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LA NUEVA PLAZA DEL DESCUBRIMIENTO

La montaña que parió un ratón!". Por la petulancia de los propósitos y la mediocridad de los resultados, no le cuadra nada mal al coniunto monumental de la nueva plaza de Colón el proverbio chino que solía Mao dedicar a otras más altivas y, a su juicio, no menos frustradas empresas de Occidente. Demasiada metáfora, demasiado texto inciso... y demasiados millones, para tanta y tanta ramplonería como hace unos días fue objeto de inauguración oficial e isidril, en el solar que hasta un ayer no lejano ocuparon las nobles trazas de la Casa de la Moneda: esa especie de tríptico ferial (con algo de grotesca parodia de Chillida y algo de TBO en hormigón) en que parecen haberse concitado el error artístico, la incongruencia histórica y el desatino urbano.

Si el forastero lo es de ocasión, tránsito o turismo, o arribó a la capital con motivo de las fiestas patronales, difícilmente se repondrá del susto que esta nueva plaza, llamada del Descubrimiento, y su hierático telón de fondo han de procurarle. Creerá por un momento haber topado con un plato en el que, al modo del inolvidable Samuel Bronston, se rueda una secuencia de la Conquista de Ultramar o un episodio de preclara ascendencia faraónica. A duras penas, en efecto, acertará a discernir si tales tres moles de hormigón-cartón-piedra son símbolo desquiciado de la "Pinta", la "Niña" y la "Santa María", o libérrima versión de Cheops, Chefrén y Micerino.



Solar desamparado

Puede también ocurrir que el eventual forastero sea hijo de la villa, a la que retorna tras prolongada ausencia, por razón de encarcelamiento, emigración, exilio o simple traslado de residencia y empleo. Mucho habrá de estrujar, en tal caso, el pensamiento y conturbar la memoria para dar algún crédito a lo que ven sus ojos: ¡Tamaña insensatez! ¡Arrasar la fisonomía de un enclave urbano, familiar si los hubo, y convertirlo en solar desamparado, en "manzana sin edificar -según certera observación de un arquitecto-, con su aire de isla oceánica, rodeada del tráfico proceloso”! ¡Trocar en desierto, en tierra anónima (o con sólo el epitafio de los tres mojones absidales), lo que, años atrás, era tan de la costumbre del vecindario!

Hasta el nacido y crecido en Madrid, o en ella incardinado o inscrito, tiempo ha, en su padrón municipal, tórnase desarraigado forastero de ara a esta insolente conmemoración escenográfica del descubrimiento de las Américas. Para nada contaron con él a la hora del proyecto, y, en justa reciprocidad, no ha querido él saber nada al tiempo del alzado. No creo que se haya dado un caso parecido en la efemérides de la vida madrileña: un monumento público que a lo largo de su construcción, y pese a o manifiesto y aparatoso de ella, ha venido suscitando del viandante el desdén más absoluto. No ha logrado siquiera crear el clásico corrillo que indefectiblemente se forma en torno al más insignificante suceso diario (frenazo, resbalón, conato de reyerta...).

Poco hay que aducir desde la estimación propia del arte, si no es la antedicha condición de engendro, abigarrado y pretencioso, que símbolos y leyendas, fechas y citas, arabescos y meandros..., dejan al descubierto sobre la frente hormigonada de esos tres catafalcos fuera de escala y exentos de perspectiva. Imposible le será al viandante saber si las antedichas esculturas-carabelas son altas o bajas, horizontales o verticales, orientadas al Norte o al Mediodía. Desdeñada la humana proporción como módulo de visión y crecimiento, han quedado ahí, en la cabecera de la nueva plaza, a manera de fardos recién descargados de un camión y a la espera de que otro (quiéralo Dios) se las lleve, alterando la fisonomía del entorno y confiriendo al viejo monumento a Colón la novísima disposición de un pisapapeles.



Destino, la Antártida



Desde el punto de vista histórico, la fantasmagórica visión de los tres túmulos o mastabas (mejor que emblemas ultramarinos) nos remite, sin más, al reino del anacronismo. Concebido a favor de los aires triunfalistas del fenecido régimen, de ningún modo debió el conjunto monumental de marras verse inaugurado, de no ser en contra, y muy en contra, de las nuevas perspectivas políticas, de una democracia que se dice en marcha y de todo un replanteamiento en las relaciones con los pueblos de la América española. Tríptico de conquista, grandilocuente y vano, cuya misma vacuidad aconseja (no somos iconoclastas) su acomodo efectivo en tres balsas (su efectiva conversión en carabelas) y la ulterior travesía hacia algún puerto (alguno, por ejemplo, de esa estrecha, tortuosa y torturada franja de Hispanoamérica que por el Suroeste se asoma al Pacífico y, más abajo, da a la Antártida) donde, desgraciadamente, habían de hallar calurosa acogida.

Por lo que hace, en fin, al desatino urbano, diré que este parto ratonil de una montaña de humo, más que causa, es efecto, y pretexto de otros desmanes, mejor que desmán en sí mismo. En ]ajusta confluencia de la calle de Génova con el inicio del paseo de la Castellana, cayó primero el palacete de Medinaceli y en su lugar se alzó ese gran disparate acristalado que llaman Centro Colón: se demolió después la Casa de la Moneda, sin perdonar la escala ejemplar de los dos cuerpos frontales que, en homenaje a su arquitecto, fueron comúnmente citados con el plural de su apellido (los Jareños), y frente por frente a los espacios por ellos cedidos (¡todo un reto!) se erigieron las dos insultantes torres (dichas también de Colón) que habían de dar al traste con la fisonomía del paraje y propiciar el resto.

"Cortinas de rascacielos"

Se abría, ciertamente, una amplia zona verde (con el consabido aparcamiento, eso sí, en sus entrañas), pero ¿a qué precio? Perdida su conexión estilística con la desaparecida Casa de la Moneda, la Biblioteca Nacional (obra, igualmente, de Jareño), quedaba desguarnecida, en cueros, convertida en una especie de lonja a lo largo de su flanco derecho, y en la más absoluta orfandad, al otro lado, el tramo correspondiente de la. calle de Goya. Y al fondo, la calle Serrano. ¿Cómo conciliar su reducida y razonable escala con la desmesura elefantiásica de las Torres Centro de Colón? Alzando en el tramo frontal de dicha calle una cortina de rascacielos, de acuerdo con la desvergonzada sugerencia de uno de los avispados promotores.

Si hay un trazado urbano esencialmente refractario a la alegre improvisación, o imposible de diseñar a base de demoler, como aquí se ha hecho, una manzana preexistente, es el trazado de una plaza. Una plaza exige ante todo (remítase el lector a las más tradicionales o mayores) la pulcra orde nación, confrontación y congruencia de sus fachadas, espejo fiel y ejemplar correlato de sí misma. Todo lo contrario, exactamente, de lo ocurrido en esta mal parida y recién inaugurada explanada del Descubrimiento, cuyos cuatro frentes entrañan su recíproca y tajante contradicción. ¿Cómo reducirlos a la unidad? A base de cortinas de rascacielos. y caiga lo que caiga (¿no cayeron los Jareños?), la Biblioteca Nacional si es preciso.

La operación está en marcha. Con motivo de las fiestas patronales (cuyo cartel oficial, para más inri, adornó la más pretenciosa de ellas) se han visto inauguradas las tres esculturas, carabelas, o catafalcos, o mastabas, o túmulos..., de nuestro caso. Ahí han quedado, a la espera, sin duda, de una función más concreta y utilitaria que su eventual atributo de guía municipal. incisa en hormigón, con los nombres y fechas, laudes y memorias del Descubrimiento. Muy de temer es, en efecto, que en su día acaben por convertirse en barrera protectora, en valla de obras de esas obras que, en forma de cortina de rascacielos y calle de Serrano al fondo (y al fondo y al fondo...), vendrán a colmar el ansia especuladora y barrer la fisonomía de nuestra ciudad. Al tiempo.

CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 28/08/1977

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