LUCIO MUÑOZ, ARTISTAS ESPAÑOLES CONTEMPORANEOS

Edita: Servicio de Publicaciones del Ministerio de Educación y Ciencia

Imprime: Gráficas Alonso; Parroco, 14. Madrid - 19

Depósito Legal: M.9.191-1972

Año de Publicación: 1972

 

1. ALGO ACERCA DE SU VIDA

En 1957 la historia del arte español conoce el nacimiento de dos grupos que, aunque tardíos con relación al desarrollo de la nueva plástica europea y de la misma vanguardia catalana (Dau al Set se había fundado casi con una década de antelación), señalan la vigencia en nuestro suelo de aquellas dos grandes vías (el constructivismo y el informalismo) por las que discurría y había de prosperar la mayor y mejor parte de la estética de nuestro tiempo: el Equipo 57 y El Paso.

«Uno y otro -he escrito en ocasión no lejana- fueron como tesis y antítesis de un mismo sentir de modernidad. El Paso proclamó su adhesión al informalismo en tanto las huestes del Equipo 57 se daban a la indagación constructivista. La coetaneidad de ambos y la validez de sus

respectivos puntos programáticos aconsejan, a juicio nuestro, su parangón cual síntesis de genuinidad y congruencia para con los dos polos en que se ha debatido, apenas instaurada, y ha medrado la estética de nuestra edad. Aún agregaríamos una última nota, paradójicamente inserta en el programa de uno y otro: la no pertenencia a su nómina respectiva de aquellos dos pintores (Lucio Muñoz y Pablo Palazuelo) que mejor hubieran podido encarnar su respectiva definición. ¿No significó, por aquel tiempo, la violenta irrupción de Lucio Muñoz una tajante ruptura, plena de maestría, con el canon preestablecido tal y como se pregonaba en el aula innovadora de El Paso? ¿Quién como Palazuelo ha sabido elevar (en España y allende también de las fronteras) el tejido constructivista a la región arquetípica..., al orden universal en que hallaría sentido y perfección la tenaz indagación del Equipo 57 y otros grupos afines?»

Transcribo literalmente el texto para evitar, de entrada y a oídos del lector. todo acento circunstancial en el elogio de la excepción con que parece iniciarse esta biografía. El ensayo del que se arrancan las frases antedichas fue publicado en las páginas de Nueva Forma (número 74, marzo 1972) y no iba ni remotamente dirigido a nuestro personaje; atendía en su integridad al quehacer de Néstor Basterrechea. Deseche, pues, el lector de las líneas precedentes el recurso coyuntural que podía brindarme, a la hora del elogio, más que el arte del biografiado la ocasión de la biografía. Y si entonces vieron la luz con la intención única de fijar el entorno socio-cultural en que se produjo la actividad creadora del Grupo de Aránzazu (injustamente relegado a un segundo plano, cuando no palmariamente omitido) y su conexión histórica con los otros grupos de la vanguardia española, valgan hoy para delimitar el entorno mismo en que afloró el arte de nuestro hombre y también el lugar privilegiado que en él, y de justicia, le cumple. No incluido en la nómina de El Paso y partícipe, por cauce individual, de muchas de sus premisas, quizá fuera Lucio Muñoz el artífice más significado de aquel entonces en el curso de la corriente aludida, el hacedor, sin duda alguna, de un arte más singular, de mayor claridad y plenitud más colmada (como, sin discusión posible, lo fue Pablo Palazuelo en el cómputo de la corriente antagónica).

Fijadas (o extraídas, al margen de toda gracia ocasional o favorable coyuntura, del texto mencionado) las lindes del campo intelectual, dicho con remedo estructuralista, en que se dio la actividad creadora de Lucio Muñoz, vayamos directamente a lo somero y más sustancial de la biografía, sin exceder para nada el ámbito del arte. Nacido en Madrid, el 27 de diciembre del año 29, Lucio Muñoz comienza a pintar (él lo llama afición y la equipara a la que pronto sintió por la música, fiel compañera de viaje a lo largo de su ulterior quehacer) en 1945, asistiendo durante los dos años siguientes a las clases nocturnas de D. Eduardo Navarro, para luego (1948-1952) trabajar (in el estudia de don Eduardo Peña. Es curioso advertir que sus dos maestros, antes del ingreso en Bellas Artes, se llamaran Eduardo, como Eduardo había de llamarse, ya en San Fernando, aquel extraño profesor (así suele subrayarlo el propio Lucio) de pedagogía del dibujo y, más adelante, entrañable amigo, maestro y vigía del horizonte de la creación y otra vez maestro y otra vez amigo y otra más iluminado impulsor hacia el riesgo, hacia la hipótesis exploradora, hacia el umbral inquietante de lo desconocido, de lo otro: Eduardo Chicharro (hijo) o Eduardo Chebé o Chebé a secas, el poeta, tal vez, más grande de nuestra posguerra y de otras edades más próximas, inventor de vanguardias, frente a los tímidos tanteos innovadores del entonces y, mucho más, frente a la pertinacia académica, visionario en parte y, en otra mucho mayor, definidor puntual de los nuevos tiempos y de las nuevas formas expresivas.

Ingresó Lucio Muñoz en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, de Madrid, el año 1949, haciendo suyos, pese a su temprano desafecto hacia la academia, los premios extraordinarios de Colorido y Colorido y composición más una beca en Paisaje. A los tres años de estancia en Bellas Artes comienza Lucio a trocar, de espaldas a la didáctica oficial, la enseñanza académica por la lección cubista que, apenas titulado, ha de abandonar para aceptar primero el influjo poético de Klee y, más tarde, el estímulo de la no-figuración informalista hasta dar, poco. después y dentro de un peculiar entendimiento del informalismo, con una genuina concepción del arte, traducida en lenguaje propio, harto original. Frente a la actual y alegre profusión de autodidactas al uso y al abuso (¿existe acaso el autodidacta? -preguntaba yo recientemente, a propósito de Picasso, ¿quién no tuvo un maestro?, ¿quién, al menos, si no fue en las sombras del subdesarrollo, no leyó alguna vez un libro o deletreó el abecedario?) sería injusto afirmar que el paso de Lucio Muñoz por las aulas de San Fernando fuera baldío. En el marco estrictamente académico y de cara a la explicación tradicional de la historia del arte, nuestro hombre ha de asimilar y hacer consustancial con su estilo alguna que otra enseñanza, al menos una: el estudio del color y de la luz en general y, en particular, la lección del claroscuro, develada o latente y definitivamente impresa en la totalidad de su obra, incluso en la más inconformista y arriesgada. Cuando más adelante analicemos el proceso creador y el don manifestativo de nuestro personaje y hablemos de luz crepuscular y habitable penumbra, sepa el lector que, bajo la entonación poética que se asignará a ambas expresiones, no deja de latir la académica lección del claroscuro.

Hecha esta justa salvedad, diríamos que Lucio atiende primordialmente a los postulados del cubismo a lo largo de su estancia en la Escuela de Bellas Artes y que, apenas concluidos los estudios oficiales (1954), se aviene sucesivamente al reclamo poético de Klee y a la exigencia del informalismo, hasta el hallazgo de un estilo propio. Lo que acabamos de apuntar acerca de la enseñanza académica del claroscuro, cabe ahora extenderlo a la doma cubista de la mano. Tempranamente adicto a la eclosión informalista de los años 50, Lucio Muñoz diferirá bien pronto de muchos, por no decir de todos, sus correligionarios, sometido siempre su arte a un orden estructural, más o menos soterraño, de mayor o menor resonancia cubista y enteramente ajeno a la estridencia de todo gesto improvisado. Sin haber sido jamás un pintor estrictamente cubista, él ha confiado, insistiríamos, al troquel del cubismo la doma de la mano, dando con ello feliz solución al problema, tantas veces planteado, de las nuevas academias. Mucho se ha hablado del cubismo como nuevo cauce académico, o de su exigencia supletoria de las viejas formas didácticas, sin connotar siempre, y junto a virtudes innegables, sus posibles riesgos. El cubismo, entendido como academia -he escrito en más -de una ocasión-, se diría de mayor validez que cualquier otra en atención al rigor, a la disciplina del canon geométrico, pero puede entrañar y de hecho entraña mayor peligro: la rigidez sistemática hurta genuinidad y la pura visión geometrizante de los objetos es muy capaz de encubrir, bajo aparente complejidad compositiva, la facilidad de un esquema intelectualizado, preconcebido e indefinidamente multiplicable en la práctica. Atento o no a esta advertencia, es lo cierto que Lucio Muñoz dio en tomar de la lección cubista una pauta sólo de ejercicio, no un cauce seguro de manifestación y mucho menos fijar en su dogma (como en sus días les ocurriera a los Metzinger, Gleizes, Lhote, Marcoussis, La Fresnaye... y demás puristas) la suprema forma del orden, es decir, la solemne reinstauración de la Academia.

Antes de consumar este capítulo docente y a modo de resumen, reiteraremos un aspecto y agregaremos otro, en cuya confluencia se nos ofrece lo mejor y más fecundo de la andadura de nuestro hombre por aulas y pasillos de San Fernando: la incipiente relación, que luego sería amistad entrañable, con Eduardo Chicharro, y el trato asiduo, feraz, de fraternal camaradería y común provecho, con Antonio López García, Julio L. Hernández, Francisco López, Joaquín Ramo, Enrique Gran... y, poco después, con Manolo Raba. De la amistad con el maestro Chicharro quedará en el habla de nuestro hombre profundo acento poético. Fue Lucio Muñoz, y ello al margen del hecho pictórico como tal, discípulo privilegiado y amigo entre amigos del genial Chebé, quien le dedicó (a él, más exactamente, y a su mujer, la pintora Amalia Avia) uno de sus más luminosos poemas: la Carta a Lucio y Amalia. Tentado me he sentido a vincular íntegramente esta biografía al torrente de los versos de Eduardo Chicharro; porque, de ser factible una historia que supliera el dato estadístico por el tacto íntimo e innombrable de la experiencia, el poema de Chebé había de dar mejor o más sustancial noticia que la suma de fechas, épocas, títulos y exposiciones, hasta constituir el más veraz curriculum vitae escrito desde dentro o desde el dentro del dentro: ¿No oyes conde Lucio / ni tú percibes diáfana Amalia / la hueca voz de timbales / el doble ronronear de cornamusas y amaestrados gatos? / ¿No presentís campanas, laúdes? / ¿No sus inaudibles repiques? / Son desmayada metralla de vidas descoloridas. / Desatinos de la Justicia. / El Hosanna de las gaviotas al sol. / Es el alma entumecida de los pájaros / que se nos mueren de frío...

Si no el título de aristocracia (¡conde Lucio!) que el poeta asigna, por gracia del verso, al pintor o su literal entendimiento, sí, desde luego, otras muchas noblezas de su pluma valdrían para enaltecer los surcos de la gubia y los rastros del pincel. Cuando nos llegue la hora de analizar la obra de Lucio Muñoz y el sentido de su lenguaje, nuestro comentario arrancará y difícilmente saldrá de un entorno estrictamente poético, iluminado con el ejemplo de Franz Kafka y a tenor de sus inquietantes y clarividentes mitos, convertidos en argumento de realidad. ¿Y no habían igualmente de valer los enigmáticos versos de Chicharro para esclarecer el universo enigmático de nuestro pintor y cada uno de sus surcos, colores, climas, golpes de martillo, trama y urdimbre de sus insólitas maderas, tornasol y sobresalto de sus luces, de sus crepúsculos, de sus habitables penumbras... y extrañeza, radiante extrañeza, de sus formas? No ya el ronronear de las cornamusas, la desmayada metralla o el alma entumecida de los pájaros... de que Chebé habla a Lucio o adivina en su obra; podrían ser otras muchas las inquietantes imágenes transcritas por el poeta del hondo de las formas que trazara el pintor, muy capaces todas ellas de verse traducidas en ronda sin fin o en lo que Alberti ha llamado el poema enredadera. Porque, a decir verdad, no están muy ausentes de las imágenes del pintor, a un tiempo familiares y extrañas, las no menos familiares y extrañas expresiones que le dedica el poeta: «Un mundo atrás al que miramos por rendijas, donde habita el muérdago, el pan que comemos, las viandas del pesebre, uncidos en el trémulo vaivén de cotidianos actos, de cosas murmuradas, dichas, hechas puede que a espaldas de fósiles arcángeles..., minúsculos resquicios, llama esquiva, desconsoladas voces, gasterópodas flores, el aligustre, aulagas y llanetes, belloritas, codesos, pipirigallos, fucsias, el jaramago amigo, corimbo y nimbo, pueblos despoblados, la abierta casa nuestra, el pan crujiente, mandrágoras y peces frígidos, aprendices confusos de la hora cárdena como un aura de locura de pianola, las puertas del silencio y el alfarero que con su alfiler se ríe junto al haz de la desdicha, por perdidos rincones... ».

¿Qué otra mejor aclaración habían de exigir las andaduras de Lucio por entre las maderas, el betún, la lejía, el aguarrás, el cadmio, el minio, el albayalde... que las que extrajo el poeta de los entresijos de sus criaturas? ¿No hay acaso en la trama de maderas, luces y colores, tal como Lucio nos las dio a los ojos, «estancadas aguas, la osamenta del codo, fogatas que arden por todos lados, cananeas figuras o el tumulto de un miércoles en el hueco de la mano, en el hueco del oído, en lo más hondo del ojo, y disfraces que juegan con hoces y arcabuces? ¡La música! ¿No entiendes? Es el viento tras la rosada encina, en el pulmón del pájaro. La gatosauria lo estima cual vagas murmuraciones, la apócrifa lombriz de un amor místico, la sima de esperpentos, grandes pájaros simiescos, todo un órgano sonoro bonancible, compatible con la dádiva (hablemos en voz baja y si nos ven, por liebres que nos tomen), hornacinas premisas, papeles de colores y hasta anónimos evónimos...». ¿No son éstas y otras tantas las imágenes que, tramadas a nuestro modo y a modo también de relato-enredadera sobre textos literales de Chicharro, nos vienen, inmediatas, de las maderas tramadas, entramadas y vueltas a tramar y entramar por la mano y las artes de Lucio Muñoz? ¿Qué le diríamos a ese personaje que, en el ámbito de la exposición y ante la obra de Lucio, asegura no entender nada o pregunta por su significado cuando no por su concreta utilidad?.: «¡La música! El viento tras la rosada encina; son rumores de cosas depositadas en arcas con doble cierre, es materia no soñada, no engañosa, son visiones y moriscos responsorios, son los tules de las dunas distanciadas, son los puentes en los ojos de los pobres pordioseros, son las manos boquiabiertas que te esperan, son las lenguas incendiarias del crepúsculo, son desmayada metralla de vidas descoloridas. ¡Son trémulos espantapájaros de horror! ».

Y junto al preclaro magisterio de Chicharro y a la amistad entrañable con Chicharro (magisterio y amistad que Lucio, lejos de olvidar con los años, fijará más vivamente en su memoria, como luego ha de verse, cuanto más los distancie el tiempo), aquel otro aspecto, el del trato asiduo y provechoso para el común con los artistas antedichos de su misma generación. El fruto más granado de este grupo o comunidad generacional va a producirse un año después de haber concluido Lucio Muñoz sus estudios en San Fernando: la exposición colectiva (año 1955) en las Salas de la Dirección General de Bellas Artes, en cuyo ámbito nuestro hombre cuelga su obra, con ciertos influjos de Klee, alguna resonancia cubista y no pocos indicios de su inmediata dedicación no figurativa, al lado de realistas consumados y, poco después, magistrales, como Antonio López García, Julio L. Hernández y Francisco López. Esta exposición entraña un dato fundamental a la hora de abordar el tema genérico de las vanguardias españolas y el particular de la abstracción y la figuración tal como se dieron en nuestro suelo y en su momento oportuno. A las mil diferencias que median entre estos nuestros modernos realistas y los novísimos abanderados del neo-realismo o hiper-realismo o mágico-realismo a la última -he escrito yo en el prólogo de la exposición que Antonio López García y sus huestes colgaron, el año pasado, en la galería londinense Marlborough- parece oportuno agregar una simple razón histórica: ¿cuándo nació la actividad de este singular grupo español? El dato estadístico ahorra otros argumentos. Es de saberse que la primera exposición conjunta de aquellos audaces realistas (protagonizada por Julio L. Hernández, Francisco López y Antonio López García) tuvo lugar en enero de 1955, cuando mayor parecía el auge de las corrientes abstraccionistas e inminente la irrupción de las tendencias informales, patentizándose más y más, a partir de aquella hora, la presencia y peculiaridad de su realismo en perfecta armonía con el quehacer de los abstractos y con una misma conciencia de modernidad. Ya es revelador -insistía mi comentario- que en esta exposición del año 55 figurara, junto al de los realistas mencionados, el nombre de lucio Múñoz, quien por aquel tiempo era y había de serlo por otros muchos, uno de los artistas más cualificados del abstraccionismo, de la no figuración.

El arte de nuestros realistas salta a la escena en plena efervescencia del abstraccionismo, del que de ningún modo quiso ser repulsa o contestación, se desarrolla a la par de él y con él constituye, a partir especialmente de 1957, la muestra más característica del arte español contemporáneo. En dicho año se funda en Madrid, según dijimos, un importante grupo abstraccionista, El Paso, cuya comunidad, entregada a la estridencia informal, convive en la mejor de las armonías con estos artífices del realismo, de la figuración a ultranza. No deja tampoco de ser revelador que Juana Mordó, a través de la galería Biosca -ventanal único en el Madrid del entonces o el más libérrimamente abierto al fulgor de la modernidad-, congregara mayoritariamente a los hombres de El Paso y á un buen puñado de nuestros más singulares realistas (valgan de ejemplo, entre otros y al lado de los ya citados, los nombres de Amalia Avia y Carmen Laffón). La insistencia en el tema obedece a la decisiva importancia que nuestro biografiado tuvo en esta venturosa comunión entre abstraccionistas y figurativos. Lucio Muñoz fue, desde los tiempos de la Escuela, el mejor vehículo o puente natural entre ambas tendencias. Porque a su participación en la exposición antedicha del año 55 (clave, a mi juicio, a la hora de comprender el sentido de las vanguardias españolas y a la hora también de dar con una noción precisa en torno al realismo) habría que añadir que su ejecutoria, sus afectos (incluido su matrimonio con la pintora Amalia Avia) y sus afanes estuvieron y están del lado de nuestros más caracterizados pintores figurativos (Antonio López a la cabeza) y más cuanto más se han ido abriendo sus obras al ventanal de la no-figuración. Desde la época escolar de San Fernando, la feliz convivencia o entrañable y feraz camaradería (única quizá en el cómputo universal de la estética contemporánea) entre los artistas de uno y otro signo (por mejor aquilatar o consumar el censo, agréguense de la parte de los no-figurativos los nombres de Manolo Raba o Enrique Gran) debe a Lucio Muñoz mucho de su auge y el papel, sin ambages, de vínculo decisivo.

Tras su primer viaje a París y Londres (1953) en compañía del pintor Joaquín Ramo, realiza Lucio al año siguiente (es decir, uno antes de la ya comentada y capital exposición en las Salas de Bellas Artes) un nuevo viaje a Italia que trae como mejor consecuencia (año 1954) sus primeras pinturas no figurativas, un tanto su misas aún al troquel del cubismo. De 1955 data su primera exposición individual (Galería Dintel, Santander) y otro viaje a París, en calidad ahora de becario del Gobierno francés, más la estancia a lo largo de un año en la capital de Francia, donde participa en varias colectivas. El fruto de su residencia en suelo parisiense son sus primeras pinturas no figurativas definitivamente desvinculadas del cubismo y orientadas decididamente a la expresión informal. Venimos dando tanta importancia a las fechas por dejar muy en claro que las obras informalistas de lucio preceden en dos años a la explosión del informalismo en España o al menos en su capitalidad. Algo se estaba cociendo en Madrid, a lo largo de esos dos años, algo que a la postre había de abocar a la fundación y primer manifiesto de El Paso, proclama, diríamos, oficial del dogma informalista por estas latitudes. El propio Lucio nos dirá que sus propósitos de residir en París con carácter habitual o indefinido se vieron truncados por la constancia de dos hechos, el uno de simple obligatoriedad a instancia ajena (las prácticas de la milicia), y de propia y oportuna intuición el otro: la certeza (son palabras literales del pintor) de que algo comenzaba a moverse en el pequeño mundo del arte español, cuyo desenlace (y ahora las palabras son nuestras) culminaría en la fundación de El Paso. Corrían los días de 1956 (un año antes aún de la fundación de dicho grupo), cuando nuestro artista infundía a su pulso el ímpetu informal y acertaba a dar con aquel procedimiento que, en el entonces, había de diferenciarlo esencialmente de los otros informalistas y sería, en el futuro, el cauce definitivo de su expresión: sus pinturas en madera o, mejor, la extraña y personal urdimbre de las maderas elevada a pintura.

El año mismo de la fundación de El Paso celebra Lucio (Galería Fernando Fe) su primera exposición en Madrid. Para percatarse el lector del carácter eminentemente vanguardista de la creación de nuestro hombre y otros de su generación, no menos que de la anacrónica sensibilidad o estimativa, vigente por entonces en la capital de España, bástele con atender a la repulsa que no ya del público, sino de los sedicentes críticos especializados, recibía el llamado arte abstracto (ese mismo arte que poco después había de acaparar la demanda, y hoy -triste gracia de la ironía y de la diacronía- algunos quieren alegremente dar por caduco). Porque, a la vista de lo entonces publicado, es de justicia significar que, salvo las firmadas por Sánchez Camargo y José de Castro Arines, las restantes críticas fueron enconadamente adversas no tanto en atención a los dones y facultades del pintor como a la extravagancia del llamado arte moderno. Las obras expuestas por Lucio eran (¡piedra de escándalo!) pinturas sobre madera, collares quemados y madera vista. El transcurso de un año algo hizo cambiar la actitud del público y quién sabe si la de los críticos, al tiempo que algunos de los mejores coleccionistas del arte nuevo empezaban a fijar en la obra de Lucio sus cuidados. De cara a su exposición del año 58 (Ateneo de Madrid), en la que por vez primera aparecía una obra en madera tallada, hubo división de opiniones en la crítica y el pintor vio vendidos sus primeros cuadros a JuanHuarte, concretamente, a Vincent Price y a Fernando Zóbel. A partir de este año participa Lucio Muñoz en las más importantes exposiciones de pintura española en Europa y América, organizadas casi todas ellas por Luis González Robles, y se producen las primeras adquisiciones de obras suyas por parte de museos europeos.

Invitado, en 1959, por el Museo de Arte Moderno, viaja Lucio a Brasil, donde se le brinda una sala en la Bienal de Sao Paulo. Su obra va ganando noticia, fama y atención allende las fronteras. Antes de que concluya el año 1959, toma contacto con la galería René Drouin, de París, en tanto la galería bonaerense Bonino le firma una exclusiva para toda la América Latina. También en España se produce la exclusiva con Juana Mordó, en la galería Biosca (exclusiva, ésta, plena de mutuas fidelidades). En 1960, contrae matrimonio con la pintora figurativa Amalia Avia (éste es el matrimonio en que antes veíamos simbolizada y ahora, valga decir, sacramentada aquella relación, tan deudora a las artes, oficios y afectos de Lucio y tan excepcional en la cuenta universal del arte contemporáneo, entre los artistas figurativos y los abstractos). En 1960 Lucio Muñoz obtiene el Premio Neblí, consistente en la publicación de una monografía, editada por José Ayllón con textos de Vicente Aguilera Cerni y serigrafías de Abel Martín y Eusebio Sempere.

Al siguiente año ve la luz un nuevo libro, debido a la pluma de Castro Arines, en torno a la obra de nuestro artista y con motivo de su primera exposición con Juana Mordó en la galería Biosca. Por encima de su selección para el Pittsburg International y por encima también de su primera exposición individual en el extranjero (Galería Bonino, Buenos Aires), el dato, a nuestro juicio, más digno de reseñarse a lo largo de este 1961 es la edición de la primera serie de xilografías en una carpeta cuya portada llevó por título Los Madriles. ¿A qué responde mi predilección? Lucio acaba de introducirse en las artes del grabado, iniciando con ello una fecunda actividad que jamás dará de lado a lo largo de su quehacer creador. Diríamos que la asidua impresión de sus grabados y la urdimbre pertinaz de sus maderas (sordos y sordas a veces y, veces, estallantes de color) vienen a constituir, sin intermitencias ni fisuras, la senda biunívoca o la constante de las constantes de su acción instauradora. Lucio Muñoz acaba de hacer suyo el oficio de grabador. A partir de ahora, jamás se ausentará el tórculo de las cuatro paredes de su taller. Sumiso durante muchos años a la dura ley del oficio, compartiendo sin pausa lo propiamente artístico y lo amorosamente artesanal, nuestro hombre alcanzará justa fama de maestro grabador, dejándonos, a lo largo de la década de los 70 en curso, obras ejemplares como su Eduardo Chicharro- Lucio Muñoz, carpeta de cinco serigrafías originales y cinco sonetos del inolvidable Chebé o los magistrales aguafuertes estampados, del Grupo Quince, o su colaboración, por no decir iniciativa, en la publicación de una carpeta, próxima a la luz, con las Cartas de Noche de Chicharro y grabados de diez artistas, así como la inminente edición de una amplia antología poética de aquel extraño profesor de pedagogía del dibujo.

«Minúsculos resquicios -vuelve el eco de la Carta a Lucio y Amalia-, llama esquiva, desconsoladas voces y ecos mustios...». Todas cuantas llamas, voces y ecos el poeta extrajo de los minúsculos resquicios sembrados en la trama misma de las maderas por el arte del pintor, retornan ahora de la letra impresa a la fuente de la memoria y a la plancha del grabado; que también estos grabados de Lucio albergan, en la íntima lejanía del recuerdo y en la faz presente de la tinta fresca, ecos mustios, voces desconsoladas, esplendor de llama, sombra y resquicio de innombrable sensibilidad. Y entre resquicio, llama, voz y eco, podría proseguir la letanía de ésta y otras muchas cartas de noche (si las maderas de Lucio se urden y organizan en la luz crepuscular, en la última posibilidad de la penumbra, dijérase que sus grabados se imprimen en la estancia del nocturno) con todos sus tejidos y sus sueños: «la noche apacigua la desazón de la tierra, contiene su ruidoso tejer y da vida a los sueños. Luego también ella se duerme. Sueña la noche con los enseres del día, y el sueño del hombre se puebla de seres de la noche... como corolas de humo, fuegos fatuos, llamaradas místicas, lenguas largas y serpiformes, una fina película sobre un mundo de sueños, tejiendo sentencias, pariendo formas movedizas, llenándose de voces agudas, altas, largas, tensas, profundas, acaso desgarradoras..., las primeras capas de la tierra, insectos bordoneantes, cavernas en que el agua caliza cae con gotas de ruido sordo y forma en su gotear de siglos largas estalactitas y largas estalagmitas, gruesas estalactitas y gruesas estalagmitas... » ¿Y no rondan tu grabados (¡conde Lucio!) los enseres del día en la araña del sueño? ¿No se pasean por ellos movedizas sombras o se asientan largas estalacticas y gruesas estalagmitas? ¿No sobreviene el parto, en la estampación de tus aguafuertes y en el entretejerse de tus maderas, de las primeras capas de la tierra, de insectos bordoneantes, cavernas de agua caliza y aquel concierto de voces agudas, altas, largas, profundas, acaso desgarradoras?

El año 1962 amanece a los ojos de Lucio Muñoz con el rayo de una nueva experiencia: la realización del magno mural en el altar mayor de la Basílica de Aránzazu. Presentó Lucio al Concurso Nacional, relativo al mural del templo guipuzcoano, una sugestiva maqueta (hoy en el Museo Vaticano), concebida y conclusa a tenor de su técnica peculiar de maderas entramadas y fundidas en la argamasa y el aluvión del cromatismo. Ganado el concurso y puesta en pie la maqueta (que a su vez había de merecer la medalla de oro en la Bienal de Arte Cristiano de Salzburgo, junto con el tríptico Crucifixión, también de su mano y hoy en el Museo de Bilbao), pronto sobrevino el problema de su plasmación en el hemiciclo del muro basilical. Si verdadera experiencia es afrontar el reclamo de lo desconocido, renunciar al dominio de lo ya experimentado y lanzarse al riesgo de lo que se ignora, Lucio Muñoz va a asumir conscientemente estas tres pistas y otras muchas andanzas de la aventura, va a hacer suya y plena una experiencia en sentido estricto, para al fin dejar en el ábside de Aránzazu una de las obras más singulares en el recuento del muralismo contemporáneo.

«Un dato aleccionador -escribí yo en su, día- a la hora de esclarecer o ejemplificar la aventura muralista de Lucio Muñoz tras el hallazgo de un metalenguaje pictórico, se nos ofrece en la génesis empírica, en el proceso elaborador, en la experiencia interna, paciente, paulatinamente vivida por el creador, de lo que hoy, y a los ojos del visitante, es concierto perfectivo, obra magistral, sobre el ábside de Aránzazu». Quien conozca el primer boceto y el análisis parcial de la materia y de su organización cromático-formal, tal como obran en la maqueta original de nuestro hombre, no dejará de asombrarse al verlo traducido con total exactitud y magnitud multiplicada sobre el muro de la basílica. El transporte de un boceto a su consumación mural es, por lo común, un simple problema de escala, un mero y sistemático fraccionar y reconstruir los elementos parcialmente resueltos y paulatinamente integrados en la entidad del todo, cuya contextura formal y cromática ha de reflejar con entera equivalencia (como un espejo gigante) la faz genuina del proyecto original. Cierto que, a diferencia de la costumbre muralista de nuestro tiempo, amparada en el empleo de materiales plásticos de incalculable ductilidad e infinita capacidad de rectificación, los muralistas del Renacimiento topaban con una dificultad redoblada, tanto en la técnica del fresco (nada dúctil y esencialmente hostil a todo intento rectificador) como en la exigencia de una auténtica estrategia para la efusión de la pintura en ámbitos de magnitud y complejidad evidentes (piense el lector en las fatigas que hubo de probar Miguel Angel de cara a la bóveda de la Sixtina).

Aún más dura fue la tarea de Lucio Muñoz en el ábside de Aránzazu. Porque no se trataba ya de multiplicar la escala del boceto original en la palma de una superficie más o menos`. propicia ni con el concurso de una técnica más o menos practicable. Había, en primer lugar, que inventar esa técnica (¿dónde hallar el precedente de un mural consumado, a través de seiscientos veinte metros cuadrados, en la conformación y ulterior contextura de ingentes maderas irregulares, portadoras del color, fundiendo con él la plenitud de un símbolo colosal, de un portentoso mito?). La escala, por otra parte, de poco servía, habiendo de traducirse la argamasa de la maqueta en la trama de grandes leños, circunscritos primero a las proporciones y al peso de su volumen real y amalgamados luego, uno por uno, en la ascensión paulatina del retablo. Justo parece destacar, al lado de la virtud poética del mural de Aránzazu, el carácter de proeza técnica, la condición de hazaña que la secunda, la voluntad sin freno de su hacedor y la totalidad de una experiencia arriesgadamente asumida por nuestro hombre, recorrida de punta a cabo y, a la postre, traducida en obra magistral.

Penetremos súbitamente en la Basílica de Aránzazu. ¿Cuál sino la de un tenso y palpitanto debate entre la concavidad del muro absidal y la frente, la proa de uno y cien volúmenes convexos, es la impresión inmediata en los ojos del contemplador? Aquí la materia se aglutina y hierve, estalla a borbotones y al enfriarse, sólida, se convierte en leño punzante, en costra prominente o en roca que hiende la frontalidad del aire y de la luz, y sustenta, al ojo inquisidor o simplemente contemplativo de quien avanza por el ámbito basilical, el alumbramiento del color, hecho convexidad, dique, muro de contención de una arquitectura que iniciaba su propia e irremediable fuga tras el cuenco del ábside. Los grandes muralistas del Renacimiento comprendieron que la única posibilidad de abrir la entraña del edificio (al vislumbre, a la evocación o a la viva sugerencia del universo exterior), sin que por ello perdiera . la estancia su propia consistencia, se daba en la valoración escultórica de las formas, en el acento agudo de su convexidad, frente a la comba creciente del plano cóncavo del que se desprenden y parecen avanzar, no hacia la atmósfera del cielo envolvente, sino de frente, en derechura, de arriba a abajo (recuerde otra vez el lector el techo de la Sixtina), a los ojos de quien las contempla.

Diríamos que Lucio ha llevado la intuición renacentista a su última y alucinante consecuencia. El muro cóncavo y frontal de Aránzazu se ve materialmente contrarrestado por la convexidad de las formas engranadas en el hemiciclo absidal. Pero aquí la convexidad excede, en su mismo desarrollo empírico, la sugerencia escultórica que tan admirablemente reflejaron los maestros del Renacimiento. Aquí el volumen es real, las proporciones en altura, anchura y profundidad son reales e igualmente reales estas forma ciclópeas, arrancadas a la madera, impregnadas en el aluvión del cromatismo y entramadas sabia y pacientemente en la contextura de un retablo táctil, mensurable, ponderable, desprovisto de todo parcial acento alegórico y henchido por ello de significantes. Si la suma o fusión enriquecedora (gestáltica) del modelo escultórico y la práctica pictórica constituían esencia y propósito de una lección compleja, de un verdadero metalenguaje en alas del muralismo, de acuerdo con la enseñanza renacentista, Lucio Muñoz ha convertido en realidad lo que para el Renacimiento no pasó de teoría, ha transformado en auténtica expresión el antiguo conato manifestativo. Porque aquí el volumen escultórico no es sólo modelo incitante ni la convexidad mera ilusión óptica; aquí la materia se inviste de peso y proporción reales y la prominencia del mural adquiere condición verdadera de retablo sin que por ello pierda un ápice de sustantividad pictórica.

Si el tacto de la pintura y la sugerencia escultórica, gestálticamente sumados o enriquecidos uno y otro dato, alumbraron la teoría renacentista del metalenguaje que representa el verdadero muralismo, diríamos que nuestro hombre supo hacer de ella presencia y realidad de realidades. Abundando en el tema y en atención al hecho material de la experiencia, al proceso elaborador que permitió su plasmación milagrosa sobre el muro basilical, aún nos sería dado formular una pregunta: ¿de quién se vio auxiliado Lucio en el empeño de transcribir en la faz incitante del altar mayor los signos luminosos del metalenguaje muralista? La práctica pictórica y el modelo escultórico constituyen, coincidentes en el realce de la convexidad, las dos notas a que se ajustó la lección renacentista del muralismo. Lucio Muñoz, consciente de una y otra y queriendo llevarlas a su última consecuencia (cuando no abocado a tenor de ambas y por lógica necesidad), contó en la génesis, en el duro trayecto del retablo de Aránzazu, con la ayuda y experiencia de un pintor y un escultor: Joaquín Ramo y Julio L. Hernández (observe el lector que no se trata precisamente de dos artesanos; el primero, residente habitual en París, ha sido y continúa siendo un tenaz investigador en la poética del arte contemporáneo, y el nombre de Julio L. Hernández ahorra, por la solidez de su prestigio, otros comentarios). Queriendo ejemplificar, u obligado a ello, el antiguo consorcio del que naciera la genuinidad del muralismo, acertó Lucio a sumar al concepto universal de la pintura y la escultura el nombre singular de dos artífices consagrados, en una y otra ribera, para el feliz término de una empresa titánica y la mejor definición de un verdadero metalenguaje.

Lucio Muñoz es un pintor eminentemente muralista que, por causas muy ajenas a su vocación y a sus propósitos, ha visto paradójicamente menguada su acción directa sobre la faz incitante de la cal. Creemos, si la memoria nos es fiel, que éstos son los lugares, al menos los más representativos, que albergan sus murales: Hostal de San Marcos, en León; Casa de Jesús Huarte, en Puerta de Hierro; Vestíbulo del Aeropuerto de Mahón: local administrativo Indubán, en Madrid, y, a la cabeza de todos, el de la Basílica de Aránzazu que venimos comentando. Siendo esta última síntesis y ejemplo de su restante actividad muralista y, dada su peculiar conformación y claro parentesco también con la de caballete, se me ocurre preguntar, cerrando con ello este episodio de su biografía: ¿merece el cómputo esencial de la acción creadora de Lucio acomodarse a una noción general del muralismo? Tal vez parezca inadecuado y restrictivo que, sobre la plenitud manifestativa y el profundo destino poético que hemos asignado y asignaremos luego con mayor amplitud a la totalidad de su obra, vengamos ahora a subsumirla en la parcialidad del marco muralista, cuyo significado dice en nuestros días cierta relación peyorativa con la creación de ambientes, el realce suntuario, el ornamento, el acomodo, el espectáculo confortante de la mansión cerrada... y otros títulos, paliativos, todos ellos, de auténticas virtudes de la expresión, programados y hechos menester por las llamadas artes decorativas.

No haya cuidado. La noción de muralismo que aquí trata de explayarse, aparte de afincar sus raíces en el suelo del más noble precedente, se esclarece aún más, tanto en atención a la técnica empleada por Lucio como por el designio que la guía. Si el metalenguaje del verdadero muralismo se ajustaba, en el aspecto material, al consorcio del modelo escultórico y la práctica pictórica, toda la obra de Lucio Muñoz, considerada desde su materialidad, sería muralista. En ella, volumen, color y convexidad real transcienden cualquier ilusión óptica, cualquier modelo ejemplificador, para convertirse en realidad tangible (tan cierta parece la preponderancia de esta triple confluencia, que ha impulsado a algún crítico a bautizar los modos expresivos de Lucio Muñoz y, a contar de él, los de otros artistas más o menos afines, con la voz híbrida y convencional de esculto-pintura). Más claro aún resulta el propósito muralista de Lucio Muñoz si atendemos al norte, a la función vital impresa en la integridad de su obra: la apertura de la estancia humana al confín de la infinitud real. No ya el mural en sentido estricto, cualquiera de sus cuadros cumple la función esencial y existencial de contrarrestar la rutina del morar y del transitar cotidiano (o de la alienación sistematizada) con la presencia de lo insólito o, si se quiere, de abrir el muro de la costumbre a aquello que está más allá de toda costumbre. Instalado el cuadro en el medio de lo habitable, se hace índice y noticia de lo que no es como las cosas ni como el hombre que mora entre ellas, y abre la estancia humana al vislumbre de lo otro, al pulso de su conciencia, al confín de su infinitud. El mural de Aránzazu, y con él la creación entera de nuestro personaje, sustenta el gran signo alertador del terrible lugar que habitamos y, a la luz crepuscular de esta augusta nave, ilumina sin tregua el despertar del hombre.

Salvado él trascendental capítulo de Aránzazu, vayamos adelante o hacia el fin de este esbozo biográfico, no sin antes aquilatar que el mural de San Marcos, en León, data del año 1965 y fue realizado en colaboración con el escultor Julio L. Hernández y el pintor Jaime Burguillos; el de Casa de Jesús Huarte, en Puerta de Hierro, está fechado en 1967 y en él colaboró el pintor Joaquín Ramo, siendo de 1969 el del vestíbulo del Aeropuerto de Mahón y exclusiva la colaboración de Julio L. Hernández. Tras su exposición en Chicago (Joachim Gallery) del año 1961 y su segunda exposición en Nueva York (Staempfli, 1966) y algunas más, de carácter individual o colectivo, de que se da noticia en el apéndice de la biografía, realiza otras muchas, a lo largo de 1967, en el extranjero, especialmente en Alemania. Invitado ese mismo año por el Gobierno cubano, cuelga una exposición en la Casa de las Américas y participa en el Gran Mural Colectivo, llevado a cabo en La Habana por cerca de un centenar de artistas de todo el mundo en homenaje al pueblo de Cuba. Con anterioridad (1963) había expuesto por primera vez en Nueva York (Galería Staempfli) y había alcanzado (1964), según se dijo, la medalla de oro de la Bienal de Arte Cristiano de Salzburgo. Inaugurada, ese mismo año 1964, por Juana Mordó la nueva galería, pasa a formar parte, hasta el día de hoy, del grupo de sus artistas en exclusiva y, antes de que concluya el año, vuelve a ser invitado al Pittsburg International. En 1968 da a luz su segunda serie de xilografías, prosiguiendo, ya sin pausa, y a lo largo del 69, las artes del grabado que, amanecida la década siguiente, va a acaparar buena parte de su quehacer hasta el momento, al menos, en que esbozamos su biografía. Integrado en 1970 en la naciente y fecunda actividad del Grupo Quince, realiza una asombrosa labor gráfica, viendo adquirido por la Biblioteca Nacional de Francia, el pasado año, uno de sus aguafuertes, en la exposición L'Estampe Contemporaine. Su tenaz dedicación a las artes y los oficios del grabado no supone abandono alguno de la pintura, debiendo destacarse, por calidad intrínseca y otras razones obvias, el cuadro que dona al Museo de la Solidaridad, de Santiago de Chile. Tras la catástrofe chilena, digna es de mención la serie de homenajes que dedica a la figura del fallecido Salvador Allende. Para dar fin a esta biografía hemos reservado una fecha, de cuyo significado nos va a dar testimonio el propio pintor: «1966. Muere Eduardo Chicharro y yo inicio una serie de homenajes y actividades destinadas a difundir la obra del gran poeta». Muy lejos estuvieron aquellos homenajes del luto académico o del discurso conmemorativo, ni estas otras actividades divulgadoras excedieron para nada las lindes del arte, el confín poético y el campo estricto de la cultura. Lucio Muñoz heredó del malogrado Chebé la obra completa, la guardó celosamente y, llegado el tiempo oportuno de la difusión, la entregó a quienes mejor sabrían ordenarla, comentarla y darla a la imprenta: los poetas Gonzalo Armero y Mario Hernández. En las páginas de Trece de Nieve, la clara y bien cuidada, la magnífica revista de su mutua dirección se dedicó un número extraordinario (Madrid, Invierno 1971-72) a Eduardo Chicharro con la colaboración capital de Lucio Muñoz y, junto a él, Antonio López García, Carlos Edmundo de Ory, Nanda Papiri (viuda del poeta), Francisco Nieva y Eusebio Sempere, haciendo asimismo constar los editores su agradecimiento a Antonio Chicharro, a Gabino Alejandro Carriedo y al que estas líneas escribe. Mientras las escribo, a punto está de aparecer un volumen, editado también por Trece de Nieve, con la obra completa del genial Chebé. Tales son las actividades a que aludía el texto del pintor en las que él ha tomado su arte y su parte, más la confiada entrega de todo el material poético que le legara el poeta, al confín sólo de la cultura, no a la glosa mortuoria ni al circunstancial homenaje de velatorio, como obedeciendo a aquella recomendación que tantas veces escuchara Lucio de labios de Chebé, alma y contenido de su luminoso poema titulado Música celestial: «Pido desde aquí que sea respetada mi última voluntad que digo desde ahora: que nadie asista a mis estertores y boqueadas, que nadie de mi familia ni de nadie me vea en esa mezquina disposición... y que me encierren en un cajón barato y me lleven al cementerio, de noche, secretamente, que me entierren según disponen los reglamentos religiosos y cívicos y que no se me ponga lápida, y que se esconda la noticia con evasivas y pretextos durante el mayor tiempo posible... Que me recuerden de vivo, pero sin pensar si morí o no morí, y sin decir pobre ni pibre... ».

Los homenajes de que habla Lucio guardan una muy estrecha relación con esta su dedica

ción última a las artes del grabado. A la ya comentada carpeta Eduardo Chicharro-Lucio Muñoz, del año 70, ha de agregarse su entrega fervorosa, en compañía de otros nueve grabadores, a la edición ilustrada de las Cartas de noche del inolvidable y jamás muerto, Chebé, que en estos momentos prepara el Grupo Quince, así como su concurso directo en la publicación de la obra completa o exhaustivo florilegio antes mencionado. Cartas de noche del poeta y grabados, diríamos, nocturnos del pintor y la mutua correspondencia de imágenes y signos alertadores impresos en una obra que nació de la poesía y a seguido se verá interpretada con criterios esencialmente poéticos: «¿No oyes, conde Lucio, la hueca voz de timbales, el doble ronronear de cornamusas, campanas, laúdes, inaudibles repiques, desmayada metralla de vidas descoloridas...? Y afuera un aire 'helado y tibio, sin vuelos de alas, sin suspensión de corpúsculos celulares, ríos y arroyos donde los peces dejaron borrado su nombre por la eternidad, lagos profundos como mares, mágicos reinos de las aguas, con sumergidos palacios, recuerdos de sumergidas civilizaciones, mares de tempestades, mares tranquilos, mares bajo cuya superficie cae sin cesar la lluvia... y el ángel por fin de la noche de tules cubierto que llama y nombra los astros y sume en el sueño».

 

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