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LA FIESTA SIGUE

No se pueden crear fiestas por decreto, ni por decreto pueden borrarse las cifras coloreadas del calendario. El ciudadano Robespierre cayó en la temeridad de sustituir los santos patronos por deidades abstractas (la Razón, la Fertilidad, el Progreso...), y así se fueron las cosas. No, no vale inventar lo que ya existe ni imponer tampoco lo inexistente hasta que el tiempo lo incorpore y bautice. Muchos soles y lunas exige la conmemoración para que llegue a serlo de sí misma. Cambiar los días feriales del santoral por el capricho de otras advocaciones es empresa tan insensata como modificar, a tenor de la coyuntura política, los nombres de las calles; que «lo que no fue no s e r á », se desprende del «Eclesiastés», y «lo que no es tradición -añade nuestro Eugenio D'Ors- es plagio».

Viene a cuento todo ello para atemperar sentenciosamente a los renacidos Robespierres (en un no lejano ni afortunado programa de TVE nos tuvieron en vilo) que siguen erre que erre contra la fiesta de los toros y dale que dale con suplantarla por la del paternalismo, el humanitarismo... o el amor al geranio y al loro; conceptos, todos ellos, dignos de la mayor estima, pero no constitutivos (al igual que los instituidos por el insigne guillotinado) de lo que en su más llano sentir llamamos festividad. Y si la de los toros resulta indicio de la manera de ser de un pueblo, indaguen sus detractores en la condición de éste y dejen aquélla en paz, o den fe de tantas y tantas corridas como a sus ojos se echó, antes de arrojar la primera piedra, otro don Eugenio. El resto, que es lo más y mejor, constituye ya historia.

Tauromaquia y liturgia son las voces más acordes con !o que de forma genérica y sustantiva denominamos los toros. La una dice relación con el arte y con la fiesta la otra, atañentes ambas al particular matrimonio que por estas tierras se dio entre el barroco y el neoclasicismo. Índice de decadencia propia o de incipiente desvinculación de la común cultura europea, es lo cierto que la llagada del siglo XVIII (punto de origen en la organización de la tauromaquia y del festejo) nos va a suponer el enlace singular entre dos tendencias de signo contrario. No deja de ser revelador que !a arquitectura más representativa de aquel tiempo reciba el nombre (sintomático y sintético) de barroco-clasicista.

Entre el tardo-barroco y el neo-clasicismo nació la tauromaquia, q u e etimológicamente significa lucha, disputa o lance (término específicamente consagrado) con el toro y se traduce pragmáticamente -en aquel cúmulo de reglas que constituyen el concepto originario de arte. Las tauromaquias son tratados de arte: compendios de normas y principios para llevar felizmente a cabo la contienda con el toro. Ajustarse a ellas es torear de acuerdo con el arte, afloren o no los otros valores c e estricta creación que también incluye el término. Vale decir que es diestro el que tiene la habilidad (la destreza) de trasladar a -la candente arena la norma fría del arte, cumpliendo el de artista a quien la interpreta desde su propia personalidad e iluminación creadora.

La tauromaquia cae, digamos, del lado neoclasicista de un suceso único. Normas del arte son tanto la antigua división de los pases en naturales y cambiados como el moderno dogma orteguiano del parar, templar y mandar... y la restante preceptiva en torno a la debida consumación de las suertes. Los tres actos incluso (picar, banderillear y -matar a estoque) a que se atiene el programa y en que se desarrolla, punto por punto, la corrida no pueden ocultar su ascendencia neoclásica, su obediencia fiel a aquella -exacta medida temporal que el teatro francés dedujo de la concepción aristotélica del drama. Y si en vez de actos se llaman suertes, débase ello a que la escena acontece en terrenos del riesgo que, junto al valor y al saber, demandan buena ventura.

Considerados, en cambio, como liturgia, los toros son feudo del barroco. ¿Qué es la fiesta sino litúrgico derroche sin recuperación posible, proclamación de lo eminentemente improductivo, d e 1 adorno por el adorno, de la donación, del despilfarro sin trueque o componenda..., de todas y todas las notas aproximativas al espíritu del barroco? Quintaesencia de él, la fiesta se despliega como conmemoración de sí misma. Si los toros, fiesta de las fiestas, se hallan, según dicen otros, -en crisis (a uno se le ocurre más certera la mención de lo decadente), es porque todas las demás han ido a parar a manos de la producción, a su reglamentación sistemática. ¿Cómo de otra suerte sería posible hablar de fiestas recuperables?

A la hora de exaltar el valor de lo inútil, Georges Bataille propone el ejemplo del sol que regala el derroche diario de sus rayos a todo un sistema cósmico sin recibir nada a cambio. La idea de la pérdida excede las fronteras del arte para abarcar el despilfarro del cosmos. Frente e las premisas de la producción hay estados de absoluta donación sin recompensa (la gran fiesta del sol no es recuperable). El hombre de hoy, falto de un auténtico espíritu festivo, se hace insensible a la idea de exuberancia, de belleza, de derroche, y mal puede participar del sentido de la festividad, de la liturgia y del barroco. Es en el ruedo donde la cara neoclásica del arte queda contrastada (¿sintetizada?) por el reverso barroco de la liturgia, de principio a fin de la corrida y con todo el cúmulo de contradicciones y tornasoladas incidencias.

«Con el permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide.» Tal es la fórmula ritual que encabeza el cartel de toros, y dos las inequívocas referencias a que se atiene su enunciado, con aire y acento de pregón o edicto público: el Poder constituido y la anuencia climatológica. Cierto que cualquier manifestación o congregación masiva requiere del consabido permiso gubernativo, y - todo espectáculo al aire libre depende, por su naturaleza misma, de la buena o mala cara del día. No es menos cierto, sin embargo, que el carácter explícito y enfático del •«con el permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impiden resulta propio y consustancial en la liturgia de la 'bien llamada fiesta nacional.

Obsérvese, en primer lugar, que se habla de la autoridad sin adjetivo; la autoridad a secas y por antonomasia. El festejo queda a merced de la Autoridad, con mayúscula, de aquella egregia investidura cuyo origen y destino no pocos quebraderos de cabeza procuraron a nuestros naturalistas del Siglo de Oro. No, no se trata de un mero trámite burocrático. Se invoca, sin embargo, al Poder en su más alta acepción y condición, y con el adorno de la inmunidad que lo define. El favor del cielo es requerido, por otra parte, en su límite más extremado: no es el caso de un simple y complaciente consentir, sino de un exigente y tajante no impedir.

A golpe de pañuelo el presidente concita (a tenor inexcusable de la hora fijada) el grito del clarín y el rugir de los timbales, cuya singular fanfarria decidirá orden y concierto del restante y sucesivo acontecer. Allá, en las alturas, la figura del presidente, rodeado de pañuelos, se magnifica mientras exhibe la gama multicromática y polisémica de sus decisiones absolutamente inapelables. Presidente por un par de horas, y con eventual tratamiento de usía (del que ha de verse privado apenas concluya el festejo), gozará, en el ínterin, de unas atribuciones que sólo los emperadores de la Roma clásica conocieron en los días de esplendor. Premios y castigos dependerán, en la plaza, del color de sus pañuelos, como vida y muerte dependían, en el Coliseum, del giro que imprimiera el César a su dedo gordo.

Algo tiene el usia de taumaturgo o de simple prestidigitador, y es un gozo contemplar cómo muestra o escamotea sus pañuelos (rojos, blancos y verdes) con la gracia o el infortunio de complacer a la turbamulta convertida en respetable o de suscitar el enojo colectivo que -en algunos casos llega a redundar, conforme a lo pactado, en la más absoluta falta de respeto. Todo depende del buen o mal uso que el usía haga de los pañuelos, de la oportunidad cronometrada con que acierte a relacionar el cromatismo del respectivo significante. De nada vale el unánime flamear por parte del público si el presidente no asoma al balcón la prenda del caso, de acuerdo con el más enigmático y peculiar de los códigos; que si el código de los mares es de banderas, el de las arenas es de pañuelos.

Fiesta arquetípica es ésta de los toros; fiesta investida de un sentido litúrgico tan suyo que hasta su valoración más pesimista exige una cierta entonación de lenguaje. Cuando van mal las cosas del teatro, se habla de crisis (ignora uno cuántas crisis teatrales se han producido en los últimos años). Tampoco han ido bien, por tiempo tal, los asuntos taurinos. Nadie, sin embargo, que se precie de iniciado hablará, según dije, de crisis, sino de decadencia (¡la decadencia de la fiesta!), término que implica una no oculta magnificación de aquello mismo que trata de denunciar. La decadencia es glorioso signo crepuscular, digno, y muy digno, de- representar por sí mismo todo un género artístico-literario.

Siendo signo distinto de !a festividad -ya quedó dicho- su carácter eminentemente improductivo, su específico matiz de pura donación ,',1n recuperación imaginable, a ninguna mejor que a la de los toros cuadraría cualquiera de tales notas. Al derroche de luz, música, calor, broncas y ovaciones, palmas y pitos..., al mismo derroche económico (¡burla de fluctuaciones, oscilaciones e inflaciones!), la fiesta de los toros agrega el derroche de la vida misma en unas lindes y fronteras en que se han transcendido (perdón, transgredido) los derechos y las obligaciones, como el dictado de aquellas dos categorías que Bergson contrapone y llama moral negativa y moral positiva.

Distingue Bergson entre ambas formulaciones éticas asignando la primera al ciudadano común y haciendo exclusiva del h é r o e la otra. Aquélla se enuncia por vía de sistemática y sucesiva negación («no hurtarás, no difamarás, no fornicarás... » y así hasta diez, hasta la cuenta completa del decálogo). La otra, por el contrario, se funda en una audaz afirmación transgresora, en dar un paso arriesgado más allá de !os derechos y las obligaciones. Nadie, en efecto, está obligado a comportarse como un héroe ni a arrogarse principio de transgresión. ¿Y qué es lo que hace el torero -en la soledad de las arenas sino dar hacía adelante ese paso que, al margen de derechos y obligaciones, viene a poner en-juego su vida?

Ha sonado ¡la hora (esto es, ha -sacado el presidente el primero de los pañuelos) y al instante se produce en la plaza una radical división territorial y jurisdiccional.. A este lado de ala barrera queda el feudo civil de los derechos («He pagado -grita alguien desde el tendido- y tengo derecho a. protestar») y la exigencia de las obligaciones (»¡Hay que obligar -matiza el convecino- a que se cumpla el reglamento!») Al otro 'lado del burladero se abre el temible reino de la transgresión y la soledad. Toro y torero, cara a cara, a cuerpo limpio, van a iniciar un juego en que la muerte de uno corre peligro y está garantizada de antemano la muerte del otro.

El héroe de la fiesta, así las cosas, es el toro. Puede el matador saborear, entre lance y lance, las mieles de la gloria o pagar con su sangre su osadía. No así el toro. Para él no hay opción ni con -61 va el dilema. Ha de morir en virtud de una sentencia inapelable, dictada con sobrada antelación y a espaldas de su natural apetencia. Igual que acontecía a los legendarios héroes de Grecia. Vuelva usted los ojos al cartel y repare: «Con el permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide, serán picados, banderilleados y muertos a estoque seis hermosos toros, seis, de la afamada ganadería...». La sentencia ha quedado inexorablemente dictada, aunque en homenaje a los se la adorne con una nota de hermosura.

También el torero encarna, sea en segundo grado, la imagen de la heroicidad y de la moral positiva. Es él quien, por su cuenta y riesgo, decide pisar la raya que define y garantiza el orden civil. El es el que da el arrogante paso hacia aquella región en que para nada cuenta ya lo exigible o lo demandable. Buena prueba es que está solo, mostrando el temple (el del corazón y el de la muleta) aun bello animad, ayer bonancible, hoy enfurecido e igualmente solo, ante la expectativa de una multitud nutrida y arropada en su propio griterío, con todas las exigencias y demandas de su !Ido.

¿Qué es ello sino derroche, vida incluida, de un caudal eminentemente improductivo, o productivo, si se quiere, de belleza y nuevo derroche? «¡Sólo el derroche es belleza!», dejó escrito William Blake. Postergadas o transgredidas ciertas y muy lamentables precisiones laborales impuestas por el omnipotente mundo de la producción, tampoco la fiesta de los toros es fiesta recuperable. Nada de lo que en el ruedo se teje y desteje admite otra recuperación que la evocación y -el recuerdo. Va y viene 'la tela al compás del toro, sin posibilidad de que se repita ninguno de los momentos, luces y matices de la tarde. Y quien dice que en el ruedo ha quedado dibujada una media verónica es espíritu impenitentemente dado a la metáfora.

¡Derroche de sol y sombra, de vida y muerte y, sobre todo, de autoridad! Si la miss de turno es reina por un año, el presidente de la corrida es emperador por apenas dos horas, pero en posesión de atribuciones tales que nadie, allí y entonces, puede ejercer o superar, ni siquiera la Corona. El señor presidente es árbitro inmune y juez inapelable. Los dos carismas que, de acuerdo con el profundo sentir teológico de los Vitoria, Suárez, Molina... vienen a ungir las sienes del príncipe soberano, dan igualmente lustre, esplendor y autoridad sin cuento a los variopintos pañuelos del usía. Por grave o alegre que sea su arbitrariedad, no recibirá admonición ni castigo. Por insultante inicua que parezca su ser, tencia, no habrá lugar a recurso o demanda de parte.

La inmunidad y le inapelabilidad, refrendo del Poder por antonomasia, refrendan, no de otro modo, el fallo del palco presidencial, sin que el respetable tenga otra vía de defensas que la pataleta y el insulto. Y es ésta !a tercera nota, redobladamente festiva, que adorna la figura, difícilmente tipificable, del señor presidente. Marra el usia en su decisión o yerra en la tonalidad del pañuelo, y -el público podrá corear a sus anchas y sin apercibimiento de corrección: «¡Sinvergüenza!, ¡sinvergüenza!, ¡sinvergüenza!» La decisión, no obstante, quedará en pie y el pañuelo hará valer el significado inexorable del pañuelo elegido.

Razonables y muy actualizadas corrientes del pensamiento crítico-taurino vienen pugnando por despojar de su absolutismo al señor presidente. Si es árbitro -alegan-, que sea también técnico y quede sujeto a castigo por parte del correspondiente comité de competición. No. Si el protagonista en el ruedo es un transgresor, dotado de un exceso de moral positiva, el protagonista en el palco debe ser otro transgresor, investido de un exceso tal de autoridad que no se allane a otro freno que !a inclemencia del clima. Todo -lo que, a fin de cuentas, acaece en el ruedo es pura festividad, efusión irrecuperable, despilfarro, derroche. Se mitifica a un noble bruto, juega a héroe un buen mozo, se convierte en emperador un comisario y halla el respetable la ocasión, que ni soñada, de increpar al poder de los poderes. Y la fiesta sigue.

ABC - 17/05/1981

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