaudazproclama de una renovada y singular concepción humano-estético-vital.

La revisión o reconsideración del surrealismo nos exige remontarnos al año 1924, a la sola expectativa de Breton y sus huestes, no a la sucesión encadenada de sus consecuencias empíricas, tan dispares o divergentes, por no decir contradictorias. De lo contrario, y dada la similitud de nuestro presente (a caballo de un pasado artístico deslumbrante y agotado, y de un porvenir tan incitante como cargado de incertidumbre) con relación a aquel en que vio la luz el primer manifiesto, corremos el riesgo de confundir la validez de una actitud vital con el remedio -de unos productos más o menos consecuentes o dimanantes de ella, hasta convertir en obra académica lo que nació como repulsa del orden preestablecido o como simple y audaz grito liberador. ¿Hay acaso algo más incongruente que remedar un objeto manufacturado de Duchamp o una máscara fotogénica de Magritte, en vez de profundizar en la actitud general que alentó a dadaístas y surrealistas, y darla por renovable con mayor alcance y mejor augurio?

No hubo arte surrealista ni obra surrealista. Allá, hacia 1924, se produjo, más bien, una abierta y tajante actitud, un plante, frente al orden preestablecido, al conceptualismo secularmente transmitido y al lenguaje generacionalmente heredado, y un propósito decidido de acercamiento a la genuinidad de la vida, sin mediaciones, canones ni ordenanzas. La rotunda afirmación surrealista y su honda raíz vital dan pie, en el mejor de los casos, a la deducción y a la vigencia de un pensamiento global, filosófico (como el que ha acertado a urdir Ferdinand Alquie, bajo el título, no poco significativo, de "Filosofía del surrealismo"); y a la adopción alertadora de una panorámica (entre la incertidumbre y la expectativa) de cara al porvenir que nos acecha a la vuelta de la esquina.

GAZETA DEL ARTE - 30/12/1974

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