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Antonio Lopez Garcia

«Aquí, la ponderación del tiempo -dejé escrito en el catálogo de su exposición en París, el año 1971- el cómputo sin pausa, la suprema densidad, el poso del tiempo.» El choque inmediato de la contemplación de cara a una obra de Antonio López García, es el encuentro súbito con la faz, con la materia misma del tiempo. Una sustancia densa y diacrónica (no la pátina amarillenta del arcaísmo) inunda, asienta y aclimata el lugar común, el suceso diario, la temperatura hodierna -diremos con Heidegger- de estas escenas cotidianas, próximas a las cosas de la costumbre, desprovistas aparentemente de onticidad y fugazmente convertidas en entidades absolutas. Cosas son como las cosas, elegidas de entre las cosas, cuyo conocimiento y elaboración costaron a su hacedor tiempo indecible y paciente empeño, y ahora se consolidan, plenas de concreción, ante los ojos.

El proceso instaurador de Antonio López García excede toda medida y límite. No hay pausa capaz de distraer la obstinación en hacer suyo (átomo por átomo) el tránsito de las cosas. Ningún reclamo haría decrecer su cauteloso acercamiento al mundo o sustraerlo de su conciencia embargante, de su duración. ¿Cuánto tiempo emplea Antonio López García en la consumación de una, de cada una de sus obras? La verdad absoluta que, impregnada en el poso del tiempo, suscita o maravilla nuestro mirar, ahorra el recurso al calendario. Conozco una de sus creaciones que, bajo la firma, lleva esta significativa datación: 1961-1970. ¡Nueve años de íntima concentración, de idas y vueltas en torno a un único quehacer, son más que suficientes a la hora de ejemplificar la tenacidad, la incidencia, el grado incoativo, durativo y perfectivo de los trabajos y los días de nuestro hombre!

¿A quién no ha cautivado el rasgo fugitivo y subyacente que en no pocas obras de Velázquez (traiga el lector a su recuerdo el Felipe IV enlutado o el ecuestre del museo del Prado) descubre, bajo la composición definitiva, el trasunto de otros acaeceres soterrados y desvaídos, pero indelebles en la inserción de diversas temporalidades, a manera de estratos, en que se funda una misma realidad? Más complejo es aún el proceder de Antonio López García, más tensa y palpitante su batalla con el tiempo, y más profundas las huellas que el tránsito de la edad va imprimiendo en la faz definitiva de cada una de sus creaciones. Porque en ellas el acontecer se interrumpe con la luz de la estación que fenece, para reanudarse en otro amanecer o amaneceres que anuncian y exigen formas nuevas, incluso insospechadas, de la conciencia, del tiempo y de la manifestación.

El paso y el retorno de las luces, de los días, de las estaciones..., acuden al paciente empeño repetitivo de López García en pos de la aprehensión de aquel fragmento de la realidad que, cayendo epifánicamente bajo sus ojos, ha de consumarse en colmada duración, en pulsación sonora del tiempo. Deseche el lector todo acento metafórico en la alusión al paso y retorno de las estaciones; que es muy capaz nuestro hombre de esperar al otoño u otoños venideros para concluir una porción de realidad concentrada, con la misma autenticidad que tuviera en el otoño ido. En ello yace el secreto de las cosas (cosas de entre las cosas) reveladas por Antonio López García. Sus ojos, inundados en la corriente de la temporalidad, han divisado la rotunda continuidad del mundo, su absoluta diferencia, y sus manos nos la transmite ahora por vía de repetición, dejando en nuestra conciencia, en nuestra memoria, en nuestro sentido la dimensión más genuina de las artes plásticas: la pregnancia de la duración (no el furtivo remedo apariencia) de que tanto se pagan los neo- o mágico- hiper-realistas).

En la estricta consideración de la temporalidad, a la luz de las ideas de repetición y diferencia (cuya reducción última posibilita la síntesis entre figuración y abstraccionismo) y por palmario contraste con la actitud superficial de los llamados hiper-realistas.... se nos hace posible una primera aproximación al quehacer de nuestro hombre. La figuración de Antonio López García ni surgió como reacción contra el arte no-figurativo, ni prosperó con el propósito de resucitar viejas recetas académicas o ramplones amaños reproductores. Coexistió, más bien (allá, por la década de los cincuenta), con las corrientes abstraccionistas y a favor de una misma conciencia de modernidad: el audaz empeño de indicar la diferencia decisiva (la diferencia entre el ser y lo existente de que habló Heidegger y acertaron los pintores abstractos a poner de relieve por cauce de norepresentación) mediante la esencial repetición, por paradójico que se diga, de un mundo inexorablemente encadenado en la enigmática dimensión del tiempo (igual a sí mismo y a sí mismo y a sí mismo...), más que en su obvia presencia o simple estantía espacial.

DIFERENCIA Y REPETICION

Esta pareja de conceptos (tan certeramente esclarecidos ayer por Heidegger y Kierkegaard, y hoy por Deleuze) viene a ceñir sucintamente o a sintetizar la doble vía de la creación artística: o la plasmación no representativa (abstracta) de la esencial diferencia que cumple al ser en general, frente a la concreta identidad de las cosas existentes, o la infinita repetición de éstas como suscesión, sin pausa ni frontera, de un universo general y, en consecuencia, diferente de los seres concretos, de los entes. La actitud repetitiva de López García no se funda (como para sí quieren los hiper-realistas) en la verosimilitud accidental de los objetos, sino, y ante todo, en la conciencia y experiencia de la duración (igual a sí misma) de la vida, en la eternidad del tiempo, en su infinita reiteración, en su incesante retorno. En ello va la genial aportación de nuestro hombre: la vis repetitiva (ortos y ocasos, horas y luces, tránsito y retorno de las estaciones...) de un tiempo inmemorial (y, en última instancia, diferente), no el inventario, más o menos verosímil un montón de manzanas, maletas, bolsas de plástico y rutilantes latas de conserva..., según la costumbre del hiper-realismo a la moda.

No parece razonable emitir un testimonio, con palmario olvido del lugar en que el suceso se produjo. Todo ocurre necesariamente en el lugar o ámbito del ser (que incluye al hombre, la conciencia del hombre y la duración encadenada de la vida) cuya extensión y entidad se caracterizan por ser esencialmente misteriosas. Dos serían, en principio, las vías a través de las cuales puede el arte acercarse al paraje enigmático del acontecer: o la manifestación de su panorámica general (la frontera de lo diferente, de aquello que ya no es como nosotros..., el límite con la nada) o la proposición repetitiva de las cosas de nuestra costumbre, desde su inexorable sucesión, desde su propio enigma. Es decir, o la expresión del paraje misterioso, o bien, de las cosas halladas en la palma de tan misterioso paraje. La primera senda conduce irremediablemente a la abstracción, a la indicación de la diferencia, a la forja de presencias no-figurativas, cuyos accidentes nos fueran conocidos y escapara a nuestra memoria el mapa integral de su coherencia. Tal y no otro ha sido el vehículo expresivo, por ejemplo, de Tapies, y por esta primera vía se ha visto emitida y plasmada su angulación de la realidad.

La otra es senda de concreción, y en ella descubre Antonio López García y lleva a la contemplación de los demás los concretísimos objetos, elegidos de entre los objetos, adornados con sus raros y habituales accidentes, bañados por el tránsito cambiante de la luz, inmersos en la compleja naturalidad del cromatismo, detenidos en el momento culminante de su revelación..., hasta el extremo de que su sola presencia, su aquilatada repetición, rememora en la sensibilidad del contemplador la inminencia y diferencia de aquel lugar, de aquel misterioso paraje, sin presumible precedente ni fundamento comprobable, en el que fueron halladas las cosas que son ante los ojos del hombre, y la conciencia del hombre que está ahí, insólito morador entre ellas.

Esta doble e incitante vía nos regala los dos aspectos de la realidad, pareciendo todo otro proceder (simbolista, hiper-realista, mágico-realista...) asunto meramente alegórico, urdido en la pretensión trascendente de los signos. La abstracción renuncia, de antemano, a toda significación específica (se contenta con señalar, de forma general, la diferencia entre el ser y lo existente), y la verdadera figuración, al modo singular, único, de nuestro López García, tampoco se siente muy capaz de descubrir específicos significados. Porque el signo, en última instancia, no nos lleva a un significado concreto: nos conduce, más bien, a otros y otros signos subyacentes, encadenados e indescifrables (el signo de la apariencia no nos pone en contacto con el significado de la realidad; únicamente nos acerca a la frente impenetrable, a la costra opaca, al puro exterior de las cosas). Sólo cabe o la abstracta generalización del paraje universal, a favor de su esencial diferencia, o la concreción minuciosamente repetitiva de las cosas, con su cara familiar y su envés enigmático, descubiertas en lo inquietante de su suelo.



No quiere el signo, por una u otra vía, descubrir significados trascendentes: se limita o a indicar lo raro del lugar, o a alertarnos ante lo insólito de cuanto en el lugar se asienta. En el caso de la abstracción, al modo de Tapies, se nos propone lo inusitado de una panorámica general. En la figuración de López García se nos ofrece una estratégica distancia (la misma que a él tuvo la virtud de cautivarlo) en que las cosas, un tanto despegadas de Su cerco diario, se dejan ver como objetos indescifrables, bañados por la densa corriente de la temporalidad. Lo demás, por pulcro que parezca el procedimiento y deslumbrante la envoltura, es oquedad, insensata pretensión de trascender la realidad misma, propósito vano de trasladar el signo a supuestos significados que no son, de hecho, sino signos mucho más artificiales que los de la apariencia inmediata o de la panorámica general.

LA BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

No resulta fácil empresa la exégesis de la obra de López García. Y es lo paradójico del caso que la dificultad nazca, precisamente, de su radiante claridad de la concreción propositiva, del carácter inmediato de la revelación, de su misma sencillez. Vale decir, acentuando la paradoja, que cuanto más compleja es la manifestación de una obra artística, mayor parece su capacidad significativa y más fácil la labor exegética. A mayor cantidad y cualidad de signos, mayor posibilidad interpretativa, dándose equivalente e inversa proporción sobre la base de la simplicidad. De ahí, justamente, procede la virtud polisémica del arte, cuya ambigua variedad de significantes ilumina (abre, en término más actual) la posible dimensión y multitud de los significados. Huelga decir que sí los signos son caprichosos e incongruentes, no puede haber otros resultados que la confusión, inmerecedora de exégesis.

A este potencial polisémico corresponde, sin embargo, un umbral máximo cuya transgresión acarrea o inadvertencia o ceguera en la mirada del contemplador. Una obra que abarcase todos los signos posibles (la realidad misma) provocaría inefabilidad, en sentido estricto: una actitud milagrosamente contemplativa y una equivalente mudez por toda interpretación. La obra de Antonio López García se instala al borde mismo de ese umbral máximo, para acercarse y acercarnos a la plenitud de la realidad, del ser. Y así como resulta imposible definir el ser (por predicarse de todo, en sentido general) y sólo nos es dado fijar su concepto analógicamente (establecer sus modos, diferencias supremas o categorías), de igual suerte, y por su proximidad a lo real, resulta harto problemático procurar una noción positiva del quehacer de nuestro hombre, no siendo difícil, en cambio, señalar analogías y diferencias, o afirmar restrictivamente lo que no es.

De ella, deslumbrante y familiar, cabe decir lo que Heidegger afirma del fenómeno óntico por antonomasia: el ser, por su absoluta patencia. por su misma presencia cotidiana (todo es ser, y el ser está en todo), pasa inadvertido, y sí el hombre quiere decididamente asomarse a su entidad, contemplarlo cara a cara, queda deslumbrado por su fulgor. Así las cosas, no es de extrañar, siendo tanta su fama, la escasísima literatura que ha venido débilmente reflejando (apenas la nota de catálogo o la crítica de exposición) la insólita actividad de Antonio López García. Probaré yo a vencer esa dificultad impresa en la faz de sus criaturas, valiéndome de ciertas pistas tomadas (le Marcel Proust, para luego completar el comentario a la luz del concepto de epifanía tal como James Joyce acertó a definirlo.

En busca del tiempo perdido entraña, según el pensamiento proustiano, un retorno a la infancia de carácter no literario, anecdótico o narrativo, sino esencialista, hay que volver a la infancia porque en su visión primigenia se hallan las esencias puras de las cosas. Se trata pues de una actitud subjetiva del alma hacia la verdad: el hallazgo de un tiempo en que la duración se detenga, se eternice. Todo un ejercicio espiritual fundado en la actualización de la sensibilidad. La actualización del conocimiento intelectivo no ofrece particular dificultad, por ser teórico, discursivo. La actualización, en cambio, del conocimiento sensible es producto de una actividad compleja que Proust desarrolla sumando, en un momento dado y de acuerdo con una circunstancia dada (una sensación, un estado de ánimo), dos sentimientos de distintas temporalidades, capaces de provocar un sentimiento nuevo, concentrado, acumulado, poseedor de una objetividad y una solidez que el simple recuerdo jamás podría transmitir.

La actualización viva de la sensibilidad se asemeja a la densa corriente del río que establece una comunión esencial entre sus dos márgenes. Este y aquel sentimiento, separados por el tiempo, vienen a ser las dos riberas que la sensibilidad actualiza y pone en íntimo contacto. Se detiene el tiempo, y la memoria ha de esforzarse por concretar ambas orillas, o más bien, el tránsito del hombre a lo largo de ellas. Y, tras ello, volvemos al presente para resumir lo que la visión ha adquirido a merced de ambas márgenes: el pasado se ha concretado con aquella objetividad y solidez antes citadas, a su ejemplo, se clarifica el presente, y, entre uno y otro tiempo, discurre la corriente viva de la realidad.

¿Hasta qué punto puede la obra de López García asemejarse a la visión esencialísta y, más aún, al procedimiento alumbrado por Marcel Proust? Nadie entienda la busca del tiempo perdido como la trama de un argumento peculiar. El retorno a la infancia es una actitud cognoscitiva, una senda elegida para aprehender la realidad, una tendencia del alma hacia lo verdadero. No se trata de resucitar la infancia a manera de espectáculo o por vía anecdótica: se pretende, ante todo, recuperar desde el hoy aquella visión primigenia que poseían los ojos infantiles. No hacer del recuerdo un tema argumental: proponer, más bien, a la mirada del presente, desvirtuada, intelectualizada, deformadora, contaminada por la lente del saber convencional, una memoria afectiva, inmersa y esclarecida en los manantiales puros de la infancia.

¿Qué tamiz podría, en otro caso, proveer de concreción y claridad semejantes a las criaturas contempladas y pacientemente dadas a la luz por Antonio López García? En la naturaleza del recuerdo cabe distinguir dos clases de memoria: la afectiva y la intelectual. Esta se limita a ofrecernos una noción del pasado exenta de toda virtualidad poética; nos habla, efectivamente, del tiempo transcurrido, pero no cristaliza ni detiene la duración. La memoria afectiva, por el contrario, actúa sobre impresiones que fijan en ella un cierto fragmento de temporalidad. La memoria afectiva se despierta ante el estímulo de una sensación producida al azar (un olor, un color, un sonido) y, a partir de ella, concita una pluralidad de sensaciones que a su alrededor se abren en abanico. Y es la coherencia de este florilegio de sensaciones la que va a determinar el clima e iluminar la visión de las cosas en los ojos de López García, y. una vez reveladas. conservarán el fulgor inusitado, la concreción material del tiempo detenido, el caudal apresado en las márgenes de la realidad.

La pulcritud y el verismo, impresos en su obra, pregonan tina iluminación, una plenitud cognoscitiva, cuyo parangón sólo nos sería dado hallar en el manantial de la infancia. ¿Cuál es la virtud del conocimiento infantil? ¿Cómo conoce el niño? El niño se sitúa de cara a las cosas, en contacto entrañable con la verdad de las cosas. Tiene el niño el privilegio de palpar la verdad de las cosas, cree en las cosas, se adhiere a ellas con todas las fuerzas de su corazón. El niño tiene fe en la existencia individual, cree en la vida individual del lugar en que se halla. El adulto, en cambio, pasa por el lugar sin detenerse. Tuvo el adulto, cuando niño, una fe ciega en el mundo, y esa especie de creencia que el curso de la vida le arrebató sólo puede readquirirse por senderos del arte. El genio -en frase de Baudelaire- es la infancia reencontrada.

La capacidad contemplativa de Antonio López excede todo límite. ¿Cuánto tiempo emplea en la consumación de cada una de sus obras? La verdad absoluta, reflejada ahora en los ojos del contemplador, ahorra todo cómputo. Esta verdad que desde el lienzo llega a nuestra mirada, ha sido fruto de una lenta palpación, de un acto de fe emitido de espaldas al tiempo o en lo más denso de su propia duración. Mucho tiempo ha transcurrido desde que el objeto que ahora cautiva nuestro mirar cautivó la sensibilidad de su artífice: largo tiempo del conocer que al concretarse en la expresión definitiva, se convierte en instante absoluto. El, como el niño, ha creído y cree en la individualidad, en la originalidad de todo lo que vive: no como el adulto que, intelectualizado, sólo da crédito a los conceptos, a las ideas, a las generalidades, y, a merced de sus esquemas mentales, se ve enteramente desposeído de una fuerza atractiva hacía las cosas.

Tal vez únicamente el arte tenga la virtud de restablecer en la sensibilidad esa energía y presentar de nuevo los seres, individualizados, únicos, irreemplazables, reclamando de los sentidos una activa participación. Este y no otro es el secreto de las cosas reveladas por Antonio López García. Un acto de fe, una antigua creencia, cuya raíz penetra la infancia, ha brotado del transfondo de su sentimiento: sus ojos, asiduamente clarificados en la contemplación de las cosas, en la detectación de la realidad, ceñida por las márgenes del tiempo, han visto la belleza y extrañeza del mundo, y su mano las transmite ahora a la mirada de los otros. Un proceso, equivalente e inverso, se origina en la sensibilidad del contemplador hasta acercarlo a los afluentes de la genuidad, a la afirmación de la fe perdida. Ahí, a un palmo del sentido, están de nuevo las cosas, suscitando en la mirada de quien las mira una mezcla de familiaridad y de asombro y evocando la plenitud del tiempo perdido.

La excitación artística procura la ocasión de considerar un paisaje como algo único, irreemplazable, en el que la individualidad se nos revela con una potencia milagrosa. ¿De dónde le viene al arte esta luminosa excitabilidad? ¿En qué consiste la vocación del artista? No se conforma Antonio López García con probar la sensación proveniente de las cosas. Lejos de exteriorizar con asombro su feliz advenimiento, indaga la razón última de su fuerza atractiva, de su encanto. Ante una maravilla sólo cabe o la mudez contemplativa o la búsqueda de su secreto. Hay que ir más lejos, preguntar por qué fuimos cautivados por aquella sensación. El arte es denodada búsqueda en el transfondo de las sensaciones. La sensación es una llamada que surge de las cosas, siendo función del artista descubrir y apresar la realidad subyacente. En la obra de López García, la realidad se patentiza a través de una exaltación encarnada en las imágenes de los objetos que vienen a descubrir su secreto. No consiste la función poética, como creían los simbolistas, en la mera producción de imágenes. Ello equivaldría a una llamada sin contenido. Se trata, más bien de un encuentro con la realidad, atravesando las cosas por medio de las sensaciones, y para esta penetración es preciso descubrir un objeto que esté en conexión con otro (en una v otra orilla de la corriente temporal) por una relación de analogía.

El arte no consiste, sin embargo, en la simple lectura de analogías, sino en el acto de conocer esas analogías como verdaderas, como verificables. En el choque con las cosas hay una llamada, un atractivo ineludible hacia su íntima realidad. «La grandeza del arte -escribe Proust- radica en redescubrir, recoger y darnos a conocer esa realidad lejos de la que vivimos.» Va el hombre alejándose cada vez más de ella, en la medida en que se va acrecentando el espesor y la impermeabilidad de su conocimiento convencional por el que la realidad va viéndose paulatinamente suplantada. Corre el hombre el riesgo de morir sin haber siquiera adivinado esa realidad que es la propia vida, la vida verdadera, la vida vivida, que en un instante dado visita a todos los hombres, no sólo al artista. Ellos, sin embargo ni la ven. La ve el artista creador y la muestra a los hombres. Antonio López García ha participado de la grandeza del arte, porque ha acertado a redescubrir, asimilar y traducir la realidad inminente e inadvertida, y ahora la muestra a los otros en una fracción milagrosa de tiempo detenido.

El retorno a la infancia es, según quedó dicho, de carácter esencialista, no literario o narrativo. No es un argumento peculiar, una semblaza histórica de aquel tiempo feliz. Se trata, más bien, de una actitud decidida hacia la verdad: recuperar, desde el hoy y ante la realidad presente la visión primigenia e incontaminada que poseían los ojos infantiles. Lo decisivo, en consecuencia, es el presente auténticamente vívido, contemplado en la panorámica rotunda del tiempo y con la transparencia de un mirar no turbado por la lente del saber convencional. El mundo de la infancia presta al arte un concurso meramente cognoscitivo, jamás el vehículo de la expresión. En la inversión de estos términos se deciden cara y cruz de la pintura ingenuista y del arte naif en general. ¿Qué relevancia puede adquirir en el ámbito estético la emulación del rasgo infantil? El llamado arte naif ha venido interpretando erróneamente el problema, ha trocado los datos de la conciencia, afincados en la lucidez de la infancia, por el grafismo infantil (o por su consciente imitación) y ha elaborado una expresión, antes ficticia que ingenua.

La divergencia entre la actitud cognoscitiva (diáfana, incontaminada, tamizada por la luz de la edad primera) y el don expresivo (fiel, riguroso, acrecentado por la tenacidad del estudio) se hace patente en la obra de López García y pone al descubierto el peligro que entraña el ingenuismo premeditado como cauce de expresión. Es en su atenta facultad cognoscitiva en la que yace el retorno a la fuente cristalina de la infancia y la decidida búsqueda del tiempo perdido. Aún podríamos acentuar, en su caso, el alcance y la obsesiva presencia del radiante universo poseído en la niñez, si prestamos singular atención a su edad de los retratos, de los matrimonios, de los antepasados, títulos, todos ellos, colmados de sugerencias en su referencia específica al tiempo perdido.

No es, una vez más, el mundo literario de la infancia lo que nos revela Antonio López en la etapa aludida; es su referencia al presente, ceñida de nuevo a la suma de dos sentimientos de temporalidad diferente, que se concentran, como puerto de confluencia, en un momento dado de la vida. Los retratos asombrosos de los padres y los abuelos especifican el valor sentimental del tiempo que fluye y se detiene a modo de paréntesis cuyos trazos abarcarán las dos riberas del acontecer. Y en ese paréntesis esencial queda enclaustrada la duración relativa del ayer lejano que, al fundirse con el curso del presente, se convierte en absoluta. El tiempo de los antepasados sirve de angulación estratégica para contemplar el hoy en curso, convertido en río caudaloso, a cuyas orillas se asoman las divinidades protectoras de la infancia.

Un paréntesis de temporalidad que imprime en el hoy una vinculación milagrosa para con el ayer transcurrido en el medio agreste.

Una segunda etapa del quehacer de Antonio López García podía bautizarse el encuentro con la ciudad. La llegada a la ciudad y la residencia en el medio urbano modificarán el escenario, pero no el sentimiento ni la pulcritud expresiva. Han cambiado los términos de la relación sin que ésta sufra menoscabo por lo que hace a su afincamiento en la otra ribera de la temporalidad. La relación es ahora paterno-filial, y Antonio López García reproduce a través de ella el corazón del paisaje en la faz de sus propios hijos, en la mirada providente de la madre, retratados con la misma veracidad y el mismo sentir, en las mismas orillas de temporalidad, a las que vuelven a asomarse las mismas divinidades protectoras, y los mismos objetos, elegidos de entre los de la costumbre diaria y manifestados, con carácter absoluto, desde el enigma de su propia familiaridad.





LA EPIFANIA



En la evolución de este concepto suele sintetizarse el pensamiento estético de James Joyce. El término epifanía aparece por vez primera en Stephen Hero y, tras laboriosa génesis, desaparece definitivamente en el Portrait. El tiempo que separa ambas obras señala, en la opinión más divulgada, el olvido de la base escolástica y la proposición de una idea creacionista, reflejando una y otra los polos opuestos de las ideas estéticas de Joyce. Aun a riesgo de incurrir en alegre osadía (tratándose de un tema tocado por tantas plumas insignes) diré que, lejos de toda diametral oposición, en el pensamiento del Stephen Hero y del Portrait late una proporción complementaria, aplicable, además, al desarrollo de cualquier obra artística merecedora de tal nombre.

Por la epifanía -viene a Jecirnos Joyce en el primero de los libros- el artista descubre, en un momento de gracia, el alma profunda de las cosas: la epifanía es, en consecuencia, el modo genuino de conocer la realidad. En la otra obra, por el contrario, parece asegurarnos que lo decisivo en la creación artística no es experimentar la realidad, sino formarla: no es lo importante la revelación objetiva de las cosas (el instante en que algo se nos muestra), sino el acto del artista que muestra algo desde él, a través de la elaboración de la imagen. Cotejadas, sin embargo con todo pormenor ambas ideas, antes que contradecirse, parecen complementarse y hasta sintetizar la exégesis que aquí se viene desarrollando en torno a la obra de Antonio López García.

Hay, en efecto, un primer momento o estado cognoscitivo en el que las cosas se revelan desde sí mismas, colmadas de encanto y animadas por la fugacidad. De aquí parte la corriente creadora. Aquí aparecen los primeros signos de la manifestación, de la epifanía. El arte es función semántica. Siempre que la obra haya sido gobernada por la claridad (no hay mal tan nocivo en la frontera estética como la confusión), los signos en ella impresos han de remitirnos a su propio reclamo. Y si, como ocurre en el caso de López García, los signos tienden a aludir a la plenitud de la realidad, ha de originarse en la sensibilidad del contemplador una corriente cognoscitiva, equivalente, en todo, a la que las cosas provocaron en la sensibilidad del artista.

El conocimiento que hoy tenemos de la realidad manifestada en los signos (en la imagen de los objetos) propuestos por Antonio López García resulta rectamente adecuable al que él tuvo de cara a las cosas. Tal es el único criterio de certeza aplicable a la intelección y, más aún, a la interpretación del producto artístico, y en este trueque vital cumple el arte su específica función de conocimiento. ¿Cómo se manifiesta la realidad que López García nos ofrece?' ¿Cómo afectaron a su sensibilidad las cosas cuya imagen afecta hoy a la nuestra? Difícilmente podría otra noción ceñir este primer instante cognoscitivo con igual precisión que la de epifanía: el instante único, fugaz e irrepetible, en que lo intrascendente, lo inadvertido de las cosas que nos rodean, adquiere de pronto una importancia universal, hasta condensar el tiempo y hacer sólida la noción de lo absoluto.

Se vale Joyce del término epifanía en su más recta acepción etimológica: aparición hacia, manifestación ante. La corriente reveladora, por lo tanto, parte de las cosas y se dirige hacía el hombre o brota ante sus ojos. Las cosas se muestran desde sí mismas a los sentidos del hombre que entre ellas transita y ante ellas se detiene de improviso. La epifanía es instante cognoscitivo que, por su claridad y súbita aparición, puede compararse con el zigzag del relámpago: en su repentino fulgor las cosas conocidas palpitan por un instante con una nitidez no acostumbrada y cobran de pronto, una importancia que jamás tuvieron en el uso cotidiano. El propio Joyce compara, más, de una vez, con el brillo del relámpago la captación epifánica del mundo y de su belleza. Incluso en el Portrait (desechada ya, según se dijo, la voz epifanía) explica el carácter súbito de la revelación y la claridad de lo percibido en la imagen del relámpago: «Su pensamiento se encendía a veces por los relámpagos de la intuición. pero relámpagos de un fulgor tan límpido que en esos momentos sentía que el espíritu de la belleza lo envolvía como en un manto.

Observe el lector el valor cognoscitivo (la intuición) que Joyce atribuye al sentido de la epifanía. Merced a ella, el acontecimiento de la costumbre es conocido más allá de toda costumbre, o el lugar común -repetiré con Novalis- cobra la dignidad de lo desconocido. Si hay una virtud particularmente descollante en la obra de Antonio López García es la absoluta claridad de las cosas mostradas. Todo objeto es allí manifestado como uno y percibido como cosa. La delimitación espacial ciñe la realidad de las criaturas por él alumbradas, o desganadas del universo de su pertenencia, con caracteres de unicidad e integridad. El objeto es uno, pero integrado en la pluralidad, en la proporción de las líneas que lo forman, en el equilibrio de las partes. Bien pudiera decirse que la sensación súbita ante el objeto es de carácter sintético, y de carácter analítico la percepción subsiguiente. “Después de haber sentido -resume Joyce en el Portrait, cual si se hallara ante un lienzo de López García- que la cosa es una, se percibe que es una cosa, compleja, múltiple, divisible, separable, compuesta de partes, resultado y suma de esas partes, armónica. “

La realidad, rara e íntegra, es además clara en su manifestación, sin que tal claridad entrañe el mero reflejo de lo ideal inmutable, en sentido platónico, antes bien, la justa resultante de su misma unidad e integridad. El relámpago de la epifanía no ilumina, pues, la sublime región de las formas arquetípicas, sino la entidad desnuda de lo real, descubierta en los límites, en la estructura, en la forma de su concreción. Ante la revelación desatada por López García, el contemplador queda atónito, detenido por el tránsito misterioso de las cosas. Tal es el instante único, el supremo esplendor de la realidad, la claridad cristalina de la imagen que ahora embarga a quien contempla las cosas reveladas por Antonio López García, en la misma medida en que ellas embargaron ayer a su hacedor. El instante absoluto, en cuya duración la realidad se posa, se desmenuza, se integra se unifica y resplandece.

En la exposición precedente late de hecho, el triple criterio tomista de la belleza (integritas, proportio, claritas) que Joyce interpreta libremente, y con no menor libertad refiero yo a la actividad de Antonio López García, anticipando únicamente esta aclaración: la epifanía constituye, ciertamente, un estado cognoscitivo y emotivo (la intuición) ante la realidad súbitamente descubierta, y, como tal, afecta (visita, dicho con Proust) a la sensibilidad de cualquier hombre: pero sólo adquirirá importancia de cara a la ulterior manifestación que únicamente al verdadero artista le es dado pronunciar (sólo, el artista -insiste Proust- la muestra a los hombres).

Y es precisamente en este punto donde se hace cuestionable la presunta antítesis entre el pensamiento estético del Stephen Hero (epifanía = plenitud de una percepción objetiva) y del Portrait (promoción subjetiva de un momento imponderable) que la exegesis habitual suele destacar y aquí nos negamos a admitir. El instante epifánico origina, ciertamente, el cortocircuito de la creación, pero en él no queda consumado el proceso creador; se requiere por parte del artista esa promoción subjetiva capaz de traducir a los ojos del contemplador aquella plenitud objetiva de la realidad. De no entender en sentido complementarlo el mostrarse la cosa desde sí misma, y el mostrarla el artista, también desde sí trismo, habría necesariamente que admitir la pretendida contradicción latente en el pensamiento de Joyce, quedando, en tal caso, reducida la epifanía a una simple actitud de pureza contemplativa, sin relevancia alguna en las fronteras de la expresión.

Pero ese complemento entre la revelación objetiva de la realidad y el don subjetivo de quien la transmite a otros, se da a todas luces, hasta el extremo de encarnar, al vivo, corriente incesante desde la realidad a la sensibilidad del intérprete, y de la expresión de éste a la mirada del contemplador. La epifanía (la realidad revelada desde sí misma) ilumina la sensibilidad del artista, y él (desde sí mismo) la transmite en la forma manifestativa del objeto creado que, al chocar en los ojos del contemplador, se convierte otra vez en epifanía. Tal es, a juicio mío, el carácter complementario de uno y otro aspecto, subsumibles ambos en la noción de epifanía, y esclarecida su recíproca identidad por la lucidez que las criaturas de Antonio López García son capaces de imprimir en nuestro contemplar.

Ahí, ante nuestros ojos, están las criaturas de Antonio López García. Cosas son entre las cosas de la costumbre. ¿Por qué de pronto se nos ofrecen más allá de toda costumbre? ¿Por qué provocan en nuestra sensibilidad una atracción súbita y convierten la percepción en golpe de gracia, en instante único y absoluto? ¿No es ésta acaso la clara virtud del don epifánico? La síntesis de la sensación inmediata nos revela, de la mano de su hacedor, cada cosa como una, y el análisis de la percepción subsiguiente nos la describe como cosa. El límite que las ciñe es diáfano, conciso el perímetro que las extrae del restante universo, al tiempo que el equilibrio de las partes con el todo convierte la visión en armonía, resplandeciendo en ella, objetivándose la hermosa claridad. Todas las gracias de la epifanía presiden, de esta suerte, y adornan la singular aventura creadora de nuestro hombre.

¿Que se han invertido los términos? Pero no el alcance de la intuición epifánica. Aquí, de hecho no hay cosas ni accidentes de las cosas: aquí únicamente hay lienzos y esculturas, y es de ellos de donde ahora brota la epifanía. Puede la realidad circundante desnudarse repentinamente y ofrecerse al azar, en todo su esplendor. Así nos ocurre (le ocurre al hombre en general) en el instante aislado, en el paréntesis abierto, de vez en cuando, sobre la monotonía de su diario caminar. ¿Qué relevancia ha de tener, sin embargo, en el preclaro ventanal de la manifestación artística esta visita sin anuncio de la realidad, este conocimiento imprevisible de las esencias objetivas? Apagado el zigzag de aquel fulgurante relámpago, el hombre prosigue su andadura, consolidándose en su memoria afectiva la llamada de las cosas, o desvaneciéndose para siempre en el confín difuso de los recuerdos perdidos. ¿Habrá, por ello, de trascender esta simple revelación el umbral del arte, sin ser objeto de ulterior expresión? ¿Qué otra cosa es el arte sino pura capacidad expresiva?

Invertidos los polos de la corriente reveladora, difícilmente podría hallarse un ejemplo más adecuado, para expresar esta nueva dimensión de la epifanía que la obra ejemplar de Antonio López. No es la realidad inmediata la que ahora descubre en su familiaridad el atractivo de la otra orilla de la costumbre. Son lienzos, dibujos, barro modelado, tablas labradas. bronces..., lo qué detiene y cautiva nuestro mirar y hace límpido nuestro conocer. Ahora nos es dado seguir la senda inversa, desde los signos presentes, propuestos por López García, hasta la realidad que en su día suscitó el relámpago epifánico. No es posible establecer (tal es el verismo de la plasmación) un radiante parangón entre la epifanía que estalla de las cosas de López García y la que en otro tiempo estimuló su sensibilidad.

ARTE Y ACONTECIMIENTO

«Aquí, la ponderación del tiempo, el cómputo sin pausa la suprema densidad, el poso del tiempo.- La creación entera de Antonio López García se asemeja a una inmersión, paciente y morosa, en la densa corriente de la temporalidad, hasta el extremo de fijar en ella el valor más genuino de la obra de arte. Realzar la condición durativa de la obra artística significa convertir en esencia y fundamento el carácter de acontecimiento (no de objeto) que dicha obra posee, hacernos ver cómo la obra de arte pertenece más al tiempo que al espacio. Semejante concepción viene, pues, a poner en tela de juicio la tradicional inclusión de la pintura y la escultura en el concierto de las artes espaciales, hasta el punto de hacérsenos cuestionable sí la condición obviamente espacial de las artes plásticas las cualifica como tales o, más bien, como simples cosas (¿nos vale acaso de mucho éste su carácter espacial a la hora de distinguirla de los otros objetos?).

Pese a ser el espacio el dato obvio e irrecusable de la pintura y la escultura, sólo nos sirve, de hecho, para descubrir lo que tienen de objeto, en tanto que su dimensión temporal podría tal vez aproximarnos más y mejor a su virtualidad específica y dar por buena esta definición eventual: “La obra de arte no es, precisamente, el objeto situado ahí, sino, y ante todo, el acontecimiento que se teje entre la particular energía que ese objeto posee y las reacciones psíquicas que desata de parte de quien lo contempla-. Habría, pues, que subvertir o reemplazar la vieja consideración académica, unívocamente fundada en la espacialidad (composición, claroscuro, perspectiva...) por el carácter de acontecimiento (y acontecimiento es temporalidad) que la proposición antecedente implica y hace propia de las llamadas artes plásticas. Porque es esa interna energía, concentrada, acumulada, acrecida en el poso de su intrínseca duración, la que desata en el contemplador todo un caudal de reacciones psíquicas, la que, en suma, provoca el acontecimiento característico de la verdadera obra de arte.

Las de Antonio López García se conforman como verdaderas obras de arte, por encarnar a las mí] maravillas el surgir del acontecimiento desde su entraña temporal y sobre una fracción del espacio. Y es, justamente, de esta interrelación espacio-tiempo (decisiva en cualquier interpretación estética que se precie de algún rigor) de donde se nos sugieren ciertas críticas o ciertas salvedades en torno a la noción convencional y, mucho más, a la tradicional clasificación de las Ilamadas artes plásticas. Si la obra pictórica o escultórica, antes que ser o representar un objeto, parece encarnar o traducir la génesis de un acontecimiento, ¿reclamará su delimitación exclusiva o su específica demarcación en atención tan sólo al espacio y querrá verse estrictamente delimitada, como de hecho ocurre por error, en el concierto de las artes espaciales? ¿No residirá la raíz del problema en una inconsciente y equivocada traslación de la cualidad a la cantidad, con inicuo favor para ésta?

La respuesta de Bergson sería rotundamente afirmativa, fundada en la tendencia humana a convertir en cantidad lo puramente cualitativo, o a fijar en el espacio lo que parece más propio del tiempo (entre otros, el suceso mismo de la vida que es esencial duración). El arte de Antonio López García inclina decididamente la balanza del lado de la temporalidad. Poco o nada significan sus obras en cuanto que revelación de espacio, y mucho o todo en cuanto que condensación de tiempo. Difiérase que el acontecimiento anecdótico (cosas, sin más, elegidas entre las cosas) cede toda su significación a ese otro acontecimiento vital que se genera entre la energía de sus obras, concentrada, acumulada y acrecida en el poso de la duración, y las reacciones que desata en quien a ellas se asoma.

No lejos de la enseñanza de Velásquez, Antonio López García desdeña la grandiosidad narrativa, o el simple contenido argumental (reducido a unas puras y escuetas presencias, como ocurre en Las Moninas), para dar paso a ese otro y esencial acontecimiento que de la energía (insensible, inalterada, tácita) de la obra llega a la mirada y a la sensibilidad del contemplador y en ellas desata todo un cúmulo de reacciones (aquellas reacciones, justamente, que constituyen el mensaje de la obra artística). Sin duda que fue Velázquez el primero en dar el paso decisivo desde el viejo anecdotario (rostro que ennoblecer, batalla que consagrar o milagro que difundir...) a la plasmación de algo que sea capaz de sustentarse en sí mismo y comunicarse a los otros a través de su propia y concentrada energía, de su intrínseco acontecimiento. Y sin duda, Las Meninas constituyen el primer cuadro de la historia en el que nada en concreto acontece («Pero ¿dónde está el cuadro?», cuentan que preguntó Teófilo Gautier, tras una larga contemplación) para dar paso a todo un acontecimiento general.

«Ese mutismo general -observa agudamente Ortega Y Gasset- se acentúa aún más en Velázquez (...). El pintor, al dar la última pincelada, se va y nos deja solos ante aquellos seres que él ha perpetuado.» Como al volver del sueño, las cosas inmediatas pueden causar asombro por su sola presencia, por su muda estantía, por el súbito estar donde estaban, así las moradas y moradores (a la cabeza, Las Meninas) de Velázquez. Ha desaparecido el acontecimiento argumental (en Las Meninas no ocurre absolutamente nada) para dar paso a ese otro argumento sin anécdota, generalizado, universalizado, omnipresente, que naciendo del centro de la obra, de su íntima y concentrada acumulación temporal, se convierte en epifanía y termina por desatar todo el asombro del contemplador.

¿Cuánto tiempo emplea Antonio López García en la consumación de una de sus criaturas? La verdad absoluta, reflejada, por vía de acontecimiento, en los ojos del contemplador, ahorra todo cómputo. Todo ha sido fruto de una morosa palpación, impregnada en el poso del tiempo. El paso y el retorno de las estaciones contemplan el paciente empeño de Antonio López García en la captura, calma, continua y minuciosa, de aquel fragmento de la realidad que ahora ha caído epifánicamente bajo su mirada y ha de concretarse luego en la consumación y concentración de la obra. El tránsito cambiante de la luz sobre el matiz adivinado, o la insensible mutación del clima sobre la faz del conjunto presentido, ponen a prueba su insólita capacidad de espera y esperanza, de una torpeza conscientemente asumida, como luego dará prueba de su maestría el alumbramiento de la obra, ejemplar, lúcida, reveladora.

Tiempo y tiempo concentrado, aquilatada atención y expectativa sin pestañeo.... hacen que su quehacer se acomode, según dije, al paso y retorno de las estaciones, muy al margen de alegorías y metáforas. Planta nuestro hombre su caballete ante las cuatro luces, los cuatro climas y las cuatro mutaciones anuales. Y así, asomado al tiempo, encarado con la frente de su enigma, atento y muy atento a la fracción de la realidad que suscitó sus cuidados..., concibe e inicia un cuadro para la primavera, otro para el verano, otro para el otoño y otro para el invierno, saltando de aquél a éste y a éste y a éste, año por año, cuando la luz de la estación que se desvanece le aconseja trasladar sus atenciones al rayo de la que se avecina. Estación por estación y año por año, el paso cambiante de la luz va paulatinamente consolidándose sobre la faz del lienzo, de cada lienzo, en tanto se actualiza y reactualiza la sensibilidad, viva, fluyente, definitivamente asemejada a la densa corriente del río que establece una comunión esencial entre sus márgenes.

La fracción de la realidad y la carga del sentimiento que en ella quedó impresa al declinar el otoño, volverán a reanimarse cuando, al cabo del año, vuelva el otoño a renacer..., y el invierno y la primavera y el verano. Años y años interrumpiendo y reanudando la actualización de la sensibilidad y de la mirada, acrecentando aquella misma y complejísima actividad que Proust desarrolla sumando, en un momento dado y de acuerdo con una circunstancia dada (una incitación del lado de las cosas, un estado de ánimo...), dos sentimientos de dos temporalidades distintas, capaces de provocar un sentimiento nuevo, acumulado, concentrado, acrecido, poseedor de una objetividad y una solidez que el simple recuerdo jamás podría transmitir.

Atraído por la revelación de la realidad en un momento de gracia, no se contenta López García con probar la sensación que de ella le vino. Lejos de exteriorizar instantáneamente la luz (el rayo epifánico) de su feliz advenimiento, se propone indagar, sin tregua, la razón última de su fuerza atractiva, de su encanto. Si el arte es denodada búsqueda en el transfundo de las sensaciones, la actividad de nuestro artista llega al colmo de la obstinación, de la morosidad, de la paciencia, desde la llamada que surgir, de las cosas hasta el hallazgo y captura de la realidad subyacente. Todo un encuentro con la realidad atravesando las cosas por medio de las sensaciones. La conexión de este objeto, o fragmento de la realidad con aquel otro que hace años cautivo por vez primera los cuidados del pintor, establece una relación de analogía, como algo verdadero, como algo verificado en una y otra ribera de la corriente temporal.

Por variadas que sean las referencias y adecuados los magisterios (Velázquez al frente), difícil resulta hallar en la historia del arte un caso análogo al de nuestro artista. ¿Quién ha sido capaz de dividir el calendario en cuatro propuestas pictóricas o escultóricas y dejar que sobre ellas se condense, año por año, el tiempo, hasta la plasmación de un acontecimiento esencial, sin otro argumento que su propia presencia, ni otro contenido que su intrínseca energía? Por cuadrar ejemplarmente a cualquiera de sus criaturas y resumir la esencia de su quehacer, vale la pena dar ahora por definitiva la definición que antes yo insinuara con visos de eventualidad: “La obra de arte no es el objeto situado ahí; es el acontecimiento que se teje entre la energía que ese objeto posee y las reacciones que desata del lado del contemplador”.

Nadie quiera desprender de las cosas plasmadas por Antonio López García otros significados que el acontecimiento de su sola presencia, de su propia estantía. Cosas son, elegidas de entre las cosas, adornadas con sus raros y habituales accidentes, bañadas por el tránsito cambiante de la luz, inmersas en la compleja naturalidad del cromatismo, detenidas en el momento culminante de su propia revelación, hasta el extremo de que su repetición, encadenada e inexorable, rememora en la sensibilidad de quien ahora las contempla la inminencia y diferencia de aquel otro lugar que ya no es como las cosas ni como el hombre que entre ellas habita. Antonio López García ha colocado las cosas de la costumbre más allá de toda costumbre, al borde mismo de su límite con lo otro, en el umbral de la nada. “El ha dado importancia -concluiré con Novalis- al lugar común: ha otorgado a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido”.

REVISTA DE OCCIDENTE - 01/05/1977

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