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El poeta coplas a la muerte y memoria de la vida

RECUERDE el alma dormida. Es costumbre, si no ley, entre estudiosos e intérpretes de Manrique entender el sonoro verbo, de que inicialmente se vale el poeta, en el sentido de reflexionar, reparar, tomar cuenta y aviso, hacer conciencia... ¿Por qué no el solo y escueto recordar? Recordar, en el más literal de sus aspectos y con toda la carga de temporalidad que el vocablo comporta. ¿No ganarán en ello las Coplas su condición de originalidad y primacía sobre otras tantas que el Medievo dejó impresas en la historia de su historia, en el tránsito de la vieja edad al Renacimiento y de él, y su paulatino suceso, a la frontera misma de la modernidad?

Recordar en cuanto que recordar, confiando a la rara facultad de la memoria tanto el pasado como el presente y lo por venir. En la recta acepción del término manriqueño, y en su atrevida extensión a lo que fue, lo que es y lo que será, acaso nos vendría dada la clave del enigma que hace descollante su elegía por encima de otras mil que, de análogo origen, no lograron fama tal, ni semejante divulgación y pervivencia: la decidida suplantación del estar por el acontecer, la sustitución premeditada del espacio por el tiempo; esto es, y de acuerdo con la sagaz advertencia de Bergson, el estricto acomodar la vida a su propio discurso temporal, a su duración.

Sin negar un ápice de consecuencia a quienes descubren en las Coplas el eco del bíblico Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere? (¿dónde están los que antes que nosotros estuvieron en este mundo?), no hay riesgo en afirmar que ello, de serlo, se nos hace hoy colateral y secundario. El patético Ubi sunt... ? que Bernardo de Morlay (portavoz de una letanía secular, unánimemente compartida por cientos de poetas medievales) repite y vuelve a repetir en su celebrado poema del siglo XII guarda relación remota con el verdadero alcance de las preguntas manriqueñas, como remoto es, en esencia, el parentesco de aquel interrogante sin respuesta (Mais ou sont les neiges d'antant?) que Villon diera en proponer, tres siglos después, a la conciencia del hombre.

Los poetas medievales, vale decir, moran en el espacio. Jorge Manrique (y ahí, justamente, su colmada vigencia) discurre en términos (modernos) de temporalidad. Ya es síntoma cotejar que en las cuarenta estrofas de su elegía haya dos solas alusiones al lugar (¿dónde iremos a buscarlos?, di muerte, ¿dó los escondes?) de parecido corte a las de los poetas del Medievo. La pregunta de Manrique es otra, esencialmente afincada en el tiempo, en la duración, en el súbito enigma con que la vida en sí se produce y perpetúa. Jorge Manrique no pregunta por el dónde de ultratumba; nos remite sin desmayo (cinco veces, por si fuera poco, en las dos estrofas iniciales) al misterioso cómo del acaecer vital.

De venir una sola estrofa a subrayar el carácter de acontecimiento (y acontecimiento es temporalidad) que Jorge Manrique imprime a sus Coplas, no había de parecer inadecuada la fracción de la que sigue: Y pues vemos lo presente / cómo en un punto es ido / y acabado, / si juzgamos sabiamente, / daremos lo no venido / por pasado. La memoria de dos ausencias en un punto (el presente -dirá la voz existencialista-- es una chispa entre dos nadas) y el gerundio del tiempo a la redonda. ¿Recordar también el futuro? Sí, dar lo no venido por pasado, hacer memoria de lo que ocurrirá, según, cinco siglos después, había de dejar sentado el manriqueño César Vallejo: Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo.

Las Coplas de Jorge Manrique se nos aparecen investidas de actualidad comprobada, de incuestionable vigencia, frente el olvido en que cayeron tantas y tantas otras elegías de estricta coetaneidad y presunta afinidad de forma y contenido. Que un poeta cobre inmortalidad merced a un solo poema (el resto de la exigua obra de Manrique en verdad que no da para mucho) es ya síntoma inequívoco de singularidad; pero mucho más lo es el que dicho poema llegue a hacerse único, versando, como versa, en torno a una temática trillada, si las hay, por los vates de su tiempo, precedidos y seguidos -cabe agregar, a mayor abundancia-- de los de todos los tiempos.

A lo largo y lo ancho de la literatura medieval el tema de la muerte extraña una fiel constante, un lugar común. El Medievo de acuerdo con lo dicho por Pedro Salinas en su Jorge Manrique o tradición y originalidad- es rico en ellos, herencia de los koinos topos aristotélicos, hasta constituir la representación del sentir general sobre las grandes cuestiones de la realidad. Tales lugares comunes estarán presentes en la poética en general, y en ella formarán los diversos tipos particulares de la poesía funeraria: la elegía privada o la heroica, el planto, la endecha... Y dentro del lugar común de la muerte aparecerán unas formas expresivas que han de repetirse de norte a sur del Medievo, en el tránsito, según dije, "de la vieja edad al Renacimiento y de él, y su suceso paulatino, hasta la frontera misma de la modernidad.

En su estudio sobre la Elegía funeral en la poesía española, Camacho Guizado opina que este obsesivo afán de preguntar y preguntarse abedece al deseo de encontrar una explicación al misterio de la muerte; actitud debida a la concepción causalista del mundo. La motivación del preguntar no se funda, sin embargo, en el deseo de dar con la solución al misterio subyacente en la pregunta. Es en la propia interrogación donde debemos encontrar la respuesta. Son preguntas sin respuesta -agrega el mencionado autor- o, por lo menos, hechas sin la intención de hallar una respuesta. El desvelamiento de la muerte coloca al hombre en tina situación de incertidumbre que le lleva a plantearse interrogaciones no interrogantes, es decir, que no necesitan respuestas concretas.

Ante la colmada tradición de estos lugares comunes formulados en la persistente modalidad de la pregunta sin respuesta, el poeta, si lo es, procederá por vía selectiva en parte y, en parte, innovadora. Cuando el proceso falla, encontraremos, las más, obras mediocres que ni aportan nada ni nada dicen, o se limitan a repetir lo secularmente dicho. El problema se agudiza por tratarse, precisamente, de formas tópicas que el poeta, de serlo, habrá de trasladar a un contexto diferente e investirlas de un nuevo significativo. Sólo de este modo dejarán de ser expresiones estereotipadas para constituirse en elemento vivo dentro de la estructura del poema. Únicamente los grandes poetas (sea ejemplo Villon), al reincidir sobre el tema del ubit sunt? (el más común y fosilizado de todos los de su estirpe), acertarán a recuperarlo, reanimarlo y proveerlo de novedad.

Memoria de la vida



Jorge Manrique irá aún más lejos. Manteniendo la evocación, la sola resonancia, de lo antiguo, desplazará la pregunta tradicional a un territorio hasta él inexplorado, en el que las características de tradición-y originalidad (certeramente subrayadas por Pedro Salinas) pasan a convertirse en valores de conocimiento y creación, los más propios y legitimadores de la expresión artística en sentido estricto. Las Coplas apenas si aluden (dos veces, según quedó apuntado) a la pregunta por el lugar (el dónde) que hay, o no hay, al otro lado de la muerte. La indagación manriqueña se centra, por el contrario, y circunscribe al misterioso acaecer (al cómo) de la propia vida. Lejos de inquirir por el patético y silencioso confín del allá, Jorge Manrique nos alerta y avizora acerca del enigmático e igualmente silencioso discurrir del acá. Antes que meditación acerca de la muerte, las estrofas manriqueñas son serena meditación vital, memoria viva de la vida misma.

Por obra y gracia de Manrique el pertinaz ubí sunt? ha recibido su sentencia de muerte para dar paso a la consideración, a la memoria de la vida. Cuádrale a Manrique la mención tradicional si con él se entiende liquidada una tradición de siglos. La originalidad de sus Coplas véase, a su vez, cotejada y esclarecida en el hecho de que con él se inicia algo más que la tan traída y llevada transición de la Edad Media al Renacimiento: una concepción humanovital auténticamente moderna en la que prima y resplandece la temporalidad como la pauta más acorde con acontecer vital. Para Manrique la vida es acontecimiento, quedando su consideración más legítima estrictamente confinada a la sola memoria del propio acontecimiento. El énfasis a que se atienen las dos estrofas iniciales disipa dudas y ahorra comentarios: vivir, en ellas, es pasar, y recordar significa, llana y textualmente, recordar.

A espaldas de Manrique quedaba definitivamente clausurada la larga y encadenada tradición del ubi sunt?; la más larga, sin duda, y pertinazmente encadenada de la poética universal. Premonizada por el Fclesiastés y literalmente formulada en el Libro de Baruc (¿dónde están los príncipes de las naciones... ?, la insistente pregunta sin respuesta había de ser pasto de todas las literaturas. La hicieron suya escritores latinos, como Tiro Próspero, y árabes, como nuestro Abul-Beka de Ronda, y suya la harían los más significados poetas europeos tras la atenta lectura del De Conso/atione Philosophiae de Boecio. Lugar común será de la poética italiana (desde Jacopone de Todi y Gualtero Mapes hasta Petrarca) y de la francesa (desde Bernardo de Morlay a Francois Villon), sin que se ausenten del lance las múltiples variantes que en Inglaterra vieron la luz con motivo de la muerte de Eduardo IV.





Actualidad de Manrique



En la literatura española el repertorio llega a la saciedad. Del ubi sunt? nos regala una primera y entrañable versión el Arcipreste de Hita (Ay, mi Trotaconventos, mi leal verdadera... ¿dó te han levado?), que será cronológicamente reiterada por el Canciller Ayala y singularmente exprimida por tres poetas notables del Cancionero de Baena: Alfonso Alvarez de Villasandino, Gonzalo Martínez de Medina y Ferrani Sánchez Talavera. Coetáneo de este último, el Marqués de Santillana reimprime la pregunta en su Diálogo de Blas contra Fortuna, lo mismo que Juan de Mena en el Razonamiento que hizo con la muerte. Volvemos a encontrar el terna en Guevara y en Diego del Castillo, pudiendo advertirse una premonición, latente y próxima, de las Coplas de Jorge Manrique en las que su tío, don Gómez, dedicara a Diego de Ávila.

¿Es heredero Manrique de tan larga y profusa tradición? Ciertamente, aunque su pensamiento y su pluma se orienten hacia un nuevo ámbito antes de él nunca hollado. Jorge Manrique emparenta con tantos y tales precedentes en el sentido de que clausura su cuenta y su nómina para acceder a una meditación que más propia parece de nuestro tiempo que del suyo. Antes que deudor de una precedencia de siglos, Jorge Manrique hoy se nos revela precedente legítimo y sorprendente de un planteamiento que en el campo de la poética (y de la filosofía y de la física...) es certificado suficiente de modernidad. Sus predecesores moran en el espacio, en tanto él discurre en términos (modernos) de temporalidad. La pregunta de Manrique es otra, esencialmente afincada en el tiempo, en cuanto que duración, en el súbito enigma con que la vida en sí se produce y perpetúa.

De entrada, y sin disimulos, las Coplas plantean una profunda y serena meditación en torno a la vida (no acerca de la muerte), a manera de un rotundo recordar a la redonda, de par en par abierto a lo que fue, lo que es y lo que será. El dónde de ultratumba ha sido genialmente suplantado por el cómo (por el enigmático cómo) del acaecer de acá. Afincada en el tiempo, la vida pasa a ser memoria de sí misma, en tanto la interrogación indirecta se repite cinco veces en las dos estrofas iniciales: «cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, cómo después de acordado da dolor, cómo en un punto es ido y acabado, cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor». Tan cierto es ello que incluso este último interrogante, lejos de encubrir una actitud nostálgico-conservadora, viene a advertirnos cómo cualquiera tiempo es mejor si lo consideramos como pasado, es decir, en cuanto que recordado o sumiso a la duración sin fronteras que es la vida misma.

HISTORIA 16 - 01/12/1974

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