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EL CORAZON DE LA VILLA Y CORTE

Hay en Madrid un paraje abierto, medianería por medianería, a la cuenta encadenada de cinco siglos. A dos pasos de él se asientan tres iglesias fundidas, corno tres centurias, en una sola, y seis plazas se suceden sin solución de continuidad, haciéndosele harto difícil al paseante advertir dónde acaba cualquiera de ellas y comienza la otra. Se da, en fin, en el corazón de la Villa y Corte la rara posibilidad de trazar un rectángulo ideal (de un kilómetro, aproximadamente, de lado) en el que se resume y explica su historia: lo más antiguo de la ciudad queda dentro, exclusivamente, de sus lindes, sin que falten muestras fehacientes de todo lo acaecido fuera de ellas.

El enclave madrileño que a merced de sí mismo contiene, decimos, la historia de cinco siglos consecutivos no es otro que la plaza de la Villa. Del siglo XV, allí sita, es la Casa y Torre de los Lujanes, donde la tradición sugiere que estuvo prisionero de nuestro Carlos I, tras la batalla de Pavía, Francisco I de Francia. La edificación que a seguido se contempla es del siglo XVI. Casa la dicen de Cisneros, y no faltan quienes afirman, con error, que desde su balcón, y mostrando los cañones dispuestos en el zaguán, pronunció el cardenal regente la célebre frase disuasoria a oídos de los nobles que cuestionaban su mandato: «Estos son mis poderes.» Mal, sin embargo, pudo ser este lugar (y así, como luego se verá, la plaza de la Paja) el escenario de la famosa querella entre la aristocracia y el regente; hay que tener en cuenta que la casa fue construida, años después de la muerte de éste, por su sobrino y heredero Benito Jiménez de Cisneros.

Del siglo XVI se va al XVII por un pasadizo elevado; el que une la sobredicha casa de Cisneros (dependencia hoy municipal) con el edificio del Ayuntamiento propiamente dicho, que es de la centuria siguiente. Sesenta y cinco años (de 1630 a 1695) se emplearon en la construcción de esta casa de la Villa, habiendo intervenido, desde el proyecto inicial hasta la última piedra, 14 ilustres arquitectos: Gómez de Mora, Pedro Pedrosa, Cristóbal de Aguilera, Alonso Carbonell, José de Villarroel, el Hermano Bautista, Fray Francisco de San José, Bartolomé Hurtado, Marcos López, José del Olmo, Teodoro Ardemáns, Miguel Arredondo, José Gassen y Andrés Hurtado. Del siglo XVII se, transita al XVIII sin necesidad de pasadizo; basta con volver la esquina y observar la fachada que da a la calle Mayor, tal cual la dejó trazada, entre 1771 y 1778, Juan de Villanueva para que la reina contemplase, desde la columnata y el balcón en ella abiertos, la procesión del Corpus. Se completa el ciclo con el edificio que da a la otra esquina de la misma calle Mayor, alzado, en el siglo XIX, por el conde de Oñate y convertido luego en casa de viviendas.

Si cinco son los siglos que comparten una sola plaza, tres son las iglesias que hacen suyo, centuria por centuria, un mismo suelo. Pasada la calle de Segovia y el templo de San Pedro el Real (el segundo más antiguo de Madrid, del siglo XIV), la mirada choca, desde la abierta perspectiva de la plaza de la Paja, con la iglesia de San Andrés, cuyas trazas del siglo XV se unen, sin solución de continuidad, a las de la capilla del Obispo, del XVI, y a las de la de San Isidro, del XVII. Se ven estas tres iglesias a su vez cercadas por un enjambre de plazas cuya definición respectiva (mínima cada una de ellas y al lado la una de la otra y la otra y la otra...) se hace realmente imposible. Viniendo de la plaza de la Cebada y dado el primer paso en la del Humilladero, el siguiente nos acerca a la de San Andrés (donde la especulación dio por tierra con la histórica casa de San Isidro, y la promesa municipal obliga a su restauración).

Un par de pasos más bastan para llegar a las plazas de Puerta de Moros y de los Carros y asomarse otra vez, cuesta abajo, a la de la Paja. En ésta se asentó hasta el siglo pasado el palacio de los Lasso de la Vega, residencia habitual de Isabel la Católica y tribuna ideal para que el cardenal Cisneros frustrara la pretensión de la nobleza con la cortante sentencia antes citada: «Estos son mis poderes.»

Tres enclaves surgidos en el corazón de Madrid como por arte de magia. Posiblemente no haya en parte alguna semejante ligazón de edificios y siglos consecutivos como los que dejan su fe en la no muy holgada plaza de la Villa; y no parece tampoco imaginable en otro lugar la sucesión material de tres templos (con sus respectivas centurias) sobre una misma planta, o la continuidad de seis plazas en una porción tan exigua de tierra (que de tierra eran hasta que el actual concejo cometió el disparate de enlosar e impregnar de anacronismo, con aires triunfalistas, la humilde plaza de los Carros). Estos tres enclaves sucesivos vendrían a definir el lado superior del rectángulo en que se concentra lo más y mejor de la ciudad, con sólo extender por el norte la línea hasta la iglesia de San Nicolás de los Servitas (su torre, del siglo XII, es la más antigua de Madrid) y prolongarla por el sur hasta la puerta de Toledo, del XIX, y al antiguo mercado de pescados, de nuestro siglo.

El Palacio Real

El lado inferior del rectángulo arranca del Palacio Real, exponente máximo de la arquitectura madrileña, iniciado en 1736, reinando Felipe V, y concluido en 1864, bajo el reinado de Carlos III. Tres grandes maestros (los italianos Giovanni Battista Sachetti y Franceso Sabatini y el español Ventura Rodríguez) fueron los responsables gloriosos de su feliz traza y presencia ejemplar en el buen ver de la ciudad. Prosigue dicho lado a lo largo de catedral de la Almudena (cuyas torres merecen verse desmochadas y paralizadas las obras destinadas a concluir lo que quedó inacabado a finales del pasado siglo); se quiebra en los restos de la muralla árabe del siglo IX; se asoma al vacío desde el viaducto de Segovia, del siglo en curso; alcanza su esplendor en la cúpula dieciochesca de San Francisco el Grande, la de mayor diámetro en el mundo, tras la de San Pedro en el Vaticano, y a favor de un tejido urbano primordialmente decimonónico, viene a consumarse, apenas iniciado el tramo final de la calle de Toledo.

Este lado inferior define admirablemente la cornisa occidental de Madrid, cuya contemplación desde la ribera del Manzanares rayaría en la ejemplaridad si las dos nefastas torres de la Almudena no vinieran a empeñar con su pretencioso desmadre la pulcritud y la escala del trazado general. El posible fervor religioso de ciertos sectores de la población debiera atenuarse. Los devotos feligreses, tendrían que considerar el desdoro que la ciudad sufre, por mala obra y desgracia de esas dos anacrónicas torres catedralicias, en aquel privilegiado mirador que viene a reflejarse (y a dejar reflejada la mejor porción de la escala urbana) en las aguas del Manzanares, limpias y canalizadas por feliz decisión del desaparecido señor alcalde, el siempre recordable profesor Tierno Galván. Abátanse, insistimos, ambas torres y quede el resto como espacio abierto a múltiple función y dedicación ciudadana.

Pasada y olvidada la Almudena, la cornisa nos acerca a los restos de la muralla árabe del siglo IX. ¿Cómo era su trazado y cuál su extensión? Tenía, según testimonio de Marineo Sículo y Gonzalo Fernández Oviedo, 128 torres o cubos de 12 pies de espesor, de sólida cantería y argamasa. Arrancaba del Alcázar (en el lugar mismo en que se asienta el Palacio Real) y, avanzando recta hasta la puerta de la Vega (confluencia hoy de las calles Mayor y de Bailén), bajaba hasta las huertas del Pozacho (actual calle de Segovia). Mesonero Romanos prosigue así el relato: «Remontaba hasta las Vistillas para meterse en la calle de los Mancebos y saliendo a San Andrés, antigua fortaleza menor, seguía hasta Puerta de Moros. Desde allí, tocando en los límites de la Cava Baja y calle del Almendro, llegaba a Puerta Cerrada, subía por la Cava de San Miguel hasta la calle Mayor, llamada durante mucho tiempo de las Platerías, donde se alzaba la Puerta de Guadalajara. En línea recta iba por la calle de los Milaneses, continuando por las calles del Espejo y la Escalinata a los Caños del Peral, torciendo por último al Alcázar...» La mandó construir el emir Muhammad I, entre los años 852-856, para defender el valle del Tajo y de Toledo de las incursiones cristianas que llegaban de la sierra de Guadarrama.

El siglo XX sobre el IX

En el punto mismo en que arranca el viaducto de Segovia, se produce la fusión sorprendente entre el siglo IX y el nuestro; un punto de encuentro en el que no sabe uno si resaltar la singular coincidencia histórica o denunciar el supino disparate que vino a propiciarla. Allí justamente, donde se inicia el citado viaducto, y con fachadas a las calles de Segovia y Bailén y la Cuesta de la Vega, se levantó en 1962 un impertinente edificio sobre buena parte de la muralla árabe. Jamás debió concederse licencia municipal a semejante desatino urbanístico, o bien pudo haberse exigido, una vez concedida, su estricto cumplimiento: la posibilidad de acceso a la pública contemplación. A la hora, sin embargo, de alzarse dicho inmueble se pasó por alto más de un requisito, y se permitió la construcción de un aparcamiento en el sótano, que en verdad dificulta la conveniente visión y conservación de este inapreciable testimonio de la arquitectura musulmana. Y ahí, ante la mirada atónita del transeúnte, se mantiene tan peregrino espectáculo: la comunión de lo más antiguo de Madrid con ¡irás moderno, el siglo XX sobre el siglo IX, el edificio funcional cabalgando sobre el viejo recinto amurallado.

Coincidente, como digo, con la cornisa occidental de la Villa y Corte, este lado inferior de nuestro rectángulo se asoma y nos asoma al vacío por el airoso viaducto de Segovia, con la solución certera y definitiva a una larga preocupación en la historia de la capital de España: la unión de la zona de Palacio con la de las Vistillas, salvada la profunda hondonada que en punto tal conforma la calle de Segovia. Conocemos un proyecto de Sachetti, de mediados del XVIII, y otro de Silvestre Pérez, del tiempo de José Bonaparte. El primer viaducto, construido sobre estructura metálica y obediente a un proyecto de Eugenio Barón, data de 1859. Se iniciara, sus obras en 1872, viéndose inaugurado dos años más tarde, para luego ser objeto de reforma entre 1921 y 1927. El viaducto actual responde al proyecto firmado en 1932 por el arquitecto Francisco Javier Ferrero y los ingenieros Aracil y Aldaz. Fue elegido sobre otros 14 (uno de ellos presentado, nada menos que por Torroja); se salvó de un insensato plan de demolición en 1975 y resulta hoy del todo imprescindible en la fisonomía de Madrid.

El viaducto de Segovia nos guía, cornisa occidental adelante, al templo de San Francisco el Grande, cuyas trazas, del siglo XVIII, se deben a fray Francisco Cabezas, y a Francesco Sabatini la opulenta fachada principal. Por su propia e indiscutible representatividad, la iglesia de San Francisco el Grande, con su imponente cúpula de 33 metros de diámetro, fue elegida por José Bonaparte como salón de las Cortes, destinada a Panteón Nacional por las Constituyentes de 1837, aunque el proyecto de conversión fuera presentado, treinta años después, por Ruiz Zorrilla.

En 1878, y por decisión de Cánovas del Castillo, fue objeto de una espléndida decoración interior, incrementada a lo largo del siglo XIX, a cargo de los mejores pintores madrileños. De unos seis años acá, unas presuntas obras de restauración mantienen los complejos andamiajes en la nave central y en la cúpula, sin que se observe progreso alguno. A su lado se alza la capilla de los Dolores de la Venerable Orden Tercera, que, según Elías Tormo, «es la más típica iglesia de Madrid y la más sencillamente bella del reinado de Felipe IV».

La última puerta

Concluye el lado inferior del rectángulo (cerrando la parte mayor y mejor de la cornisa occidental de Madrid) en el tercio inicial del último tramo de la calle de Toledo, que en derechura va a dar al puente del mismo nombre. Desde aquí, la mirada ha de afrontar la muy sólida y muy pesada Puerta de Toledo, la última que se alzó en la Villa y Corte. Construida, en un principio, para recibir al soberano Consejo Constituyente de Cádiz, se vio, sin embargo, destinada a celebrar la vuelta de Fernando VII. Tres huecos la conforman, con laterales adintelados y un arco central. Se dio por acabada, según proyecto de Antonio López Aguado, en 1813, y sus esculturas ornamentales fueron realizadas por José Ginés. Demasiado agobiante debió resultarle en su tiempo a la gente de Madrid la última de sus puertas, como para merecer, por su propia desmesura, el acento satírico de esta copla: «Un elefante de piedra/ cebado con adoquines.» A su lado, el viejo mercado de pescados (a punto hoy de convertirse en centro cultural) ofrece al viandante el correcto aire de modernidad que en él dejó impreso el ya citado Francisco Javier Ferrero.

Dije que esta cornisa occidental (o lado inferior del rectángulo en que se concentra el acaecer de la Villa y Corte) se refleja en las, ayer sucias y escasas y hoy limpias y fluyentes, aguas del Manzanares. Y si a la mirada quiere acompañar el paso, dos inclinadas calles (la de Segovia y la de Toledo) guiarán al curioso hasta los dos puentes de igual nombre y no menor fama. No contenta con reflejarse en el río, dijérase que la ciudad quiere alargarse hasta los dos puentes que la prolongan y la dejan más y más en contacto consigo misma. Erguida sobre sí, enfatizada en su propio recorte, la impecable cornisa urbana parece conmoverse, aliviarse y descender al pretil, no menos rectilíneo, que contempla y contempla el curso, siempre igual y siempre cambiante, de la corriente. La ciudad se pone de puntillas y cuesta abajo corre para ver retratada entre puente y puente la puesta del sol.

Data el primero de ellos del siglo XVI y consta de nueve arcos almohadillados de medio punto. Por sus proporciones y por las características de su propio aparejo se atribuye, aunque no haya argumentos fehacientes, a Juan de Herrera, el mismo que dejó bien plantado el monasterio de El Escorial. La sobriedad y solidez de su trazado se inscriben, es lo cierto, en la más pura línea herreriana. Fueron muchos los poetas del siglo XVII que, comparando la imponente fábrica de este puente de Segovia con la exigua corriente del río Manzanares (que apenas si a bañar llega sus pies) lanzaron a los aires la sátira y la humorada impresas ya en las páginas de nuestra Historia de la Literatura, con mayúscula. Si nuestros insignes vates del barroco tuvieran la posibilidad de contemplar el Manzanares tras la canalización y limpieza que a bien tuvo efectuar el alcalde-profesor Tierno Galván, en verdad que habían de tragarse muchas de sus ironías.

El nutrido coro de todas ellas sigue en las antologías, encabezadas por la «lindeza» que de la contradicción entre puente opulento y río menesteroso dedujo Lope de Vega: «Y aunque un arroyo sin brío/ os lava el pie diligente/, tenéis una hermosa puente/ con esperanzas de río.» Tampoco se le escapó a Góngora la desproporción que en su tiempo (y la cosa siguió hasta el feliz advenimiento, insisto, de don Enrique) dejaban al descubierto el poderío del puente y la penuria del río: «Duélete do esa puente, Manzanares/; mira que por ahí dice la gente/ que no eres río para media puente/ y que ella es puente para treinta mares.» Más lacónico y cortante fue, en fin, Francisco de Quevedo a la hora de cincelar aquella definición del Manzanares que de boca en boca corre del pueblo llano: «Arroyo, aprendiz de río. »

El puente de Toledo

El segundo «puente mayor» de Madrid es el de Toledo, que vio la luz dos siglos después que el de Segovia, aunque el proyecto inicial fuera del siglo XVII. En su disposición actual este bien alzado puente data de 1715, según trazas de Pedro de Ribera y por encargo del correjidor de la Villa, marqués de Vadillo. Consta, como el de Segovia, de nueve ojos, separados por medio de tambores similares a las torres de una fortaleza, cada uno de los cuales remata en un balconcillo. En su tramo central se ve el puente adornado, lado a lado, con las estatuas de San Isidro, patrono de Madrid, y de su santa esposa, María de la Cabeza. Junto a la glorieta dedicada al que fuera su promotor, marqués de Vadillo, se abre una amplia explanada con dos fuentes enclavadas en dos espacios circulares.

Desde la ribera del Manzanares puede el viajero retornar por doble vía (de Segovia y de Toledo) a la acrópolis para recorrer de nuevo ese prodigioso rectángulo. El lado superior va del siglo XII al XX (de San Nicolás de los Servitas hasta el mercado de pescados, a punto de convertirse, por acierto municipal, en centro de cultura, como decíamos antes), mientras que al lado inferior avanza por la cornisa occidental de la Villa y Corte, desde el Palacio Real hasta el comienzo del tramo final de la calle de Toledo. ¿Madrid en un kilómetro cuadrado? Algo más ha de ser, dada la disposición rectangular del paraje aquí acotado, sin que por ello le cuadre mal el concepto que la forma habitual del lenguaje nos regala. Lo más antiguo de la ciudad, según quedó dicho, se halla dentro, exclusivamente, de sus lindes, habiendo lugar dentro de ellas, como aquí ha intentado probarse, para los otros hitos históricos, arquitectónicos y urbanísticos..., modernidad e incluso posmodernidad incluida.

TIEMPO DE VIAJAR - 10/05/1986

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